Prólogo a "Psalmo a Venus Cavallieri y otras prosas",

de Roberto de las Carreras
por Ángel Rama

¡Cuánto y con cuánto ardor buscó la gloria! Desde su despertar a la vida fue esa la presa codiciada; el ansia con que la persiguió venciendo los muchos desalientos y las formas cada vez más biográficas con que la acometió, testimonian la inicial inseguridad de que partió, ese oscuro recinto apocado de su conciencia adolescente que fue vaciando en el mercado montevideano y que alhajó como un estrepitoso bazar por donde vagaría un fantasma haciendo poses y no un ser humano. La vida lo recompensó, como a la emperatriz mexicana, con una corona de sombras que duró cincuenta años, los que van de sus primeros raptos de enajenación, en los años 1913 y 1914 hasta su muerte en 1963. Una corona de sombras que se extendió a su obra literaria pues salvo la edición muy fragmentaria de Epístolas, psalmos y poemas (1944) nada suyo se reeditó y sus persistentes y obsesivos manuscritos siguen sin publicarse.

Tenía nada más que dieciocho años cuando escribía, confesionalmente, los poemas que formarían su primer libro que tituló simplemente Poesía y que ocultó bajo el seudónimo de Jorge Kostai. Allí pedía:

Esa vida del mármol, esa vida
que no muere jamás, siempre encendida
con recuerdos de gloria, 
a voces pide mi impaciente anhelo.
Quiero en las cumbres agitar mi vuelo, 
quiero vivir la vida de la historia!

Sólo dos años después, ya desalentado por la infructuosa lucha por la originalidad y el triunfo estético dentro de una fenicia ciudad de América del Sur, asumía el tono escéptico para decir:

Sobre todo, lector, es preciso que muera.
Es la única manera
segura de obtener la gloria porque lucho.

Pero para esa fecha en que, el primero en el país, había intuido la nueva orientación de las artes modernas y la demanda que el mercado internacional estatuía, también había registrado las limitaciones propias -amasando pereza, neurastenia, debilidad, desborde imaginativo, pobreza del medio, afán de novedad, filisteísmo burgués- para definirse con versos algo proféticos:

Un amigo, lector, me había comparado
a un pájaro caudal, grande, aunque mutilado, 
de ala y media no más. Yo era, pues, y sería 
siempre, un gran torbellino, y nunca lograría 
hallar el equilibrio, andando a tropezones
con todo cuanto existe, y dejando jirones 
de carne en cada cumbre.

Ese torbellino será el del dandismo finisecular del cual fue la más brillante figura latinoamericana. Dio consumación en tierra americana a sus principios de espectacularidad y agresión contra el medio, a su sistema de incorporarse a la sociedad mediante un negativismo crítico muchas veces superficial, a la subjetivación violenta mediante la cual la literatura se hacía una con la persona y era ésta aun más que aquélla la que se publicitaba y vendía en el mercado. Por ese camino había de practicar la máxima con la cual Oscar Wilde definiera la conducta del decadentismo inglés, poniendo su talento en la vida más que en los libros, y haciendo de su propia vida una obra de arte refinada, insólita, candorosamente cruel.

Tenía veintiún años cuando descubrió ese nuevo sesgo del comportamiento del artista que cincuenta años antes habían comenzado a ejercitar Gautier y Baudelaire y que progresivamente fuera dominando el mundo europeo hasta imponerse como el ideal de la década amarilla: el poeta debe transformar su vida en un espectáculo fabuloso, tenazmente original y disonante, para ofrecerlo agresivamente a sus contemporáneos; el poeta será el actor de sí mismo, compondrá cuidadosamente un personaje de teatro y representará en la vida haciendo que su obra literaria no sea sino la sucesión de arias que corresponden a un cómico de la realidad, las que él recita, cada vez más posesionado del personaje, ante el público del gran teatro del mundo para quien se ofrece en una apoteosis muchas veces irrisoria. Del mismo modo que Baudelaire abre sus flores malditas con la apelación al "hypocrite lecteur", o sea al espectador de su aventura cuyo ojo enemigo se hace indispensable para cobrar autoexistencia -sólo se representa para alguien, para un otro-, así también Roberto de las Carreras escribe a los veintiún años su libro titulado Al lector donde se ofrece a esa mirada que él define como hostil con las primeras, improvisadas escenas de su personaje dandy pero a la vez con su desvalimiento cálido y juvenil. Todavía representa improvisando, de tal modo que constantemente se ve al muchacho inquieto, angustiado, febril, saliendo o entrando de ese personaje que comienza a componer con artificio y que terminará devorándolo. Al lector es de 1894; no bien terminen de pasar diez años, cuando publique En onda azul (1905) nada quedará del ser humano real que inició la aventura; en su lugar habrá un actor gesticulante, un traje de teatro, una máscara compuesta, una dicción escénica con un staccato insoportable del que jamás desciende, el alucinante mundo de una marioneta que deambula por el pedestre Montevideo. En esos diez años el hombre habrá sido enajenado por el personaje; se necesitarán diez años más para que en una oscura ciudad brasileña también el personaje resulte enajenado y la locura se encargue de coronar esta empresa tan alejada de los hábitos aldeanos de una ciudad del Plata.

Como desconfió inmensamente de su capacidad creadora, como en cambio siempre supo de la atracción de su figura byroniana, del éxito de sus frases sarcásticas, de la admiración entre impotente y burlona que provocaba el esgrimista verbal que en él había, se aplicó a la composición del personaje y en él puso todo su talento. Pero para que fuera posible intentarlo había que disponer de un bagaje previo, de una situación incitadora que en sus primeros años lo forzara a distinguirse del medio, a ganar duramente su posición dentro de él. Y es aquí que debe consignarse la historia de su vida tal como él la fue contando y haciendo. No es la verdad estricta de los hechos la que nos importa, sino la manera como él los maneja para ir componiendo su personaje, dado que es éste el que prefirió ofrecer al mundo.

