Minotauros

Carlos Rehermann

Personajes

Abelardo

Eloísa

Fulberto, tío de Eloísa

Genoveva, monja a las órdenes de Eloísa

Jorge, discípulo de Abelardo

Pasifae

Dédalo

Teseo

Ariadna

Asterión, también llamado El Minotauro

Los jóvenes atenienses

Entrada a la sala

 

Cuando el público entra a la sala, debe pasar por un tramo de laberinto. En algunos pasadizos por los que no puede pasar (porque hay algo que impide el paso, o porque la situación que se vislumbra es violenta, íntima, etc.), se ve a  Abelardo y Eloísa besándose, acariciándose; al Minotauro, luchando con Teseo; a Pasifae, hablando en secreto con Dédalo, etc. Todas son escenas que surgen del trabajo originado en el texto, aunque algunas de ellas pueden no formar parte de la puesta en escena definitiva. Sin embargo, al menos tres de ellas deben estar en la puesta en escena definitiva.  El lapso entre la entrada de la primera persona al laberinto y la salida (es decir, el ingreso a la sala) de la última no debe ser mayor de diez minutos.

 

Escena 1  Los jóvenes atenienses desembarcan en Creta. COREOGRAFIA

 

En grupo compacto, las muchachas y los jóvenes, iluminados por un fuego que acentúa las luces y las sombras, se mueven, temerosos, mirando nerviosamente a uno y otro lado, por la arena de la playa. De un lado, las olas les impiden el paso, por el otro, el bosque se asoma a la playa. No se atreven a avanzar hacia los árboles, porque temen que algo tenebroso aceche en la oscuridad. No pueden retroceder hacia el lugar de donde vinieron, porque la nave que los trajo ha regresado, temerosos sus tripulantes de que algo malo pudiera pasarles si permanecían más tiempo del estrictamente necesario. Sólo se pueden desplazar a lo largo de la línea de las olas, adelante y atrás. El mar avanza lentamente, con la noche. La marea crece cada vez más. Las olas, al romper, ganan cada vez un poco más de terreno. Los jóvenes deben acercarse cada vez un poco más a los árboles, sin dejar de avanzar a lo largo de la línea de marea. Sus miradas recorren nerviosamente todo lo que los rodea, pero la noche sin luna no les permite ver mucho más allá del alcance de sus brazos. Estiran sus brazos, al principio con temor, porque sienten que algo horrible puede estar acechando en la oscuridad, algo con dientes, con saliva caliente que les arranque una mano, o que los arrastre fuera del grupo, para devorarlos, todavía vivos, en una guarida nauseabunda. Pero luego conquistan un pequeño entorno, pierden miedo, ganan confianza, y estiran los brazos con más decisión, hasta que parecen querer arrancar las tinieblas con las uñas. Pero nada cambia: ni la noche se aclara, no ellos dejan de recorrer hacia delante y hacia atrás, paralelamente a la línea de la marea, la playa arenosa. Así permanecen, sin alejarse demasiado del punto donde los han desembarcado, sin cesar de moverse, como si la noche durara para siempre.

  No se dan cuenta de que están en el laberinto, y no saben (como no sabe el Minotauro) que no están solos. Allí, detrás de unas paredes, comunicados por unos corredores retorcidos pero sin cerraduras, sin puertas, sólo separados por algunos pasos, está, ignorante de todo, quien les dará muerte.  

 

Escena 2 Eloísa y Genoveva. Eloísa, vieja, poco antes de morir, ha viajado con su monja de compañía hasta la Catedral, para escuchar una misa y para confesarse, pero sobre todo para recorrer de rodillas un laberinto dibujado en el suelo, como señal de penitencia y como símbolo de peregrinación.    

Eloísa

 Estar cada día teniendo delante de los ojos la tumba de Abelardo es algo a lo que no he podido habituarme, aún cuando han pasado veinte años desde su muerte. No puedo mirar su lápida y pensar que ya no lo veré nunca más. No lo puedo resistir. Soy una vieja, pero cada vez que despierto, me asusto, al ver la cama vacía y fría a mi lado: ¿dónde se habrá ido Abelardo?, me digo, y sonrío, imaginando que lo he de ver aparecer por el vano de la puerta, envuelto en una sábana, de vuelta del escusado; pero de pronto vuelvo al presente, mi mente se aclara –aunque quisiera que permaneciera en la bruma del sueño- y descubro que estoy sola, que estoy vieja, que en mi cama no habrá ya lugar para aquel cuerpo amado. Murió. Se fue.  

 

Genoveva

Madre, no hables en esos términos, que alguien puede oírnos, y aunque así no fuera, no es conveniente que una hija tuya escuche semejante lenguaje. ¿Qué nos dejas, entonces, para las noches de invierno, en que muertas de frío debemos acurrucarnos unas contra otras y contarnos historias que nos hagan entrar en calor? Más le hubiera valido a Abelardo conseguir un poco más de dinero para que el convento tuviera mejores puertas, muros más calientes y tejados que protejan más del frío y de la lluvia. Aunque cuando pensaba en ti me parece que no le preocupaba demasiado el frío ni el calor ni la lluvia.

 

Eloísa

Cuando estaba en el convento de Argenteuil, antes de que me dieran el puesto de abadesa, cuando la farsa sólo comenzaba, Abelardo me visitaba en secreto, a veces todas las noches de una semana. Cabalgaba decenas de leguas, al galope, saltando de un caballo a otro, sin comer ni beber, durante horas, frecuentemente en medio de una tempestad, espantando a su paso a los lobos, atropellando a las patrullas reales que se atrevían a interponerse en su camino. Llegaba al convento y la hermana portera me enviaba un mensaje a través de una de las niñas novicias. Nos encontrábamos en el claustro, en la capilla, en el comedor, en la biblioteca, donde fuera. No mediaba palabra. Su olor a sudor humano y equino me repugnaba y me atraía, el brillo de sus ojos y de su piel empapada se trasladaba enseguida a mi piel, que secretamente estaba desnuda bajo la tela engañosa del hábito. No respetábamos ni las fiestas sagradas ni los lugares santos.  En todas partes de aquel monasterio nos entregamos a los placeres del amor. Hubo períodos de diez días y más durante los cuales Abelardo no dormía. Durante la noche cabalgaba hacia mí, y luego cabalgaba de vuelta a París, a Melun o a su campamento de dialécticos. Cuando amanecía, sus alumnos comenzaban a exigirle las enseñanzas diarias. Pero él se apresuraba a despedirlos, luego de una breve lección, y pasaba muchas horas escribiéndome cartas, escribiéndome canciones de amor, escribiéndome poesías que pronto se difundían por toda Francia.  Y entonces su cuerpo se rebelaba  contra los excesos cometidos.  Una vez se desmayó en mis brazos, pero aún así, no pude detenerme, y sólo después de un buen rato, cuando hube satisfecho el ansia que me devoraba, avisé a la hermana farmacéutica, que no sin envidia se encargó de volver a la vida a mi amor, aunque sospecho que algunas de las manipulaciones que hizo no eran estrictamente necesarias.

