Sobre Carlos Real de Azúa

La alegría de ser inteligente

por Mercedes Ramírez

Me acerco al recuerdo de Carlitos de puntillas, con mucho respeto, con mucho cariño. No intento evocar al pensador, al crítico, al investigador que fue Carlos Real de Azúa. Quienes fueron sus pares en las disciplinas culturales a las que Carlos dedicó su pasión y su talento claro; ya han establecido la significación que tiene su obra en la historia de la cultura uruguaya e iberoamericana.

 

Pertenezco al grupo de personas a quienes Real de Azúa mostró su perfil más accesible: el perfil de Carlitos el bien humorado, el ingenioso, l’enfant terrible, el distraído demoledor de vulgaridades, el del aire burlón pero cariñoso, aristocrático pero cálido.

Este grupo de personas del que formo parte estuvo integrado por sus discípulos de literatura del IAVA y de Estética en el IPA; sus colegas de ambos institutos y, supongo, por todas las personas que ocuparon un lugar muy fronterizo y episódico en su vida.

 

Para muchos de nosotros, sin embargo, fue posible adivinar en él una forma muy radical de la angustia, un sentido muy esencial de la soledad. La sospecha o premonición de ese hombre estrictamente severo se confirmó cuando vimos a Carlitos muerto, en su dormitorio penumbroso, el perfil aquilino alumbrado por un cirio solo.

 

Alguien habrá conocido a ese Carlos Real de Azúa esencial que la muerte revelaba. Al resto nos fue dado disfrutar del compañero chispeante que armó para todos nosotros un personaje lleno, de gracia y desplantes, mediante el cual le fue cómodo moverse, ir y venir sin ser molestado en su pudoroso señorío interior.

 

Recuerdo a Carlitos como compañero de tribunales de Literatura. Era un colega harto arbitrario, harto movedizo, harto huidizo. Cada mañana desaparecía por dos o tres horas.

 

Siempre sospeché que se largaba hasta la playa, desde donde volvía aduciendo quehaceres confusos e impostergables.

 

Examinar Literatura o lo que fuera, era para él un convencionalismo y estaba dispuesto a desbaratarlo por todos sus flancos. Así, por ejemplo, un día en que tomábamos examen de un grupo suyo, proponía las preguntas e inmediatamente las contestaba, explicitando las respuestas con sutileza, vinculándolas con otros pasajes del texto literario, iluminándolas con citas y enriqueciéndolas de tal manera que terminaba por configurar una disertación ejemplar sobre toda la bolilla que suscitara la interrogación originaria. “¡Muy bien! ¡Tres sobresalientes! ¡Pase el que sigue!” Carlitos podía enlentecer un examen indefinidamente cuando emprendía rastreos genealógicos a partir de los apellidos del examinando. Y jamás dejaba de analizar previamente las performances del reo, anotadas en el carné de estudiante. Así en una ocasión descubrió que íbamos a examinar a un alumno japonés que había perdido todos sus exámenes anteriores. Real de Azúa y yo hicimos las preguntas más simples y claras en el tono más claro y más simple. Fue inútil: el japonés nos miró sonriendo en silencio todo el tiempo. "¡Aprobado!", dijo Carlitos, y dándonos una explicación como compañeros de tribunal, aclaró: “Yo no voy a llevar sobre mi conciencia el peso de haber bochado a un japonés que ya perdió seis exámenes.”

 

Quise recordar a Carlitos en estas anécdotas muy menores de las que fui testigo, porque en cada una de ellas, más allá del profesor que pudiera parecer caprichoso o frívolo, había un maestro de maestros que estaba enseñándome a mí que no había por qué tomar enfáticamente una tarea que, como la de examinar, además de perniciosa, es inútil.

 

Carlitos impartió esas lecciones, que no olvidé nunca, con displicencia lúdica, sin temor al veredicto de la moralina pedagógica, pero, por supuesto, sabiendo que la fuerza de su personalidad, la solidez de sus conocimientos, hacían de él la excepción de la regla de objetividad y justicia a que están sometidos el común de los profesores.

 

Disfrutó siempre de los sobrentendidos, los implícitos, las salidas desconcertantes y de todo aquello que padecía una leve distorsión o excepcionalidad. Única fue esa manera de estar apenas llegando y ya yéndose que tuvieron todas sus presencias. Y único ese tartamudeo administrado con que precedía sus impecables definiciones o las graciosas y nunca crueles sentencias con que sepultó el engolamiento y la tontería de muchos coetáneos.

 

Parecía estar siempre divertido con el espectáculo del acontecer humano. Fue un hombre alegre y así quiero recordarlo. La suya era una alegría valiente: una alegría de la inteligencia.

 

Su obra de pensador y ensayista es tan original que no pudo generar una escuela. Y tampoco ha tenido ni tendrá igual su modo dispendioso y certero de repartir la sal del talento y el coraje de la alegría.

 

por Mercedes Ramírez
Jaque, 13 de julio de 1984

 

 

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