Como en el comienzo de todo hombre, en el de Roberto de las Carreras también está su madre. Las agresiones y los desplantes del escritor le hubieran sido perdonados por la sociedad elegante montevideana del 900 a la que, por su fortuna, su cultura, su origen social, perteneció, si él hubiera aceptado las convenciones sociales que su clase tenía establecidas para conservar las apariencias y para prolongar una imagen patricial en la que estaban empeñados tanto los patricios como los burgueses arribistas; todo se lo hubieran perdonado, quizá, si no hubiera dicho una palabra de su madre. En una carta a su medio hermano Raúl García de Zúñiga, había afirmado de su madre: "Ha sido la única gran señora de este pueblo. Paseaba insolentemente sus conquistas por la faz de la miserable aldea".

En verdad la historia de su madre, Clara García de Zúñiga, era conocida de todo el Río de la Plata pues conmovió desde Monseñor Mariano Soler hasta el general Bartolomé Mitre, desde Juan Carlos Gómez hasta Francisco Xavier de Acha que la lloró en ripiosos versos, desde el coronel Lorenzo Latorre que propició, desde su alto cargo, el rapto de sus dos primeros hijos por su padre el abogado argentino José María Zuviría, hasta otro presidente, Manuel Herrera y Obes, que actuó como abogado de la familia. La sociedad montevideana le pedía a Roberto de las Carreras que fingiera no saber nada a cambio de un silencio discreto, pero seguramente él supo desde su infancia o desde sus años de colegial, lo que es ser llamado "bastardo". Los niños son menos hipócritas que los mayores pero tan crueles como los escritores cuando polemizan: en el filo del 900 Alvaro Armando Vasseur podía aducir que le era imposible batirse "con un individuo que ignora su legítima paternidad".

Este muchacho sensible, fino y delicado, enfermizo y neurasténico, que tenía tras de sí una infancia cargada de disputas familiares, sin padre, pasando de manos de su madre a las de su abuela, volviendo luego a encontrarse con ella para perderla y ser atendido por sus tías, este muchacho que con sus fraternales compañeros de estudio, Carlos Vaz Ferreira y Juan Andrés Ramírez conversaba de poesía desnudándoles su alma romántica y atormentada, decide asumir por entero la historia de su madre y ser un "bastardo" no en forma solapada sino pública. Lo que en esa audaz resolución, que regiría entera su vida futura, había de profundo y desolado amor por la madre, lo que había de reparación a su memoria, lo dijo alguna vez en circunstancias casi ridículas: "Un hombre enérgico decíame, refiriendo el caso de un marido que, al encontrar a su mujer "in fraganti" la había arrojado por el balcón: "Es el único medio de contener a la mujer". El hombre que así hablaba era mi padre. Yo sentí protestar en mí, desde entonces, el alma de mi madre que me inspira, de la mujer de pasión y de aventura, de la desvanecida soñadora que la educación burguesa me enseñaba a odiar. Al defender al sexo siento que la defiendo. Mi esfuerzo libertario es un tributo altivo y vengador a sus dolores de Amorosa". Como si aceptaba la moral de su tiempo debía condenarla, prefirió aceptar a su madre y condenar entonces la moral de una sociedad hipócrita y elegante. En esta disyuntiva está el origen de su mirada desafiante al medio, de su sensibilidad para las exclusiones humillantes que instaura la moral burguesa. Comentando la representación del Papá Lebonnard por Novelli (durante su jira por Montevideo, en 1894) anota: "Me llamó también la atención la manera como en la escena final del penúltimo acto dice: ¡Bastardo!, a su hijo adoptivo, a aquel hijo de un adulterio que él ha callado y consentido para que no caiga sobre su hija el deshonor de su madre. Novelli tuvo un desfallecimiento de voz, un temblor en las piernas que produce la cólera violenta en los seres débiles. No se podía pedir más. Novelli no debió extrañar si en ese momento un público demasiado nervioso no hubiera aplaudido. Al concluir la escena no se podía aplaudir, era preciso descansar".

Contaba el general Mansilla que Clara fue la hija mimada de don Mateo García de Zúñiga, señor feudal de Entre Ríos, personalidad avasallante de la Confederación y hombre de fabulosa fortuna. Al enemistarse con Urquiza se traslada con su familia a Montevideo. El arquitecto Raffo le construirá una suntuosa residencia algo lejos de la ciudad, en la zona veraniega de los alrededores. Será la enorme casa sobre el Puente de las Duranas donde está hoy el Museo Municipal Juan Manuel Blanes: una "villa" en estilo italiano con una serie de pórticos que la envuelven, amplios salones con puertas que se abren al parque o al estanque central, un mirador desde donde se sigue el curso del arroyo y se le ve desaguar en la bahía de Montevideo. Era la casa de verano de la familia: allí nacerá Roberto de las Carreras. El año transcurría en la residencia de la calle Treinta y Tres, transformada en un centro mundano al que concurría la élite montevideana y porteña, donde le sobrevendrá a don Mateo la larga y tenaz enfermedad que acrecentó hasta extremos de rabiosa devoción el amor de su hija Clara quien vivió todo el tiempo de la enfermedad y muerte en la habitación de su padre.

