Hace 25 años, callaba en Buenos Aires el bandoneón mayor del tango: Aníbal Troilo y un recuerdo del Tupí Nambá
Entre el debut y el último compás

crónica de Rebar (Raúl Barbero)

histo

En 1935, asistimos a su debut en un café de Montevideo y 40 años más tarde, presenciamos su última actuación. 

Mayo de 1975. Habíamos integrado, con mi esposa, la nutrida delegación de rotarios que acompañó al querido e inolvidable Roberto Velasco Lombardini, a quien el Rotary Club de Buenos Aires iba a entregarle, el viernes 6, el "Premio Rioplatense Rotary Club", en mérito a su descollante trayectoria de médico, pensador y humanista. Aunque la caravana retornaría a Montevideo por vía fluvial ese mismo día, nosotros decidimos volver el lunes 19, para poder concurrir a un par de espectáculos. Así, la noche del viernes fuimos a Michelángelo: y reservamos dos localidades para ir el sábado a ver --mejor dicho, a escuchar-- a Troilo, que presentaba en el Teatro Odeón una pieza de Horacio Ferrer: "Simplemente... Pichuco".

En el almuerzo en que se confirió al Dr. Velasco Lombardini la honrosa distinción, un amigo argentino me comentó que la taquilla no estaba respondiendo bien a las esperanzas del empresario Félix Peña, el famoso "Gato Félix" de la barra ateniense, que al convertirse en personaje de la noche porteña cambió su mote felino por un elegante "Buddy Day". No me frenó la información; pero parecía confirmarse al llegar a la boletería, pues al momento en que se me entregaban en la tardecita del viernes dos planteas en fila 12 para la 2ª sección del sábado, el tablero de localidades vendidas denunciaba la magra recaudación.

ANIMANDO LA ESPERA. Como la 2ª sección comenzaba a las 23 horas, hicimos tiempo en el Richmond de Esmeralda tomando un té con masas. El momento era ideal para narrarle a mi esposa cómo había conocido yo a Troilo.

En 1935, la muchachada de la segunda generación de los atenienses --que rondaba los 17, 18 años-- paraba en el Tupí Nambá nuevo, en 18 de Julio entre Río Branco y Julio Herrera y Obes. Los "popes" de la legendaria Troupe --"jubilados del escenario", como se autodefinían-- ocupaban siempre las primeras mesas de la calle: y nosotros, los jovencitos, casi chocábamos con el palco orquestal ubicado en el medio del local.

Una noche, apareció un sexteto típico sin la mínima promoción. Un violinista menudo (¡menudo violinista, también!) fue presentado como director del conjunto; el gran Elvino Vardaro. Entre no muchos aplausos, el hombre saludó alzando su violín, semejante a un laurel olímpico.

Tocaban como los dioses. Cerca del palco como estábamos, percibíamos cual algo llegado del cielo el fabuloso sonido que "el bandoneonista gordito, con cara de luna llena", lograba de su instrumento. Alguien averiguó su nombre: "se llama Troilo, pero le dicen "Pichuco".

Desde entonces lo seguí, fielmente, en todo su deslumbrante recorrido por la música popular. Eso explicaba el sentido de un comentario hecho a mi esposa en ese "haciendo tiempo en el Richmond":
-"Pichuco", en su sencillez de gordo bueno, parece no darse cuenta de que, cuando murió Gardel, se llevó una mitad de la medalla del tango, y le dejó a él la otra mitad.
Pocos minutos después, salíamos para el Odeón.

SOLO MEDIA SALA. Y sí: no habría más de media platea, y en las galerías se veían claros. Y eso que, además de "Pichuco", actuaban Alba Solís, Roberto Achaval, Juan Carlos Copes... ¡y Edmundo Rivero!
El último cuadro se titulaba "TROILAZO": y ahí, la monumental orquesta opacaba todo lo anterior, con "Pichuco" como "nave insignia". Los eternos éxitos de su repertorio recobraron la frescura original y acunaron nuevas emociones. Tras los instrumentales llegaron tangos de antología; y el dramatismo de "La última curda" y la calidez de "Sur" --engarzados ambos en la voz de Rivero-- dieron a la acústica del Odeón resonancias de catedral.

Cuando los versos de Manzi nacidos en San Juan y Boedo antiguo flotaron por la sala, pareció que aquello de... "ya nunca me verás como me vieras" era, tan solo, el milésimo deleite de un acierto poético del increíble letrista... pero, no: esa noche fue algo más... un patético anuncio que se asoció --en combinación de premoniciones-- al ruego con que "Pichuco" se adelantaba, en segundos, a la caída del telón:
-Gracias, Buenos Aires... aguantame un cacho más...

DOMINGO 18 DE MAYO. Embarcamos en el vapor de la carrera, y cuando éste zarpó las luces porteñas nos despidieron con un mensaje amistoso para el amanecer montevideano del lunes 19.
A poco de arribar al puerto, tomamos un taxi rumbo a casa. En la radio del coche, se escucharon a Angel Laborde por la onda de Radio Panamericana: estaba trasmitiendo un libreto sobre la vida de Troilo, de los tantos que yo escribía para su audición "Caño 14". Me extrañó que lo repitiera en muy poquitos días. Sospechando que ocurría algo malo, pregunté al taxista:

-¿Pasó algo con Troilo?...

-Murió anoche... (me contestó a media voz).

-¿Cómo?...

-Pobre Gordo... Murió en un hospital, de un ataque a la cabeza.

Pichuco. Muerto. En un hospital.

Un tango suyo, el primero que compuso, sobre letra de Héctor Gagliardi ("El Triste") agazapado en el tiempo, saltó desde 1934 y me impuso la evocación de sus versos. Se titulaba "Medianoche".

Troilo murió el 18 de mayo de 1975, a las 23 y 40, cuando la noche ensayaba sus doce campanadas para abrirle la seducción de una nueva madrugada.

Acaso un coro de ángeles tangueros haya cantado junto a su lecho:

"Un reloj de las 12: 12'e la noche,
y qué triste es, hermano, las horas escuchar...
cuando estás encanao en el lecho tan triste,
tan triste y tan frío que da el hospital"...

Rebar (Raúl Barbero)
El País s/f

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