Eduardo Dieste (1882-1954)

por Carlos Real de Azúa

En la tercera y cuarta década de este siglo, Eduardo Dieste ejerció entre nosotros uno de los pocos magisterios vivos que por aquel tiempo operaron y que tendió, por obra de fervorosos discípulos, a organizarse casi institucionalmente: fueron la “Asociación Teseo” (1925-1930) y las posteriores “Reuniones de Estudio" que animó sobre todo Esther de Cáceres y alcanzó a publicar algunos libros. La autora de “Los Cielos” ha sido, sin duda, la más persistente continuadora de Dieste y el eco principal de su memoria[1] pero también deben mencionarse junto a ella, en el pequeño grupo de los veinte, a Justino Zavala Muniz, a Fernando Pereda, a Giselda Zani, a Adolfo Pastor y aun a otros.

La prédica que suscitó tal atención, sus ideas implícitas, aunaban de muy singular manera las posturas del llamado “novecentismo” español posterior a la primera guerra mundial y su brío revolucionario en los dominios del arte, su adhesión simpática a los “ismos" (fueran cubismo, dadaísmo, surrealismo o creacionismo) más irreverentes, su repudio a lo académico, rutinario, realista y representativo, su voluntad de una expresión artística adecuada a una época dominada por los nuevos meteoros de la velocidad y la mecánica. Eugenio D’Ors, al que siempre hay que referirse entre las fuentes de las ideas de Dieste, fue el pontífice intelectual de esta corriente que igualmente reflejaron entre nosotros, y en su hora, Alberto Lasplaces y Alberto Zum Felde. Como D'Ors, como cierta etapa de Torres García, este novecentismo lleva inviscerado la apetencia a un “clasicismo nuevo”; afirmándose —sobre— más que negando, fluencia, historia, impulsos románticos, diversidades, postulando, con cierto complacido énfasis, lo "solar”, lo "mediterráneo", lo “latino”, la realidad de una “tradición viva” y una clara proclividad platónica o platonizante. También, y como en las corrientes francesas afines, este novecentismo que Dieste encarnó por estas tierras, se daba cercano a una postura cristiana, a un catolicismo de acento intelectual, libre de beatería y de gazmoñería, sentido, sobre todo, como afirmación de espiritualidad, misterio y trascendencia. Jacques Maritain era por aquellos años el prestigio más firme en tal dirección y su nombre debe ser sumado al de D’Ors para deslindar el terreno en que Dieste se movía. Algunas trazas confesas de su pensamiento: “ontologista”, “esencialita”, “metafísico”, ciertos sustantivos que vuelven reiteradamente a sus Juicios: unidad, cualidad, número traslucen el fundamento con que, en el pensamiento tradicional, la posición de Dieste se dotó. Y agréguese todavía, como, última vuelta de tuerca de sus ideas, una despierta filiación liberal, republicana, regionalista —en su versión española—• que Dieste vertió en nuestro medio por un Batllismo en cierto modo paradójico, si se atiende al contexto de su entera posición espiritual.

Desde estos supuestos es que se suscitó hacia los años veinte el empeño de Dieste y el grupo "Teseo" por el conocimiento de las nuevas corrientes de arte y su práctica uruguaya, muy intensa en lo que se refiere especialmente a la pintura. Resulta previsible indicar que si Dieste profesaba una cuidadosa atención a lo nacional y a su literatura aspiraba a una expresión de tipo universalista, no muy lejana al gauchaje cósmico de Ipuche y desprendida decisivamente del sentimentalismo, el criollismo y la pasión local.

Igualmente podría señalársele como un testimonio (a medio camino entre Alberto Niri Frías y Emir Rodríguez Monegal) del interés por las literaturas anglosajonas (Hardy y Chesterton le atrajeron especialmente) y un hábil cultor del diálogo, como forma literaria, en el que sabía ser más inteligible y ameno que en sus modos habituales de comunicación.