En 1859, Clara, que sólo contaba quince años, se había casado con José Maria Zuviría; no bien transcurrido un año comenzó la que un descendiente actual ha llamado "una tragedia shakesperiana": una historia de odios y amores desbordados que estrujó a una familia y arrastró en el debate violento a la sociedad entera de la época. Don Mateo rompe relaciones con su yerno acusándolo de difamar a su suegra de quien Zuviría habría dicho en público que lo había requerido de amores y desde entonces se rompe la vida familiar. A partir de ese momento, y por años, las cuatro figuras centrales del panel -don Mateo, su esposa Rosalia, su hija Clara y su yerno José M. Zuviría- entran en pugna, en el más delirante estilo melodramático, se acercan y repelen con tremendas frases, instauran bandos acervos a los que se incorporan las mayores figuras de la política, el comercio, la religión y las letras de los dos países del Plata. En Gualeguaychú aguarda a quien quiera escribir esta novela faulkneriana, el nutrido archivo familiar que ordenó cuidadosamente un bisnieto de don Mateo: Hugo Mongrell. Clara termina por abandonar a su esposo llevándose a sus dos hijos; su esposo la conmina a devolvérselos, se abre un ardiente pleito ante los tribunales y, aprovechando de sus amistades en el gobierno y del descrédito que la vida impetuosa a que se ha entregado Clara le han concitado, Zuviría rapta a sus dos hijos y se los lleva a Buenos Aires. Esto ocurre mientras Mateo García de Zúñiga agoniza clamando contra su yerno. Su muerte acelera tanto el alejamiento entre madre e hija como la vida impetuosa de Clara, quien no sólo ha de mantener relaciones públicas con diversos prohombres del siglo pasado, entre ellos el secretario de Leandro Gómez, en Paysandú, Ernesto de las Carreras, padre de Roberto, sino que llegará a afirmar en texto judicial que nunca ha negado su cuerpo a quien le gustara.

La exacerbación de las relaciones familiares tiene expresión contundente en el testamento que doña Rosalía Elia de Zúñiga redacta a comienzos de enero de 1877 y donde bajo las formas protocolares arde la brasa del rencor y el dolor. Hablando de su hija Clara dice allí: "Esa falta de armonía tanto con esas personas como con todas las que forman la familia y amistad de ella, tiene su desgraciado origen en la influencia que en otro tiempo ejerciera sobre el ánimo de mi hija, su esposo, quien en vez de alimentar el alma de la que eligió por compañera con los nobles y elevados sentimientos con que se formó, ha infundido falsas ideas procurando por todos los medios, aun los más indignos y reprobados, implantar en ella el odio, no sólo contra los que la dieron el ser, sino contra toda la familia y amistades, y aun contra él mismo, y ese fruto amargo que ha tenido el triste privilegio de recoger en mayor escala que nadie, acabara mi existencia doblemente porque he tocado la triste realidad de que todos mis esfuerzos para extinguir o al menos neutralizar sus efectos, han sido inútiles para con mi hija que en todas ocasiones rechaza las más caras y delicadas afecciones con que la llama y brinda mi corazón de madre amorosa. Esta manifestación de mis sentimientos, no la haría si no creyera que en un acto tan solemne como éste debo dejar consignado y explicado a mis queridos nietos, para cuando tengan capacidad suficiente, cuánta amargura y cuántos trastornos nos ha causado a la familia el proceder de su padre, quien sin duda no midió bien sus consecuencias por falta de talento o las calculó exactamente con sobrada y refinada crueldad".

Desde la muerte de su padre, Clara, en el apogeo de su belleza juvenil -tiene entonces veintiocho años- se transforma en la figura más llamativa de la "high life" montevideana: cruzaba la ciudad en su volanta descubierta, mantenía palco en el Solís, acudía a los centros elegantes, gastaba una fortuna en su atuendo personal, iba acompañada de un hombre que no era su marido para frenética comidilla de lo que su hijo llamaría la "aldea". Se la vio cambiar de amante, se la vio embarazada, se le conocieron hijos de diversos padres. A la fecha del nacimiento de Roberto (1873) había entrado en posesión de la herencia de su padre y daba ya señales de enajenación. Los diarios montevideanos contaron un día de 1874 la extraña aparición de una mujer casi desnuda, en una ventana del lujoso Hotel Oriental, quien comenzó a arrojar a los transeúntes las libras esterlinas que llevaba en una bandeja. Todavía mantiene ásperos pleitos por su fortuna, buena parte de la cual pasa a manos de los abogados (el Dr. Carlos Pelligrini cobró en la época por su intervención sucesoria la cantidad de $ 250 .000), y a la muerte de su madre, sola, rodeada de hijos pequeños que van pasando a manos de familiares, sobreviviente de un tumultuoso drama familiar, su creciente enajenación mental adquiere rasgos tan disonantes que concluye siendo recluida. Terminará sus días en la estancia de Farrapos de uno de sus yernos; sus nietos la evocan como una figura patricia, dulce y afectuosa, que gustaba tocar al piano el repertorio de la operística italiana y bordar inacabables pájaros y flores en largos cañamazos que iba enrollando.

Esta es la historia que Roberto de las Carreras decide asumir públicamente y esta es también la infancia y adolescencia que le dispuso la vida. No sólo es confesadamente fiel a esa historia; parecería que quiso reiterarla, revivirla en sí a modo de desagravio e incluso asumir la enajenación de su madre con su propia locura. Pero en sus primeros años todavía pesa sobre él como una sombra vaga. De 1890 a 1895, o sea entre los 17 y los 22 años, edad en la cual parte a Europa, no bien recibida la parte que le corresponde de la herencia de su padre Ernesto de las Carreras, fallecido en Buenos Aires, Roberto es simplemente un estudiante, un poeta, un aprendiz de dandy, un muchacho entusiasta lleno de humor y vida. Esto es más visible en sus escritos juveniles que sus pregonadas neurastenias y desequilibrios emocionales.