 

Genoveva

Madre, eres incorregible. Creo que Abelardo no se merecía una mujer como tú. Me parece (y muchas de las hermanas creen lo mismo) que no hiciste bien en mantenerte encerrada después que Abelardo te abandonó,  y luego de su muerte, veinte años durante los que parece que hubieras disfrutado el sufrimiento que su falta te causaba. ¿Cómo es posible un amor tan grande que hasta la privación de su objeto sea preferible a la idea de amar a otro?

 

Eloísa

No creas que me engaño con respecto a Abelardo. Bien sé que era un hombre pedante, tan pagado de sí mismo que creía que todos conspiraban en su contra; que estaba convencido de que su inteligencia era insuperable, y de que no había en su tiempo otro que lo igualara en sabiduría y brillo intelectual. Así era, y en mucho tenía razón. Era demasiado inteligente para que lo soportaran los torpes dueños de la verdad. Por eso quemaron su libro, por eso lo condenaron. Era hábil con la lengua, y ni la dialéctica ni la poesía le guardaban secretos. Sus canciones, de melodías pegadizas e irresistibles rimas, estaban en boca de todos. Nuestro amor era más conocido en las calles que en la cámara de mi tío Fulberto, hacedor de mi desgracia; las muchachas de París cantaban nuestro amor, atravesaban el Sena para escuchar algún discurso de Abelardo, no por el contenido de sus palabras, sino por la imagen hermosa, seductora, ardiente, que las pronunciaba.  Princesas y cortesanas, prostitutas y vírgenes, esposas y abadesas envidiaban mis goces y mi cama.  Y cuando la fama de Abelardo, amenazada por el escándalo de nuestra unión ilícita, amenazó con condenarlo al oprobio, me dio el regalo del matrimonio.

 

Genoveva

Pero Eloísa, Madre, ¿no fue eso lo peor? ¿No fue el matrimonio el que desencadenó la tragedia?

 

Eloísa

El matrimonio, con su carga de hipocresía, fue lo que desencadenó el castigo divino. Pues cuando fornicábamos, ajenos a todo, cuando los excesos eran tales que no hay palabra humana ni divina capaz de nombrarlos, cuando éramos unos delincuentes desde el punto de vista de los hombres y desde el punto de vista de Dios, en ese entonces, nada ocurría. El delito continuaba, sin que nada ni nadie nos impidiera consumarlo. Pero bastó que Abelardo contrajera matrimonio conmigo  para que las desgracias comenzaran a abatirse sobre los dos. Primero, aceptar la reclusión en el monasterio, alejarme de la diaria inmersión en un paraíso de amor entre sus brazos, aceptar los retazos de goce sobre las piedras frías de un claustro. Y luego, la traición suprema de Fulberto, que me privó para siempre del sosiego de la carne.

 

Genoveva

Madre, no lo cuentes, no quiero verte llorar, por favor. No es bueno que te regodees en la tristeza y en la angustia. Olvida, madre, no recuerdes, no recuerdes.

 

Eloísa

Eran cinco. Habíamos pasado buena parte de la noche en la celda de mi abadesa, que estaba por entonces de viaje, de manera que aprovechábamos su ausencia para disfrutar de la única habitación con estufa del monasterio. Abelardo se fue cuando faltaban cuatro horas aún para el amanecer. Sé que tardó dos horas en llegar a su posada, y apenas llegado, se metió en una habitación secreta que había acordado construir con el dueño, para protegerse –vana intención- de sus enemigos. Se arrojó en el lecho, y se durmió profundamente. Cuando despertó, Abelardo se encontró fuertemente sostenido por cuatro hombres, mientras un quinto se le acercaba con un cuchillo. Luchó con desesperación por liberarse. Uno de los hombres murió, con el cráneo aplastado contra las piedras del muro, porque Abelardo era un hombre fuerte y vigoroso. Pero un golpe de garrote lo desvaneció, y cuando volvió en sí se encontró con que sus genitales habían sido arrancados.

 

Genoveva

¡Eloísa, por favor, deja de hablar! No puedo soportarlo. Si me hubiera pasado algo así, me habría quitado la vida.

 

Eloísa

No: habrías hecho lo que hice yo: seguir las órdenes de Abelardo. ¿Para qué suicidarme? Al menos conservé la tragedia del amor; muerta, no habría tenido nada.  De los cuatro hombres que lograron salvar su vida, dos fueron luego atrapados, les sacaron los ojos y los castraron. Pero dos siguen prófugos, y no sé si mi perdición  -que creo segura, porque el amor por Abelardo me impide amar a otro, aunque sea Dios-  no va a obedecer  al ánimo de venganza que aún abrigo.

 

Genoveva

¡Silencio! ¡No hables de perdición! Alguien se acerca. Vamos, entremos al laberinto.  

 

Escena 3  Fulberto y Abelardo. La acción transcurre cuarenta años antes que la anterior.

 

Abelardo

Le aseguro, Monseñor, que no tendrá dificultades a la hora de cobrar el alquiler. Aunque no las cobro caras, mis clases son tan numerosas que me permiten tener un buen ingreso. Mis padres, además, han entrado en Religión, en un monasterio de Bretaña, y me han cedido sus tierras antes de dejar este mundo, de forma que puedo responder también con mi patrimonio.

 

Fulberto

Maestro Pedro, no es el dinero lo que me preocupa, sino la educación de mi sobrina. Eloísa ya es conocida por su sabiduría excepcional, pero bien sabes que si no concurre a una escuela, muy pronto sus conocimientos dejarán de crecer. Por eso quiero que me prometas que todos los días le darás una lección de filosofía, y, si te parece, de teología. Si la ves negligente, repréndela con energía.

 

Abelardo

Por lo que he oído, no creo que sea necesario reprenderla. He sabido que Eloísa se destaca por su amplio conocimiento de los filósofos griegos y romanos, y que su demanda de libros pone nerviosos a los bibliotecarios más eruditos.

 

Fulberto

Pero es una niña, y por tanto, más proclive al juego que al estudio. Así como su pasión por la lectura es grande, su afán de diversión también lo es. Está dotada de tan gran inteligencia, que le basta con una rápida ojeada a una página del manuscrito más complejo para captar no solamente lo esencial, sino también lo accesorio, lo ornamental, las faltas del autor y los errores del copista. Esa facilidad para el aprendizaje le deja tiempo para el juego y la diversión, actividades que debemos controlar en una jovencita de tan tierna edad.

 

Abelardo

Confío que bajo mi guía profundice en el saber y en el estudio, y comprenda que cuanto más creemos que sabemos, más alejados estamos de la verdad. Que lo que podemos afirmar con certeza es cuán poco sabemos. Por eso los sabios, a medida que avanzan en sus estudios, pasan más y más horas frente a los libros, para no solamente analizar nuevos contenidos, sino, y sobre todo, para profundizar en la páginas que, ya leídas, descubren siempre al estudioso nuevas verdades.