Comparada la suya con la de la mayor parte de los escritores uruguayos, Dieste vivió una existencia relativamente errabunda, si se atiende a que nacido en e] país, se educó en Galicia, volvió al Uruguay en 1912, fue director del Liceo de Cerro Largo y, cónsul desde 1927, pasó el resto de sus días en Inglaterra, Estados Unidos (Los (Ángeles) y Chile, donde murió. Esto, y su propensión a reeditar sus textos, modificándolos, variando su título, redistribuyendolos, imputándolos a los dos nítidos “alter egos” del Dr. Syntax y el Buscón, hacen extremadamente difícil una bibliografía cabal del autor. Sus primeros libros  fueron “El poder de la Gracia” (s.f.) y "Leyendas de la Música” (Madrid, 1911). Tentativas novelescas importaron las de la serie de “Buscón” en una primera versión editada por Bertani (s.f.) y una segunda en Buenos Aires y 1942 por Emecé. Igualmente Dieste exploró sus posibilidades de dramaturgo “Los místicos” (Montevideo, 1915), “El Viejo” (1920), “La ilusión’', “Castidad”, “Promesa del Viejo y la niña”, “Farsas de Igual” (anunciadas en 1927), etc. Sus obras dramáticas, recogidas en “Buscón poeta y su teatro” (Madrid, 1933) y “Teatro del Buscón” (Buenos Aires, 1947), muestran una intrincada influencia del cine y de Valle Inclán, pero también desgraciadamente las más gravosas de Linares Rivas, de la comedia burguesa española y, pese a Zum Felde, que las ha elogiado cálidamente, bien pueden considerarse irrepresentables (aunque no, por cierto, por su complejidad o riqueza); las situaciones casi siempre son absurdas y los personajes inexistentes salvo ciertos momentos (muy pocos) de diálogo eficaz y directo. La obra ensayística del hispano-uruguayo se integra con “Teseo: discusión estética y ejemplos” (Montevideo, 1923), “Teseo: crítica de arte” (1925), “Teseo: crítica literaria” (Montevideo, 1930), “Teseo I: los problemas literarios” (Buenos Aires, 1937 y Montevideo, 1938), “Teseo II: los problemas del arte” (Buenos Aires, ¿1938?) y algunos estudios publicados en revistas.

Es común a todas las páginas de Eduardo Dieste una gran fineza de observaciones y de atisbos, profundos, originales, fundados en una cultura sólida, nacidos de unos (como decía Carlos Martínez Moreno de Rodolfo Fonseca Muñoz) intereses distinguidos, muy a menudo inesperados. Pero es común a ellas también, que no se sepa nunca con precisión a dónde esas observaciones, y atisbos apuntan, común que el discurso sea tan laxo, su dirección tan invisible que termine por desconcertar y hasta derrotar al más bien intencionado. La construcción sintáctica y el lenguaje son tan confusos, a veces tan caótica la ideación, que a largos trechos la ’ectura se hace penosa y sólo se pisa en ella, temática, esporádicamente. Es entonces, aunque de modo virtualmente aforístico, que se advierte que se está ante alguien que sabe pensar. En algunas oportunidades esta especie de D’Ors en borrador podía ser difícil de tolerar; en otras, capaz de decir con una gracia bien evidente y como errática, muy atractiva. Es de justicia, sin embargo, observar que es "muy de la época” esta oscuridad, también común a Oribe y a Basso Maglio, que nace de una expresión que podría llamarse "distraída”, de un saltearse —poéticamente— los nexos del razonamiento y de unas imágenes que no tienen nada de funcionales y contribuyen a desorientar más aún al ya desorientado.

Cuando se habla de Eduardo Dieste es imposible aislarlo de su cálido clan familiar (Eladio, Enrique, Rafael) esparcido por el mundo con centros tan aparentemente disonantes como la ciudad de Artigas, Inglaterra, Buenos Aires y la villa de Rianjo en la ría galega de Arosa. Innumerables dedicatorias, críticas, referencias, podrían probar que era su familia la que Dieste consideraba su primera y más importante lectora. Y probablemente (pues no lo conocimos) participaba de esa conmixión, encantadora en algunos de los suyos, de remotismo y de realismo, de ingenuidad y de gallega cazurrería. En sus mismas páginas se codean la candidez y la penetración, un cierto irremediable aire funambulesco y un gusto por la picardía (su "Buscón” lo atestigua) y su radicales notas de disponibilidad y libertad.

En “La base folklórica del conocimiento” se sostiene —sin subrayarlo demasiado— que las transformaciones de la visión científica del mundo no alteran el fundamento secular (comunitario, participado), el patrimonio constante de evidencias acumuladas por la “sabiduría” sobre el hombre y la vida. Marca una línea de resistencia a “lo moderno” que se retrazará bastante y podría vincularse muy bien al texto n9 76 de esta selección. “Teatro y Novela" forma parte de una ambiciosa (y creo que no cumplida) investigación sobre las “Ieyes morfológicas” de ambos géneros y de la poesía. Tratando de poner en claro las bases psicológicas de su estructura, parece incontrovertible que, con todas sus asperezas, el texto se mueve en un plano más profundo que aquel en que se expidieron los más celebrados críticos de su tiempo. Y en ambos fragmentos, -ciertas originalidades terminológicas: "folklórica”, en el primero, por tradicional, humanística, secular, sabia, “táctico”, en el segundo, por funcional, contribuyen a la dificultad, muy relativa en ellos, de su lectura.

Nota:

[1] Véase artículos en “El País”, del 19 de agosto de 1954, “El Bien Público”, del 2 de setiembre de 1955 y en “Entregas de la Licorne”, nº 4, 1954.

 

por Carlos Real de Azúa
Antología del Ensayo Uruguayo contemporáneo Tomo II
Departamento de Publicaciones de la Universidad de la República

"Impresora Rex S.A." terminó de imprimir este libro el 9 de Julio de 1964 en MontevidVer, además:

 

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