Su gran amigo de la primera época fue Carlos Vaz Ferreira. Fue el condiscípulo a quien admiró y quiso con una entrega, afectuosa, impulsiva, bien propia del muchacho necesitado de cariño que era. En Al lector, confiesa:

Mi amigo Vaz Ferreira (al cual he dedicado
este libro, y con quien hace tiempo he pactado 
que nos dedicaremos
todo lo que sin duda alguna escribiremos)

y efectivamente, no sólo Al lector sino también su anterior y primer libro, Poesía, está dedicado al joven filósofo uruguayo con quien compartía lecturas y descubrimientos poéticos.

Aunque en una carta a Torrendell declara que su novelita Amigos publicada en el folletin de "La Razón" en 1894 "no tiene clave alguna, es pues inútil que la busque", es evidente que en ella se refleja, tal como afirmaba su crítico, "la vida de nuestra juventud literaria" y que, como las restantes obras de Carreras, está penetrada de materiales autobiográficos, apelando a datos y referencias de su vida corriente y trasladándolos casi sin retoque a la literatura. Contando que había planeado un drama, explica con llaneza que él es su protagonista y sus amigos los restantes personajes: "En el acto primero /ya he hecho mi aparición, erguido en cuerpo entero,/ con dos amigos más. Y recuerdo recién/ que uno era Vaz Ferreira; el otro, no sé quien".

La novela Amigos y los poemas que escribe en estos años, así como los cuentos que por la misma época compone Vaz Ferreira y sus primeras anotaciones sobre temas de estética y retórica, deben verse a la luz de esta relación intelectual y amistosa, esta convivencia del aprendizaje del arte. Como Raúl y Alberto, de Amigos, es posible que discutieran muchas veces las silabas de un verso y que fuera Vaz Ferreira quien exigiera con más rigor la exacta mensuración: "Como entonces Alberto estaba definitivamente investido del mando, empezó a criticarlo. Se hizo su mentor poético. Empezó por las faltas métricas. Raúl medía mal, y Alberto que antes se limitaba a hacer signos de aprobación, pero sin hablar, comprometiéndose lo menos posible, tenía a cada verso incorrecto una contracción del rostro, y un ligero fruncimiento del labio". Probablemente en estos, a veces, ásperos enfrentamientos, Carreras va adquiriendo su pasmosa destreza en el uso del alejandrino: los dactílicos, los trocaicos y aun el alejandrino a la francesa, tan raro en español y que el propio Darío utilizara con discreción ("ya es hora de partir, buen pirata, ya es hora") se transforman en su sistema expresivo natural. Aprende a contar historias en alejandrinos al mismo tiempo que Vaz Ferreira va escribiendo su ensayo sobre la percepción métrica (que recogerá en Ideas y Observaciones, 1905) en su mayoría consagrado a las distintas formas del alejandrino, incluyendo ejemplos tomados a Al lector; sospecho que el artículo anónimo sobre temas métricos que precede la publicación en "El Día" del poema de Carreras "El ratón y el remordimiento" (24/junio/1893) es de la pluma de Carlos Vaz Ferreira puesto que sólo él en aquel momento podía hacer en Montevideo un análisis tan técnico del alejandrino francés y sólo Carreras podía intentar, de consuno con su amigo, la aplicación al español de ese ritmo que practicara Iriarte:

Me creía feliz, pues el remordimiento
no venía a turbar ni aún por un momento
la paz que disfrutaba. Había yo sentido...

Si su primer libro es un amasijo de las influencias escolares, donde Bécquer se codea con Campoamor y Núñez de Arce y donde la tirada romántica remeda a Víctor Hugo y a Musset indistintamente, en él también es perceptible el afán agresivo típico de la búsqueda forzada de la originalidad que algún crítico asimiló a la presencia de Stecchetti o Junqueiro para zaherirlo: "Es de sentirse que un joven empiece su carrera literaria bajo tan malos auspicios. Tiene un concepto equivocado de la originalidad y del realismo en la poesía, y así ha imitado de Stechetti el romanticismo necrófilo y sensual, de Guerra Junqueiro las imprecaciones anti-religiosas y anarquistas, pero ni del uno ni del otro ha tomado la belleza de la forma que da atractivo a sus versos.

En Al lector en cambio domina el escepticismo, el subjetivismo frenético y la inestabilidad, dentro de las coordenadas de una estética que todavía Montevideo no sabe que se llama "modernista". La actitud de Roberto de las Carreras se emparenta mucho con la del Raúl de su novelita: "En Raúl el amor a la literatura era una pasión neurótica, enfermiza, llena de cansancios y de dudas. Cuando escribía había dentro de él dos personalidades, una de las cuales reía al ver escribir a la otra, y a menudo se preguntaba si no era ridículo, profundamente ridículo, empeñarse en ser grande, cuando bastaba levantarse tan poco para verlo todo pequeño. Por otra parte su vanidad lo empujaba a escribir, hacer algo para poder tener la satisfacción de admirarse, y solamente cuando el trabajo se apoderaba de él como un deleite supremo, se veía libre de aquella angustiosa sensación de duda, de aquella ansiedad de todos los momentos, parecida a una necesidad física de respirar". Estas sensaciones las conoce ya Carlos Reyles; muy pronto las experimentará Horacio Quiroga, en su "Cuento sin razón pero cansado" y Julio Herrera y Reissig: es la sensibilidad maldita del fin de siglo, la zambullida en el psicologismo, la búsqueda de los estados fugitivos, mórbidos, el desdoblamiento de la personalidad y la enajenación del yo que signan al modernismo.