 

Fulberto

Te la encomiendo a tu magisterio. Ten en cuenta que es la hija de mi difunta hermana, y así como ella es mi única familia, yo soy su única protección. Has de saberlo, para que comprendas que mi vigilancia permanente no cesará ni siquiera al saberla en tus honorables manos. Ella es como una hija para mí, y mucho más en cuanto su madre me la encomendó en su lecho de muerte. Todo lo que procuro es darle sabiduría para que pueda llevar una vida sana en Cristo.

 

Abelardo

Haré cuanto esté a mi alcance para que todo lo que tengo –que es mi ansia de conocimiento- esté a su disposición, por el bien de su alma y para gloria del Señor.  

 

Escena 4 La danza del Minotauro, solo, hasta el descubrimiento de la muchacha, la posesión y la muerte. COREOGRAFIA. 

 

Escena 5 Abelardo y Eloísa. La acción transcurre en el mismo tiempo que la Escena 3.

 

Abelardo

Ahora lee el fragmento de las Metamorfosis de Ovidio, donde el poeta canta la tragedia del Minotauro.

 

Eloísa

“Y habiendo ya triunfado y proveído

‘el palacio real con el despojo

‘en la guerra ganado y adquirido

‘la infamia había crecido y el enojo

‘y todos por el parto tan extraño

‘tenían el adulterio ya sobre ojo.

‘Determinó quitar tan grave daño,

‘tan gran vergüenza, Minos, tan mal hecho,

‘y de su cama aquel baldón tamaño,

‘cerrando el monstruo bajo de tal techo

‘y casa tan difícil y enredada,

‘que quede a su contento satisfecho”.

 

Abelardo

Espera, detente. ¿Has comprendido el fragmento?

 

Eloísa

Creo que Minos descubrió que su esposa, pues... que ella... tuvo un hijo que no era suyo. ¿Persiguió al amante, el que Ovidio llama monstruo, y lo encerró en una prisión?

 

Abelardo

No: el monstruo del que habla el poema es el hijo de la reina. El amante nunca fue capturado por Minos. Fue Heracles quien más tarde se encargó de él.

 

Eloísa

¿Heracles, el héroe? Pero, ¿por qué querría Minos encerrar a un niño en una prisión? ¿Y quién era el amante de Pasifae?

 

“A Dédalo la obra fue entregada,

‘en la arquitectura entre mortales

‘ingeniosa persona y señalada.

‘Edificóla, y puso los umbrales

‘a diversos caminos rodeando:

‘cuando salía, borraba las señales.

 ‘Tan intrincada está la casa y techo

‘a do cerrado el Minotauro era,

‘y de ateniense sangre satisfecho

‘dos veces, y domado la tercera

‘por la manera fuerte del que había

‘hallado con el hilo la manera

‘de se salir que nadie conocía”

 

Abelardo

¿Entendes ahora?

 

Eloísa

Menos que antes.

 

Abelardo

¿Quién es el Minotauro?

 

Eloísa

El Minotauro ha de ser el monstruo. ¿Pero por qué la reina Pasifae tuvo un hijo monstruoso? Ovidio no lo dice. ¿Tal vez su padre fuera un demonio, algún brujo poderoso?

 

Abelardo

No, su padre no era un demonio ni un brujo. Su padre fue un animal: un toro.

 

Eloísa

¡Un toro! Pero ¿cómo es posible?

 

Abelardo

No olvides que los paganos creían en muchos dioses, y, al contrario de nosotros, que sabemos acerca de la naturaleza única de Dios, pensaban que el mundo estaba a merced de sus caprichos. Uno de esos caprichos fue hacer que Pasifae, la esposa de Minos, se enamorase de un toro. Ambas bestias tuvieron un encuentro carnal: el inocente animal, y la mujer, débil carne del demonio.

 

Eloísa

No creo que la carne femenina sea más débil que la masculina, con respecto al demonio. No veo a qué viene la comparación con un animal.

 

Abelardo

En el mito suele encontrarse una sabiduría ancestral, por más que se trate de creencias paganas. ¿No imaginas el deseo de Pasifae, su loca curiosidad? Ve al magnífico animal corriendo por los campos, y su naturaleza inconstante la impulsa a cometer el delito. ¿Lo imaginas?

 

Eloísa

Me incomodas con tu pregunta. Ya que tú eres varón, podrías decirme qué opinas de la idea. En cuanto a mí, no me atrae en absoluto la tripa de un animal estúpido. Más bien creo que el mito construye un símbolo: el de la pura carnalidad, que sólo puede engendrar monstruos. En cambio, el amor sincero, cuando se consuma en el lecho matrimonial, permite el florecimiento de la familia y la bendición de los hijos.

 

Abelardo

Es cierto, tienes razón. Pero la leyenda tiene razón al mostrar que la debilidad de las mujeres suele ser la perdición de hombres que parecen serenos y sabios, hasta caer en las redes pérfidas de estos súcubos malignos.

 

Eloísa

¿Pero es que no puedes referirte a las mujeres más que como demonios? ¡Cuando las mujeres pecan es por su culpa, pero cuando los hombres hacen lo mismo, es por culpa de las mujeres! Me parece que no eres diferente a los demás teólogos y filósofos, que no hacen otra cosa que cargarnos a nosotras con todas las culpas de la humanidad.

 

Abelardo

Los varones tenemos la obligación de proteger a las mujeres, que, está escrito, son débiles y están por ello más expuestas a los peligros de las tentaciones del diablo. Recuerda el Génesis. ¿No fue Eva la que incitó a Adán con la tentación del pecado? Pero eso no significa que sean más culpables. Yo creo –y estoy justamente escribiendo un tratado  sobre el tema- que el pecado no ha de juzgarse por el acto en sí mismo, sino por la intención del pecador.

 

Eloísa

¿Quieres decir que si el pecador hace algo malo, pero no era su intención hacerlo sabiendo que era malo, entonces no es culpable?

 

Abelardo

Es como el extranjero que, de viaje por un país desconocido, viola una ley que ignoraba. ¿Serán justos los jueces que lo condenen? De ninguna forma. Si entre los tártaros está prohibido entrar a un templo pisando el umbral con el pie derecho, ¿es un delincuente el cristiano que entra sin saberlo? Si lo supiera, por respeto a los extranjeros, el buen cristiano haría todo según el uso del país. Su intención, al pisar el umbral, no es la de ofender a los tártaros, sino simplemente entrar al templo.  No es, de ningún modo, culpable.

 

Eloísa

Quieres decir que aunque las mujeres somos grandes pecadoras, no tenemos la culpa.

 

Abelardo

Sí, y también digo que los varones, que tenemos una mayor conciencia del pecado y del poder del demonio, debemos ser quienes cuidemos tanto nuestra conducta como la de las mujeres.

 

Eloísa

Dime: ¿no fue un hombre el que creó el mito del Minotauro?