Pero no son solamente letras lo que descubre Roberto de las Carreras al entrar a la vida. Desde luego encuentra la sensualidad, y lo hace con un constante sentimiento de insatisfacción, porque ella, tan trivial y al alcance de la mano adinerada en una ciudad pequeñita, no colma las ambiciones literarias, las ilusiones de algo grande, refinado y original. Quizás la descripción de la vida libertina del Raúl de su novela también pueda traerse aquí como indicio:

"Recorría con sus amigos la prostitución más baja, y mientras los otros, unos cuantos cretinos que había elegido para que lo acompañaran en sus orgías, e emborrachaban prosaicamente, él tenía sueños de idealismo que le inspiraba su vino romántico, sobre el lecho de las prostitutas de la calle Santa Teresa. Aquella manera de ahogar la desesperación en el libertinaje era completamente literaria, como todo en él. Pensaba en el Don Juan de Guerra Junqueiro, en Rolla, y en algunos otros a los que quería parecerse ahora".

Todo esto era poco y aun era nada. Ansiaba una vida elegante, con sensaciones refinadas, tal como se contaba en las revistas ilustradas que venían de París, y se sentía ahogado por la chatura de la. pequeña ciudad de comerciantes que era su Montevideo natal. Si en la calle Cerro, entre Buenos Aires y Reconquista, se abría un café concert, allá iba presuroso, máxime porque se llamaba, suntuosamente, el "Odeón", y disfrutaba de la alegría popular del ambiente, de su espontaneidad, y de una pequeña chispita que le hacía semejarse a Europa. Si se enamoraba ardientemente, lo haría de una "italiana" que se presentaba a él aureolada de la fascinación del exotismo transatlántico. Si Novelli llegaba con su compañía al Solís corría a admirarlo, escribiendo ditirambos sobre su arte y fastidiándose como un chico cuando el gran actor no lo recibía en el hotel.

Era débil, de escasos músculos. Muy preocupado por su defensa personal, se incorpora a los círculos de armas de la ciudad. Aprenderá esgrima hasta transformarse en un experto, o al menos permitirá que se difunda esa fama por la ciudad. Entonces conoce a Athos di San Malato que tenía casi su edad y había venido en jira al Plata junto con su padre. La misma admiración tumultuosa que tuviera por Vaz Ferreira la experimenta ahora por este italiano "sdegnoso"; escribe sobre él artículos laudatorios, se ensarza en polémicas para defender su estilo contra los tradicionalistas, y cuando él parte le asegura al abrazarlo que pronto se verán en Europa. Su obsesión es entonces partir: ir a encontrarse con su querido amigo "con quien piensa formar una sociedad "a vita e morte", que será como la que formó el Athos de la novela con el caballero D'Artagnan".

Después de muchas idas y vueltas, que él publicita en verso, recibe la parte correspondiente de la herencia de su padre. En posesión de ella, se resuelve:

Inesperado, como cosa mía, 
en un segundo resolví mi viaje. 
Me iba, sencillamente, al otro día. 
Un diario dijo así: "Compró el pasaje 
a las tres. Tuvo pronto el equipaje 
a las cinco. A las seis se despedía".

Sus años europeos los contó en cartas chispeantes para los amigos y en crónicas de viaje para el público que remitía a "El Día". Confesó aburrirse, un poco a la manera de Quiroga en París, pero dejó que se difundieran indiscreciones eróticas que perfeccionaban su fama donjuanesca: amores con la Bella Otero; con una "cocotte" que le había birlado a Alfonso XII; el ingreso, disfrazado, en un serrallo argelino, etc. A través de sus crónicas se nos muestra envuelto en "spleen" como un héroe beaudelairiano, más curioso de seres humanos y de pequeñas aventuras cotidianas que de monumentos u obras de arte. En todo caso, tres años después, al desembarcar en Montevideo con un espléndido equipaje, venía transformado en el perfecto "dandy" y ya había compuesto enteramente el personaje que en adelante representaría ante los ojos atónitos de los montevideanos. En ese lapso había muerto su madre, su riqueza y seguridad económicas parecían aseguradas, su aprendizaje del refinamiento europeo estaba hecho. Ahora le correspondía dominar a los uruguayos.

Vestía paletó impecable, chalecos de fantasía totalmente desconocidos como uno que hizo famoso, con dos dragones bordados en oro sobre seda celeste, sombrero flexible que impuso, altos cuellos duros que le imprimían un gesto desdeñoso, corbatas de exquisita factura que se hacía fabricar muy largas para arrollarlas varias veces al cuello y luego cruzarlas en una moña esponjosa, polainas relucientes, un bastón cimbreante que muy pronto se supo era un disimulado estoque. Puso residencia en el Hotel des Pyramides que, venido a menos, sigue existiendo en la esquina de las calles Sarandí e Ituzaingó, alhajó sus sus habitaciones con muebles "made in France", ordenó su biblioteca de raros textos poéticos y eróticos, y minuciosamente se dedicó a aterrar a sus compatriotas.

Hacía una vida que entonces se adjetivaba como "sibarítica" y que en una ciudad tan reducida como Montevideo -sumándole pueblos alejados como el Cerro y el Paso Molino apenas alcanzaba los doscientos mil habitantes- muy pronto adquiría sabor doméstico. Se levantaba tarde, pero no tanto como para no encontrarse con las jovencitas que salían de la Matriz luego de la misa, provocando su rubor y la indignación de las matronas que las custodiaban: tenía establecida tertulia en el café Moka (Sarandí y Bartolomé Mitre) donde ocupaba una mesa junto a la ventana rodeado de sus "secretarios" y admiradores y donde dictaba sus obras, pues decía no consentir al bajo menester de escribir, salvo la correspondencia muy privada; concurría a la Confitería del Telégrafo, a la librería Barreiro y Ramos que estaba enfrente, a los hoteles de la "high life" (Oriental, Pyramides, Lanata, y nada más), a los clubes aristocráticos como el Uruguay; paseaba por Sarandí y a veces por 18 de Julio pero ni un paso más allá de la plaza Cagancha donde concluía, según afirmaba, la precaria civilización nativa; hacía tertulia en "El Día" más que por amistad con Batlle y Ordóñez, por su fraterno cariño a Arturo Santa Anna y era en ese diario "izquierdista", para cuyo sostenimiento proporcionó fondos, que se publicaban con pasmosa condescendencia sus "locuras" literarias; de noche no faltaba al Solís donde la ópera italiana ganaba continuas batallas, y hasta paseaba por la plaza Independencia donde acababa de inaugurarse la iluminación a gas que había provocado este gritito de un periodista de "El Siglo": "igualito a un claro de luna"; también puede ser que frecuentara la calle Santa Teresa que ya entonces era rica en legítima carne francesa, pero todo esto era lo menor y cotidiano: lo importante era la seducción de mujeres casadas, central ocupación a que consagró sus bien rentados ocios, haciéndose el portaestandarte del "amor libre" según una confusa teoría de los libertarios del siglo XIX que este dandy del 900 utilizó para conferir seriedad a su apetencia de escándalo.

En 1900 se publica el primer testimonio de su fracaso amoroso -eso serán uno tras otro los folletos que editará en adelante- ofreciendo el invariable módulo de su creación literaria y también la perfección de su prosa modernista. El librito no cuenta otra cosa que su frustrado intento de seducir a una mujer casada a quien esconde bajo el aristocrático nombre de Lisette d'Armanville, a quien dirige páginas de barroco erotismo como una ofrenda inusual que, según él, hubiera hecho que cualquier otra mujer que no fuera uruguaya se arrojara en sus brazos, y de la cual en cambio sólo recibe este billetito mal escrito: "Si se atreve Ud. a escribirme una sola letra más y a fastidiarme con sus asquerosas y estúpidas insinuaciones, se lo diré a mi marido para que le dé a Ud. el castigo que se merece". Tal vulgaridad bien se merecía la venganza literaria que fue la obra.

El libro resonó como un pistoletazo en la siesta montevideana y con él quedó completada la personalidad maldita de Roberto de las Carreras. Se trataba de un ultraje a una mujer casada cuya realidad el autor no necesitaba pregonar porque era de todos conocida; se trataba además de un ultraje a las mujeres uruguayas, estudiadas fríamente como ejemplares de una fallida raza erótica: "Las mujeres de Montevideo, apenas casadas, se hinchan, revientan las líneas, descomponen las formas de su cuerpo. Y parecen tan complacidas, su mirada es tan dulce que no se puede menos que suponerlas echadas de una lujuria suculenta, repletas de un gozar glotón que las engorda"; se trataba además de un descocado intento para propiciar un erotismo directo, sensual, sin apelaciones líricas ni deliquios sentimentales. La descripción de las mujeres en el paseo, definiendo su carácter por las formas de sus caderas, es un modelo de la literatura de "voyeur"; y es probable que la descripción física de la Lisette d'Armanville y de las ensoñaciones eróticas del autor hayan provocado la excitación de muchos lectores, no acostumbrados a esta lujuria verbal que venía siendo cultivada desde los naturalistas franceses.

El escándalo le valió un admirador de primera línea: Julio Herrera y Reissig. En "La Revista" analizó mejor que nadie el texto, comenzando por una exaltación del autor: "Roberto de las Carreras es un sibarita que sienta mal en el rebaño burgués de nuestros literatos". Julio admira en primer término los primores de la edición ("el libro es garboso y aristocrático como un guante"), inicial ejemplo de lo que serán las impecables publicaciones de de las Carreras armonizando contenido y continente hasta lograr una unidad de decadente refinación; en segundo término admira su "elegancia y sensualidad":

"Estos dos atributos, que forman la conjunción sublime de los atractivos de Sapho, componen el tejido mórbido, blanco, consistente y elástico de tan hermoso libro; es Citeres bañada en champagne; es una bacante de Pompeya mirándose en el espejo de una cisterna. Hay algo de cínica ingenuidad y de orgullosa franqueza en esas páginas zahumadas con mirra de harenes y escritas con sangre de cinamoros". Entrando también él en la liza, razona la indignación que ha provocado en el medio burgués y contribuye al escándalo: "Roberto de las Carreras ha ornado su libro para que millares de verdugos lo arrojen al fuego, como antiguamente en la India se enfloraban las mujeres destinadas al sacrificio. Y a fe que no merece honra más luminosa. La indignación de los cónyuges brama como la  ". "¡Amigos de hipocresía, acompañadme en el acto de celebrar el sacrificio de un libro el más inmundo y el más hermoso que se puede ofrecer a Satanás!".

No se necesitaba más para que Roberto de las Carreras concurriera a la casa de la futura Torre, el altillo de la calle Ituzaingó donde Julio Herrera y Reissig aposentaría su cenáculo, y le consagrara la fraternidad amistosa que antaño dispensara a Vaz Ferreira, a Athos di San Malato, a Arturo Santa Anna aunque ahora desde la altura de su magisterio. La alianza de los dandys quedaba establecida y comenzaba ahora la lucha contra la mediocridad montevideana en nombre del "amor libre", lucha que tendría apenas cinco años de vida. De las Carreras le presta a Julio el ejemplar de Samain que más tarde, cuando la pelea entre ambos por la propiedad de una comparación ("el relámpago luz perla que decora su sonrisa") le autorizará las frases cáusticas sobre "Samain prisionero en el armario" (junto a las otras sobre "los diez años de servicio de sala" por el prolongado noviazgo con Julieta) y además encara con él la realización de algunos de los libros escandalosos que diariamente dictaba a sus secretarios en el Moka, interrumpiéndose de pronto para tararear una melodía vaga que explicaba: invoco la palabra", "silencio, busco el vocablo". Entre esos libros estaba la Antología de la aldea, crítica de escritores, El sátiro, que al parecer narraba con fruición la vida privada de muchos uruguayos, dícese que incluso la de Batlle y Ordóñez, y Fuego sobre el Ateneo, ambicioso volumen referido al "amor libre" y del que llegó a adelantar un escrito ocasional, Don Amaro y el divorcio, publicado con motivo del escándalo que de las Carreras y otros anarquistas promovieron en el santuario ateneísta, echando de la tribuna al Dr. Amaro Carve que dictaba una conferencia contra el proyecto de ley de divorcio y reemplazándola con un alegato por el "amor libre".