 

Abelardo

No uno, sino muchos.

 

Eloísa

En todo caso, varones. ¿Y no era Ovidio un hombre, el poeta cuyos versos estamos estudiando?

 

Abelardo

Sí.

 

Eloísa

Creo que el mito fue creado como una parábola: el toro figura al hombre, que vive preocupado por el tamaño de sus vergüenzas. Pero Pasifae aparece como la instigadora del pecado. ¡Ves, hasta los paganos creían que el ser humano ha caído en desgracia por culpa de una Eva!

 

Abelardo

Veo que serías una buena maestra de exégesis. Afortunadamente las mujeres tienen prohibido enseñar.

 

Eloísa

Tú, que le has quitado el alumnado a más de un encumbrado maestro, no deberías temer mi competencia.

 

Abelardo

Tu competencia ya está actuando sobre mí. Tanto tiempo dedico a darte mis enseñanzas, que ya no pienso en mis clases regulares. Los estudiantes me reclaman más dedicación.

 

Eloísa

Pero creo que no es mi sabiduría lo que te distrae.

 

Abelardo

¿Qué crees que me distrae?

 

Eloísa

No hemos hablado de la misteriosa casa donde fue encerrado el Minotauro, ni del arquitecto Dédalo, ni de la sangre ateniense, ni de cómo fue domado.  

 

Escena 6 Pasifae y Dédalo 

Pasifae

Dédalo, dime ¿te sientes a gusto en Creta? ¿No extrañas tu tierra?

Dédalo

Pasifae, mi reina, no podría sentirme más a gusto en mi tierra que en este reino que me ha dado refugio, pero no es menos cierto que a veces recuerdo con nostalgia los paisajes que vi al nacer. Pero los artistas no necesitamos tanto un hogar como un taller, y debo agradecerte, y también al Rey Minos, el honor que me han concedido al permitirme trabajar en el Palacio.  

Pasifae

Pues si te honra trabajar en el Palacio, no menos te honrará trabajar para la reina en persona, aunque el trabajo deba realizarse en el campo.  

Dédalo

Nada me enorgullecería más que realizar un trabajo para ti, Pasifae.  

Pasifae

¿Debo recordarte, Dédalo, que estoy contenta de tu presencia en Creta? No me contestes aún. ¿Debo recordarte que si no estuviera contenta, bastaría un solo movimiento del dedo meñique de mi mano izquierda para que volvieras a donde te espera la condena por tu crimen? No me contestes. ¿Debo recordarte que, aún sin que el pasado te condene, bastaría una palabra mía para condenarte en el presente, para el resto de tu futuro? Contéstame.

 

Dédalo

Pasifae, mi reina, resulta innecesario recordarme hechos y circunstancias de los que soy plenamente consciente cada minuto del día. Pero este recordatorio me hace suponer que a continuación se acerca un petitorio peligroso, no sólo para mí, sino sobre todo para ti. Antes de que me digas de qué se trata, y para que no creas que me veré influido por el contenido de tus próximas palabras, ¿debo recordarte que la venganza de Minos será terrible? ¿Debo recordarte que si me mantengo apartado de ti, si doblego con esfuerzo sobrehumano el deseo de raptarte y cruzar los mares para hacerte mía para siempre en un rincón donde ni siquiera un dios podría encontrarnos, es por el temor a la venganza de Minos?  

Pasifae

No deberías recordármelo, pero menos debes mostrar que el temor a un hombre te hace renunciar al amor de una mujer. No me importa la ira de Minos ni tu amor, ni nada en el mundo que no sea lo que hace ya mucho tiempo que me viene torturando, y que me causará la muerte si no logro encontrar el medio de satisfacerlo.  

Dédalo

Te escucho.  

Pasifae

Cuando murió el viejo rey de Creta, el trono le correspondía por derecho a mi esposo, pero en el reino se alzaron voces discordantes. Minos hizo entonces un pacto con Posidón, para que se pusiera de manifiesto que contaba con el favor del dios. Así fue como, poco antes de que tú llegaras, Posidón hizo que surgiera de la espuma del mar un gran toro blanco, cuyos bufidos espantaban a hombres y animales, y cuyos pasos retumbaban en toda la isla, haciendo caer numerosos palacios y monumentos de piedra. Minos debía sacrificar al toro, de acuerdo a lo que había pactado con el dios. Pero, fiel a su manera tortuosa y a su ambición desmesurada, no sacrificó al toro salido del mar. El animal le pareció demasiado magnífico como para darle muerte. Dime, Dédalo, ¿te parece bien hecho?  

Dédalo

Es imposible engañar a los dioses, Pasifae. 

Pasifae

Pues Minos lo intentó, creyendo que Zeus lo habría de proteger, en honor al antiguo amor que había tenido con su madre. Pero, ¿alguien vio jamás a Zeus obrar por amor? Así, pues, descubrió a Minos dando instrucciones a un esclavo para teñir de blanco uno de nuestros toros mejores. Y fue ese toro el que sacrificó delante del pueblo, para demostrar su derecho al reino.  

Dédalo

Pues no parece haber afectado mucho al dios, ya que tu marido permanece en el trono.  

Pasifae

No se trata de eso. No me interesa, y no intento explicarlo. Te conté la historia sólo para que comprendieras el motivo de mi petición. Hace ya días que ese toro blanco me obsesiona. Creo que soy objeto de un hechizo, pero no me importa. ¿Acaso no hemos sido todos, alguna vez, objetos de hechizos? No puedo dejar de pensar en ese animal, y me figuro que en realidad es Posidón en persona, que ha tomado la forma de toro para cumplir algún designio misterioso. Pero si no fuera un dios, de la misma forma desearía sentir sobre mi cuerpo el suyo, dentro de mí su carne, sofocarme con su aliento, lacerarme con sus pezuñas, hundirme entre sus miembros invencibles, morir, si es preciso, atravesada, partida, abierta en dos, explotada, desgarrada, expuesto mi vientre al mundo, humeando mis vísceras descubiertas, en un estertor tal vez de agonía, pues de placer sería insuficiente. ¿Qué es el placer, ante el deseo que me corroe? Si deseara a un hombre, tal vez buscara placer. Pero deseo a una bestia, no importa si animal o divina. Deseo sentirme, ser vientre, brotar de adentro, estallar con su eyaculación torrentosa, quemarme con su semen hirviente. No creo ya poder ser mujer sin sentir dentro de mí esa furia, que es lo único que puede aplacar esta furia mía que no cesa.

 

No me importa si el mundo estalla, si se apagan las estrellas o la tierra se hunde en el mar. Quiero que hagas que el Toro se fije en mí, que me desee, quiero que, al verme, se contraiga su escroto, que se inflame su verga, que corra hacia mí, que me penetre por fin, que me inunde.