Simultáneamente Julio Herrera y Reissig, incitado por su nuevo aliado, acometería la redacción de un tratado de psicología social sobre los uruguayos donde recogería toda suerte de historias privadas y razonaría la hipocresía, la inmoralidad, las secretas miserias de sus compatriotas. Sus textos, nunca publicados, respiran admiración por Roberto de las Carreras, y en particular por su libro: "Se debe saber que algunas uruguayas no se disgustaron de "El Sueño de Oriente". Mientras los hombres se enfurecían, ellas, en secreto, enviaban por el libro a un mensajero de confianza. Casi no faltó una que no leyese el divino sueño a horas en que el esposo no las veía. ¡Ojo maridos! Varios señores aconsejaron a una casada que no leyera tal obra por ser un libro monstruoso. Ella no hizo caso y por el contrario se nos afirma que lo halló del todo bien. ¡Un aplauso a la señora! ¡Mis felicitaciones a Roberto!".

Los proyectos de ambos se conocieron de inmediato. Oscar Tiberio desde Buenos Aires los mandaba felicitar por la empresa; Carlos Reyles desde Montevideo les advertía que si se metían con él les pegaría un tiro. La inquietud cundía a la vista de las agresiones que el grupito cumplía y en las cuales Roberto de las Carreras era jefe de avanzada. Las polémicas en los diarios, los desafíos a duelo -con la amenaza pendiente de su habilidad de esgrimista- las rencillas, las provocaciones sensuales comenzaban a ser persistentes. Se propagó la alarma y desde luego se acentuó la resistencia por parte de otros sectores intelectuales, pero todo eso se convertía en agua del mismo molino y acrecentaba la publicidad del grupo de adalides del "amor libre".

En "El Tiempo", Álvaro Armando Vasseur escribió una silueta muy agresiva de Roberto de las Carreras. Sin citarlo lo definió así: "Tipo de intelectualoide, pervertido por algunas malas lecturas indigeridas, que suele eructar, algunas veces en folletos que ni siquiera llegan a la mediocridad. Tipo afinado por el ensueño, viciado por el ocio, corroído por la vanidad, todo rubio de egolatría y siempre mecido por prolíficos sueños de autograndezas". Si la espada de Roberto de las Carreras era temible, no lo era menos su lengua y su pluma, cuando asumía la actitud de polemista. La impunidad con que manejaba el insulto, la violencia con que irrumpía en vidas privadas y acumulaba, si no verdades, al menos impudicias, harían de él uno de los más virulentos y temibles polemistas orientales. No era necesaria la ayuda de Julio Herrera y Reissig, en el enfrentamiento con Vasseur, para que redactara una de las más virulentas y literariamente más perfectas formas de la infamación que conozcan nuestras letras:

"Armandito Vasseur a quienes todos conocen en Buenos Aires por los deliciosos epítetos de Ovejita, Cachila, Ovejita loca (Florencio Sánchez), Sulamita, y a quien todos se permiten en aquella ciudad palmearle mimosamente las caderas y darle besitos en las mejillas; Armandito Vasseur, una síntesis de tilinguería, un tonto célebre, un arquetipo de la estulticia, un ingenuo, un pobrecito hablador, un bebé literario, un biscuit, un paraninfo, un alienado inferior, "un vate", un guaranguito de extramuros, un palurdo, autor de estafas, un mandria, un ex-despachante de un almacén de bebidas de la calle Agraciada, que ha pretendido echarla de bastardo adulterino fingiéndose hijo del vizconde de Lautreamont, y acusando a su madre de un delito que se halla fuera de la jurisdicción de las villanas; un titiritero de la gacetilla, arrojado de "El Tiempo" por inepto, echado a patadas de "El Mercurio de América", de quien se ríen en Buenos Aires las mujeres, en su propia cara, aludiendo picarescamente a su falta de sexo; un pordiosero del amor, desairado una y mil veces por una señorita de Montevideo a quien ha dedicado versos revulsivos: ejemplo, los desechados en el concurso que hubo de ser, y que acusan en su autor un microcéfalo indigno; andrajo fisiológico, lisiado por bajos erotismos, molusco plebeyo, sietemesino ridículo, producto miserable de la inercia matrimonial, en cuya fisonomía hebeté está incripto el bostezo trivial con que fue engendrado; abrumado por una herencia patológica de tarambanismo, en el último grado de la tuberculosis intelectual, modelo de raquitismo, príncipe de los granujas, estólido palafrenero, efebo inmigrante, que ha llegado a Buenos Aires corrido por el manoseo de ironía que le prodigaron hasta saciarse, hasta hacerlo llorar, Rubén Darío, el titeador de Rodó; Lugones, Fray Mocho, Ezcurra, Jaime Freyre, Oliver, Ugarte, Estrada, Geraldo, Ingenieros, Arreguine, Naón, Ortiz, Noé, Berisso, Goycochea Menéndez, Payró, Tiberio, Riu, Sumay, etc. -acribillado de risa en el Rosario y en la Plata, pateado, golpeado, insultado, ultrajado hasta por los tipógrafos de las imprentas. de Buenos Aires; secretario cafften de Payró, camarero de Rubén Darío, cuyo ridículo en Buenos Aires corre de mano en mano y es tan familiar como cualquier monumento público; -Armandito Vasseur ha tenido la inconsciente osadía de provocarme".