 

Dédalo

Pasifae, lo que me pides podría hacerlo sin dificultades, pues si mi arte fuera tan pobre que se mostrara incapaz de engañar a un animal, no sé de dónde vendría mi fama. Lo que me detiene ya no es ni el temor a la venganza de Minos, ni el riesgo que tu vida correría  durante esa cópula monstruosa, sino los celos. ¿No podría intentar demostrarte que, con mi ingenio y tu voracidad, podríamos disfrutar de interminables noches de delirio amoroso? Podría fabricar aparatos extraordinarios, que dejarían seca tu fuente de pasión, podría convertir mi apariencia en la de un toro, si así lo deseas, podría construir un lecho donde no se agote tu energía, donde puedas permanecer eternamente gozando de las delicias del amor.  

Pasifae

No entiendes, Dédalo, que no soy una puta hambrienta. Me río de tus aparatos y de tu ridículo rabo, de tu fama y de tu ingenio. Tu fama viene de no dejar que otros la opaquen. No ignoro que mataste a tu sobrino Talos porque había demostrado ser más ingeniosos que tú; y ten por seguro que si él estuviera aquí, no me importunaría con reclamos de amor y de deseos pervertidos. Cállate y dime si puedes o no cumplir con mi pedido, y hazlo ya,  porque una furia asesina va ocupando poco a poco el lugar de la pasión, y no se cuánto tiempo habré de resistirla.  

Dédalo

No te rías de mi ingenio, porque es el único capaz de aquietar la lujuria que te consume; ni de mis aparatos, pues uno de ellos servirá para que la bestia te llene de inmundicia; ni de mi fama, pues la muerte de Talos forma parte de ella. Ni te rías de mi rabo, mi reina, que cuando no había toro, bien lo aprovechabas; ni de mis reclamos de amor, puesto que no puedes comprenderlos. Y no hables de perversiones, que la tuya muestra que has perdido el juicio. Pero vete tranquila, que pronto tendrás noticias mías, que harán que tus pesadillas se conviertan en realidad.

 

Pasifae

No te aproveches de la necesidad que tengo de tu servicio, y apúrate a cumplir mi petición. Y ahora déjame tranquila, que debo pensar en muchas cosas que no te incumben.  

 

Escena 7 Abelardo y Eloísa continúan la clase. 

 

Eloísa

¿Entonces Dédalo fabricó una vaca para que Pasifae pudiera... pudiera lograr su objetivo?

 

Abelardo

Sí, y más tarde fue también el constructor del Laberinto, donde fue encerrado el hijo de Pasifae.

 

Eloísa

¿Y Pasifae no fue castigada? Su pasión por el toro, ¿desapareció? ¿Fue curada de su perversión?

 

Abelardo

La leyenda no dice nada acerca de lo que luego pasó con Pasifae. Hay rumores de que existe una poesía sobre los cretenses, donde dice que Pasifae fue condenada a muerte por Minos. Pero en ningún otro lugar se menciona ese hecho.  Ni tampoco sabemos si su pasión enfermiza desapareció.

 

Eloísa

Eso demuestra que no fue una mujer quien inventó la historia. Si hubiera sido una mujer, se habría preocupado por decir qué sintió Pasifae, qué pasó luego con ella, cuál fue su destino. Pero la leyenda parece más interesada en Minos y su deshonra.

 

Abelardo

¿Y no te parece poca deshonra que una esposa traicione a su marido con un animal?

 

Eloísa

Pero el culpable fue Minos, y no Pasifae. Pasifae fue la víctima de una venganza de los dioses. Ella fue obligada por un dios a cometer un acto que de otra forma ni se le hubiera ocurrido posible. Fue utilizada. Los dioses paganos parece que no eran capaces ni siquiera de vengarse sin perjudicar a inocentes que no tenían nada que ver con los hechos, con las ofensas ni con las venganzas.

 

Abelardo

Tienes una manía con las mujeres. ¿Crees que son víctimas de alguna conspiración?

 

Eloísa

Yo quisiera ser hombre, para poder discutir libremente, en la plaza, la filosofía y la ciencia, la teología, las leyes, la gramática, la astrología. ¿Por qué no puedo hacerlo? He leído y estudiado mucho más que muchos que se dicen sabios, y nadie, salvo tú, lo sabe. Y eso sólo porque has decidido que debías seducirme.

 

Abelardo

¡Qué estás diciendo!

 

Eloísa

Pero ¿crees que soy estúpida? Si dices que mi sabiduría es grande, ¿por qué supones que no me he de percatar de tus intenciones?

 

Abelardo

Me estás faltando el respeto. Te lo advierto, no continúes diciendo disparates, porque tu tío me autorizó a imponerte un castigo en caso de ser necesario.

 

Eloísa

Bien que te gustaría ponerme sobre tus rodillas y poner rojas mis nalgas.

 

Abelardo

Eres una niña que no sabe lo que dice.

 

Eloísa

Y tú eres un viejo que no dice lo que sabe.

 

Abelardo

No hay nada que yo sepa que te oculte.

 

Eloísa

¿Entonces no sabes lo que sientes?

 

Abelardo

Lo que siento no lo sé, sino que lo experimento.

 

Eloísa

¡Hasta para hablar con una mujer empleas el lenguaje de los filósofos! ¿No puedes dejar, por una vez, que hable tu corazón?

 

Abelardo

Mi corazón te ha estado hablando todo el tiempo, bien lo sabes. ¿O no ha sido la sabiduría lo que te ha inclinado hacia mí?

 

Eloísa

En cambio tú no has visto en mí sino a una muchacha que podrías conquistar fácilmente.

 

Abelardo

No parece demasiado fácil.

 

Eloísa

¿No te doy la suficiente ayuda?

 

Abelardo

No necesito ayuda para eso.

 

Eloísa

¿Y para qué la necesitas, entonces?

 

Abelardo

Para escapar de la tentación que ahora mismo me domina

 

Eloísa

Deja tus ideas sobre las mujeres y el demonio para tus clases de teología. A mí no me hables de esa forma.

 

Abelardo

¿Cómo quieres que te hable? ¿Quieres que te diga que te amo? ¡Pues no es verdad! ¡No te amo! Solamente te deseo.

 

Eloísa

¿Cómo puedes diferenciar tan bien lo que sientes? Yo no puedo poner palabras a lo que siento en este momento. ¡Cállate!  

Permanecen quietos y en silencio durante un momento. No hay más palabras para decir. Ambos parecen animales prontos para abalanzarse sobre su presa, todos los músculos en tensión, listos para el ataque, pero algo los detiene, se ven impedidos por una fuerza que proviene de su conciencia de ser, antes que nada, pensadores. Se dan vergüenza, pero al mismo tiempo, no pueden evitar la pasión que sienten el uno por el otro. Abelardo parece torturado por un dolor, Eloísa se ve recorrida por oleadas de ansiedad. Entonces, con un impulso súbito,  Abelardo agarra los brazos de Eloísa, forcejea con ella, que se resiste, pero él es más fuerte, logra ponerla sobre sus rodillas, levantar su vestido y, dejando sus nalgas al descubierto, comenzar a darle golpes. Pero sus palmadas son cada vez más débiles, y Eloísa se retuerce, al principio con energía, pero a medida que los golpes se debilitan, con movimientos más fluidos y sinuosos, suaves, que traducen más una energía interior que desborda que una resistencia a las acciones de Abelardo, hasta que Abelardo deja de golpearla, sólo aprieta fuertemente las nalgas de Eloísa. Ella, entonces, se incorpora, él la abraza, y se besan.    

 

Escena 8  La danza del Minotauro, el encuentro con los jóvenes, la matanza. COREOGRAFIA.

 

Escena 9 Eloísa y Genoveva, de rodillas, recorren el laberinto trazado en el suelo. Eloísa, vieja, está muy débil. Se tambalea, de manera que Genoveva tiene que acudir en su  ayuda. Mientras Eloísa  recita el texto inicial de Eurípides (donde la que habla es Pasifae), hace aparición Minos, cuya sombra se cierne amenazante detrás de las mujeres. La acción transcurre en el mismo tiempo que la Escena 2.

             

Eloísa

”Un dios me enloqueció; aunque estoy arrepentida, no es mi culpa. ¿Cómo es posible que mis sentimientos se hayan visto confundidos por una pasión tan vergonzante? ¿Era él tan espléndido en sus vestiduras? ¿Sus ojos brillaban, sus cabellos resplandecían? ¿Fue su barba oscura? ¡No fue seguramente la simetría de sus formas! Este es el amor por el que penetro en otra piel y me oculto en otras pieles;  y esto es lo que pone furioso a Minos. No puedo desear que este esposo sea el padre de mis hijos. ¿Por qué me ha sido destinada esta locura?”

 

Genoveva

¿Qué estás diciendo, Eloísa? ¡Estás loca!

 

Eloísa

“No lo voy a negar. Si hubiera entregado mi cuerpo en un amor clandestino hacia un hombre, podrían con razón tratarme de puta. Fue el espíritu malvado de Minos el que me condenó con su maldición. ¡El culpable es Minos! El rompió su promesa ante el dios de los mares, y por eso la venganza de Posidón, destinada a Minos, ha recaído sobre mí. ¡Y ahora pone a los dioses por testigos, cuando el responsable de mi vergüenza es él!”

 

Genoveva

¡Eloísa! ¡Cállate!  

 

Eloísa

“Yo, que dí a luz la criatura, no he hecho daño: mantuve en secreto la maldición del dios. Es Minos, que propala la desgracia de su esposa inocente, como si él no tuviera parte en ello. Es mi ruina. Porque el crimen es suyo. El es experto en crímenes sangrientos. Minos: si quieres comer mi carne, entonces llénate de ella. ¡Moriré libre y sin culpa, por un crimen que tú has cometido!”

 

Genoveva

Estás loca, nos vas a condenar a las dos. ¿Cómo se te ocurre venir a una iglesia a recitar textos paganos?

 

Eloísa

Lo único que le importaba era su fama: quería que todo el mundo lo admirara. Si sabios, por su sabiduría, si torpes, por su apostura. Si me buscó, fue porque sólo le faltaba, para completar su perfección, enamorar a una muchacha hermosa y de buena cuna. ¿De qué me sirvió la sabiduría? Cualquier criada habría sabido defenderse mejor de las trampas de Abelardo. Pero fue justamente mi sabiduría lo que me perdió. Me deslumbró en él lo que más me importaba: el conocimiento. Y él lo utilizó para utilizarme a mí para cumplir sus deseos de ser admirado por todos.

 

Genoveva

Pero Abelardo te quería. ¿No fundó el convento para que tú fueras abadesa? ¿Qué otro, sumido en la gran desgracia de Abelardo, se habría preocupado por darte un refugio?

 

Eloísa

Fue el poder de mi familia lo que me permitió ser abadesa, no el favor de Abelardo. Y no fue después de su castración que me encerró en un monasterio. Cuando nos casamos, me obligó a entrar como novicia, para acallar la maledicencia. Y a pesar de eso, cuando lo acuciaba el deseo, no dudaba en venir a mi encuentro, sin que me diera otra cosa que su pasión efímera. Nada más me dio, por causa de su gran egoísmo y de sus ansias de fama.  Nuestra relación debía permanecer en secreto. Cuando consiguió llevarme a la cama, bien que se preocupó de que toda Francia se enterara. Canciones, cartas, poesías salían de su pluma, cantaban la belleza de Eloísa, su pasión, el amor de Abelardo. Pero luego se volvió en su contra, porque Fulberto se molestó y movió sus influencias.  Entonces, yo ya no le servía más que como prostituta.

 

Genoveva

¡Eloísa! ¡No te burles del amor! Tú nunca fuiste una prostituta, y Abelardo no era tan egoísta. ¿Qué pretendías? No podía abandonar todo por ti.

 

Eloísa

Sin duda yo no valía lo suficiente.

 

Genoveva

Ninguna mujer vale tanto.

 

Eloísa

Es cierto. Pero eso no significa que sea justo.

 

Genoveva

¿Hablé yo de justicia? Se trata de la realidad. Así son las cosas. ¿Crees que Abelardo podría haberlas cambiado?

 

Eloísa

No sé: no lo intentó.

 

Genoveva

Tú no puedes cambiarlas. ¿Por qué, entonces, me fastidias con tus lamentos? No te olvides que yo también fui obligada a entrar en el convento, como todas nosotras.

 

Eloísa

Tienes razón. Pero si al menos después de su castración Abelardo hubiera aceptado mi protección. Lo habría tratado como a un hermano, lo habría consolado como a un hijo. Pues ni siquiera a mi hijo Astrolabio pude mantener cerca de mí. Me fue arrebatado por la familia de Abelardo.

 

Genoveva

No puedes pretender que un hombre al que le ha sido arrancada su virilidad busque la protección de su amante.

 

Eloísa

Yo ya no era su amante, sino su esposa. Y no fui, como  Isabel ¿recuerdas? obligada a castrarlo con mi mano, como tuvo que hacer ella con su amado. ¿Qué resentimiento guarda hacia mí? No: él quiso asumir el papel de padre. Yo no tuve padre, pues murió cuando yo era una niña, pero Abelardo tampoco fue un padre para mí, no podía serlo, por mí y por su incapacidad para proteger.

 

Genoveva

Vámonos, Eloísa. No soporto más esta conversación.

 

Eloísa

Tal vez deberíamos abandonar el Paráclito, dejar los hábitos, volver al siglo.

 

Genoveva

¿Qué dices? Te has vuelto una vieja loca, no sabes lo que dices.  ¿Adónde iríamos? Por lo menos en el Paráclito tenemos comida y abrigo. ¿Dónde podríamos estar a gusto con nuestras amigas? No tendríamos  un hogar, deberíamos trabajar, someternos a la esclavitud o a la prostitución.

 

Eloísa

Pero si seguimos así sólo estaremos hundiéndonos más.

 

Genoveva

¡Ahora que estás próxima a la muerte se te ocurre cambiar el mundo! Cállate, o pediré que examine un tribunal catedralicio, porque me parece que estás loca y eres peligrosa.

 

Eloísa

Siempre fui peligrosa, y así seré recordada en el futuro.  

 

Escena  10 Abelardo y Jorge, su discípulo mudo. Abelardo está viejo, próximo a la muerte. La acción transcurre unos veinte años antes que la anterior. Abelardo tiene, entonces, la misma edad que Eloísa en la Escena 9. 

 

Abelardo

Escucha, escucha esto:

“Mientes cuando dices que puedes ser llamado Pedro. Yo creo que un nombre de género masculino, si cae fuera de su género, no puede ser usado para significar la cosa. Los nombres pierden significación cuando la cosa que designan pierden su carácter original. Una casa cuyo techo es arrancado por el viento y cuyas paredes se derrumban no es llamada casa, sino casa imperfecta. Del mismo modo, desde que lo que te hacía hombre te ha sido arrancado, no puedes ser llamado Pedro Abelardo, sino Pedro Imperfecto. Incluso el sello con que firmas tus cartas tiene la figura de una cabeza de doble rostro, uno de varón, otro de mujer. Había decidido contestar tus ataques con muchas de estas cosas obvias, pero al darme cuenta que estaba escribiendo contra un hombre imperfecto, decidí interrumpir lo que había comenzado.”  

¿Te das cuenta? Roscelino pretende que ni siquiera puedo ser representado por medio del lenguaje. Quiere demostrar mi inexistencia. ¿Acaso no puedo herirlo con un puñal? ¿Cree que no puedo usar el lenguaje para desbaratar sus argumentos enclenques? Roscelino está tan cegado por su pobre filosofía que no logra ver las pruebas, tanto las que demuestran que sigo siendo el mismo de antes, como las que evidencian que los nombres no hacen a las cosas, por más que nos permitan aprehenderlas. ¿Acaso soy una mujer? ¿He dejado de alimentarme, de andar, de defecar? Al contrario de Roscelino, aún podría, si quisiera, llevar a una mujer hasta los límites del goce del cuerpo.

 

Me siguen temiendo. Están aterrorizados, no saben qué hacer, y disfrutan, a la vez, de mi desgracia. Tratan de impedir que ascienda, como fácilmente podría, las jerarquías de la Iglesia. Ahora que Suger me ha bendecido con su absolución, nada puede impedir mi ascenso. ¿Has visto la maravillosa iglesia que está construyendo el abad? Es un signo de los nuevos tiempos. Te aseguro que la obra de Suger cambiará el mundo. Su gesto hacia mí es una prueba. El regente del trono perdona a un extranjero, no le importa si soy capaz de procrear o no, sino mi intención buena y justa.

 

Nadie puede dejar de admirar la obra que he iniciado con Eloísa y sus hermanas. No sólo la he rescatado del pecado, no sólo la he arrancado de las garras de su espantosa lujuria, sino que he fundado una comunidad de hermanas para la gloria de Cristo. Bien sé que ella habría preferido un marido, pero su amor carnal está transformándose en devoción cristiana, y la pasión de que su corazón es capaz traerá con el tiempo gran fama para ella y para todos los que la rodean.

 

Dime ¿es verdad o es mentira que tú no tienes lengua? Bien. Si te llamo Jorge, ¿podrías responderme? Si el lenguaje es, aparte del alma, lo que nos define como seres humanos, ¿no debería más bien llamarte Jorge Imperfecto?

 

Si quieres decir alguna cosa, puedes escribirla. ¿En qué se diferencian las palabras que podrías pronunciar, si no te hubieran arrancado la lengua, de las que puedes escribir? En nada. Así, yo, aunque no pueda penetrar una mujer, porque me han arrancado lo que me convertía en varón, puedo, de todas formas, penetrar. Mira a Eloísa, que me reclama atención. Me reprocha que no le escribo, que no le hablo de amor, que cuando las visito a ella y a sus hijas no le dedico mi tiempo. No se da cuenta de que la penetro de otra manera, de que penetro a la humanidad toda con mi inteligencia.

 

Dime: aún cuando no puedes pronunciar palabras, ¿no se forman ellas en tu pensamiento? Bien. Así, yo, que no puedo acostarme con una mujer, me acuesto con ellas mentalmente todos los días: es mi pecado de concupiscencia, que no puedo eliminar de mi alma.

 

Cuando quemaron mi tratado sobre la Trinidad, me obligaron a arrojar el libro a las llamas con mi propia mano. Fue una segunda castración, peor que la primera. Envidiosos de mi masculinidad, me quitaron la hombría (eso creyeron). Envidiosos de mi pensamiento, me quitaron mi obra (eso creyeron). ¿No es cierto que Bernardo ordenó cortarte la lengua porque no soportaba la verdad que salía de tu boca? De la misma manera, Fulberto, envidioso de los goces que yo experimentaba con Eloísa, ordenó castrarme. ¿Te arrancaron la lengua porque decías tonterías? Todo lo contrario, te la arrancaron por la alta verdad y calidad de tus palabras. ¿Me castraron porque convenía más a mi naturaleza no ser varón? Todo lo contrario, me castraron porque era demasiado varón.

 

Creen que ahora soy más inofensivo para las mujeres. ¿Cómo, entonces, explicar los reclamos de Eloísa, y las insinuaciones de numerosas mujeres con las que me cruzo a diario? Creen que quemar mi tratado elimina el peligro de mis discursos. ¿Cómo, entonces, explicar que cada día más y más estudiantes buscan mis clases? Con mi pensamiento penetro al mundo, como penetraba a Eloísa con mi falo. La pureza de su verdad produce el gozo de la sabiduría, como la simple naturaleza de mi cuerpo producía el goce de Eloísa.  No pueden evitar que la humanidad esté sometida a mi pensamiento.  

 

Escena 11 Abelardo y Eloísa. COREOGRAFIA. La acción, imaginaria, transcurre en el mismo tiempo que sus clases. 

 

Abelardo y Eloísa están juntos, en el monasterio, en medio de un laberinto dibujado en el suelo. Quieren tocarse, pero no pueden, porque hay una fuerza invisible que lo impide. A lo lejos, una sombra monstruosa los acecha: la silueta del Minotauro. Al principio, están en lados opuestos del laberinto, fuera de él. Luego, dando giros en torno, primero Abelardo y luego Eloísa penetran en el trazado. Siguen los corredores, intentando tocarse, pero cuando uno logra acercarse, el otro debe retroceder para seguir el camino. Sin embargo, poco a poco se acercan al centro, y ya no sienten la necesidad de estirar los brazos, porque ven que, en poco tiempo, podrán estrecharse en un abrazo. Sólo sus rostros muestran la ansiedad por el contacto. Cuando por fin llegan casi a tocar el centro, el suelo explota, y se interpone entre ellos, surgida de la tierra, el Minotauro, envuelto en llamas y humos del infierno.   

 

Escena 12 Teseo y Ariadna, a las puertas del laberinto    

Ariadna

Cuando era una niña, Heracles desembarcó en Amniso y sin detenerse a descansar fue hacia donde pastaba el Toro de Posidón, y sólo con sus manos lo tomó por los cuernos y dio con la bestia en el suelo. Luego lo llevó a la corte de Euristeo, quien, liberó al animal en las llanuras que rodean Maratón. Con el anuncio de tu llegada, Teseo, llegó la noticia de la muerte del terrible Toro. ¿Se trata acaso de la tarea de un héroe que lleva tu mismo nombre? ¿O acaso fuiste tú el hacedor de semejante proeza? Dímelo, porque si es así, entonces no comprendo cómo formas parte del grupo de víctimas de Asterión, siendo tan grande héroe que toda Grecia debería estarte agradecida, aunque parece que no reconoce al campeón cuando el peligro ha terminado.  

Teseo

Antes de preguntar por mi origen deberías decirme el tuyo, porque no alcanza con ser hermosa para merecer la confianza de un condenado. Antes bien, la belleza suele hacer de las mujeres seres peligrosos, de los cuales harían bien los varones cuidarse mejor, a la vista de tantas y tan grandes desgracias como vienen ocurriendo desde el inicio de los tiempos. Dime, ¿cuál es tu nombre, y quiénes son tus padres?  

Ariadna

No me parece que estés en posición de exigirme ni esa ni otras respuestas, aunque te las voy a dar de buen grado, porque te he visto luchar en el gimnasio, he visto cada músculo de tu cuerpo tensarse y brillar con el sudor que provoca el esfuerzo, aunque tu rostro no mostraba señales de sufrimiento, ni parecía que vencer a los más grandes atletas de Creta fuera un trabajo para ti; he visto tu vientre plano y recio, tu espalda poderosa, tus nalgas apretadas como las de un caballo, tus muslos como pilares, tu cuello invencible, tus brazos necesitados de abrazar (he visto como envolvías con ellos y asfixiabas a tus contrincantes con ellos), he visto tu cintura y tus caderas estrechas, y he imaginado danzas que no creo que conozcas. Como he visto eso y he tomado una decisión, te digo: me llamo Ariadna; soy hija del rey Minos, soberano de Creta, vencedor de Atenas y Megara; y de la reina Pasifae, que ha echado al mundo a la más terrible criatura que pueda concebirse, Asterión , también llamado El Minotauro. Luego de grandes esfuerzos por atraparlo, mi padre encerró a mi medio hermano dentro del Laberinto, un palacio del cual es imposible salir, porque su disposición es tan intrincada y sus caminos tan engañosos, que ni siquiera su creador, tu compatriota Dédalo, sería capaz de escapar sin ayuda.  

Teseo

Si eres la hija del maléfico Minos, que impuso a mi pueblo la terrible pena de ver morir a sus mejores jóvenes año tras año, entonces no veo cómo podré fiarme de tus palabras. Pero debes saber que no le temo a nada, y que el toro salvaje que mató a tu hermano Androgeo fue vencido por mi espada, del mismo modo que voy a dar muerte al Minotauro. Fui yo quien pedí ser incluido entre los prisioneros, para terminar para siempre con la maldición de Minos. Salir del Laberinto no me parece difícil: ¿no basta con volver sobre los pasos recorridos para retornar al exterior? Creo que tus palabras son engañosas, y que, como todas las mujeres, eras más peligrosa que los monstruos. Mejor cállate, que lo único digno de escuchar de tus labios serían los gritos que yo sabría  hacerte dar en el lecho.  

Ariadna

Teseo, eres tan grande como estúpido,  y serán tus gritos los que oirás primero, y no en el lecho, si no eres razonable conmigo. ¿Qué necesidad tendría de engañarte, si bastaría un solo movimiento del dedo meñique de mi mano izquierda para que murieras de inmediato en medio de las torturas más atroces? Me parece que mi anhelo no se corresponde con lo que puedes prometer, aunque basta con mirarte para sentir que algo de mí cae a la tierra yerma y la transforma en vergel. Quiero escapar de esta isla, que está rodeada por los muros de terror que ha levantado mi padre, y quiero escapar contigo, porque me gustas y ya no deseo otra cosa que sacarte a golpes la estupidez de tu cabeza y la sangre de tus venas, convertida en simiente con la que crearé mi progenie. Escucha: mañana al atardecer serán reunidos delante del portal del Laberinto, y, despojados de sus armas, serán obligados a entrar. La única esperanza de salvarte, y salvar contigo a tus compañeros, es confiar en mí. Sólo yo tengo los medios para escapar del Laberinto. Me los dio Dédalo, el inventor de imágenes, el creador del Laberinto.  

Teseo

Si te lo dio Dédalo, entonces no puedo confiar: es un traidor, que asesinó a su sobrino Talos por celos. Sospecho que tú y Dédalo intentan engañarme, pero con la ayuda de los dioses he de salir triunfante de mi empresa. Vete, deja de importunarme, antes de que pierda la paciencia.  

Ariadna

No comprendes: todos los caminos conducen al error. No hay un centro, sino múltiples, y en todos ellos acecha Asterión. Cuando crees estar ante el portal de salida, estás en la parte más profunda del Laberinto; cuando imaginas que estás en su centro, te encuentras en realidad a un paso de la salida, aunque no puedes percibirla. A veces, a través de una puerta logras ver los campos que rodean el Laberinto, pero cuando intentas traspasar el umbral, una fuerza invisible te detiene: porque muchos muros son de vidrio, y otros están hechos con espejos, de tal forma que jamás sabes si lo que ves es real, o si se trata de la imagen de una imagen. Pero yo te daré un hilo mágico, con el que podrás volver sobre tus pasos una vez que mates al Minotauro. Sólo debes atar el extremo del ovillo a la jamba del portal de entrada, y avanzar desenrollando el hilo, hasta que encuentres a Asterión. Luego de vencerlo (si es que los dioses te permiten conseguir el triunfo) deberás seguir el hilo, que te conducirá a la salida.  

 

Teseo 

No me molestes con tus propuestas mágicas. Demuéstrame que no mientes. Busquemos un lugar donde podamos estar a solas, y entonces podré creer en tus promesas. 

Escena 13 Ultima parte de COREOGRAFIA. En un escenario paralelo, Eloísa y Abelardo borran el trazado del laberinto.
   

 

Escena 14 (contraescena de la Escena 13) 
Abelardo y Eloísa, viejos, borran con sus pasos el trazado del laberinto. Cuando terminan, están frente a frente. Se abrazan. 
 
Durante toda la acción de la Escena 13, ambos permanecen en un escenario espacialmente diferenciado. La atención debe ir de una a otra escena, hasta la culminación simultánea de las acciones de la muerte del Minotauro y el abrazo de los amantes. 
 

Carlos Rehermann

Gentileza de www.carlosrehermann.com 

Autorizado por el autor

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