Es comprensible que este régimen de insultos provocara el azoro cuando no la indignación de las gentes sensatas de la ciudad. Abundaron las quejas y al sucederse los incidentes -por ejemplo el de Cheroni- no faltó quien reclamara un psiquiatra que internara en el manicomio a Roberto de las Carreras. Este tenía a su favor la muy viciosa inclinación de sus compatriotas por la chismografía y la elegancia de sus gestos que provocaban la diversión de los más, entre ellos quien llegaría a ser presidente de la República: José Batlle y Ordóñez.

A las polémicas, los desafíos, las frases cáusticas que corrían de boca en boca cuando no aparecían escritas en los retretes de los cafés de moda, se sumaron los incidentes personales. Algunos simplemente subrayaban los escándalos de la "belle époque" ya que la sociedad montevideana estaba mucho más cargada de adulterios, homicidios y variados lances de honor, de lo que ella misma estaba dispuesta a reconocer. Los que se batían e injuriaban no eran sólo los poetas, sino mucho más frecuentemente los políticos, o los prohombres del foro y de los ambientes mundanos. En estos incidentes Roberto de las Carreras encontraba siempre un pretexto adecuado para participar. Así ocurrió en uno de los más sonados escándalos de la época que protagonizaron las principales figuras del país. Me refiero al doble asesinato del Hotel del Prado donde murieron Celia Rodríguez Larreta y su marido, Latorre. Celia, en el decir de la época, había sucumbido a los encantos de un joven abogadito algo donjuanesco, llamado Luis Alberto de Herrera, lo que había provocado el distanciamiento de los esposos. Por mediación de Teófilo Díaz, el muy gourmet, muy gentleman Tax, que fuera embajador, ministro de la Suprema Corte de Justicia, y siempre causeur chispeante y articulista mundano, se logró la reconciliación conyugal. Los esposos fueron a pasar la noche de la reconciliación al Hotel del Prado y allí Latorre asesinó a su mujer. No bien enterado, en las primeras horas de la mañana, Teófilo Díaz corre al lugar del hecho y, abalanzándose sobre Latorre lo balea. Eso le valió a Tax la reclusión perpetua en una quinta de las afueras de la ciudad, aduciéndose insana y en verdad tratando de ahorrar a una de las personalidades del país la cárcel a que obviamente debía ser condenado. De este hecho saldrá aquel famoso editorial de Batlle cuando Luis Alberto de Herrera lo acusó de tener miedo con motivo de las honras fúnebres a los mártires nacionales, imputación a la cual contestó el entonces presidente de la República con un suelto titulado "¿Quién dijo miedo?" y donde se encuentra la alusión a la muerte de Celia Rodríguez Larreta en el Hotel del Prado años antes: "¡Oh tú, bellísima e irreflexiva niña, que no tuviste a tu lado un varón fuerte en los días de peligro, como lo habías tenido débil en los de la falta, álzate de tu olvidado lecho de piedra y dinos quién dijo miedo! ".

En 1904 el suceso conmueve a la ciudad y los anarquistas lo utilizan para encarecer sus tesis sobre el "amor libre". Un periodista de la época, Francisco Caracciolo Aratta comienza el elogio del Tax justiciero, con esta frase: "Una víctima más ha caído ultimada por la brutalidad del macho antropoide", y ni corto ni perezoso aprovecha para poner un aviso a favor de la ley del divorcio: "Hay que desligar el crimen de las cosas del amor. La sanción de la ley del divorcio absoluto se impone, si no queremos ver que las libertadas hermosas caigan bajo el plomo feroz del primer tipo lombrosiano que se les presenta con el contrato matrimonial en una mano, escondiendo el revólver homicida en la otra, crispada de nerviosismos criminales". En la noche del velatorio, en casa de los padres de Celia donde había sido erigida la capilla fúnebre dentro del estilo propio de su tiempo que consistía en revestir las paredes de colgaduras negras y cubrirlas de flores naturales, se abre paso entre la concurrencia Roberto de las Carreras, custodiado por dos de sus habituales secretarios. Llegado frente al féretro comienza una declamación rítmica: "¡Yo te arrojo todas mis rosas helénicas, oh amante arrebatada a la gloria del Beso! No se concibe que una mano sacrílega haya podido herirte. El ara de los dioses ha sido profanada y el Olimpo está triste". Se trata de la Oración pagana, cuyas hojas va dejando caer sobre el féretro, a modo de homenaje póstumo, para luego retirarse solemnemente seguido de sus acólitos.

Pero esto ocurrió en 1904 y estábamos hablando de 1901, de la agresividad de entonces. Sus muchos enemigos brincaron de entusiasmo el día de octubre de ese año en que leyeron el edicto que anunciaba la boda de Roberto de las Carreras con la Srta. Berta Bandinelli. El "amante de nacimiento, hidrofobia de los maridos, duende de los hogares, enclaustrador de las cónyuges, sonámbulo de Lisette", se disponía a casarse como "cualquier pobre uruguayo que va a cumplir ceremoniosamente su misión prolífica en las cabañas de la sociedad". El mismo día de la boda, Roberto de las Carreras publica uno de sus textos magistrales en el diario anarquista Trabajo, bajo la forma de carta a Julio Herrera y Hobbes (ex-Reissig) explicando los motivos de su actitud. Allí cuenta los amores ilegales que desde hacia cuatro años mantenía con una medio pariente suya, Berta Bandinelli, y la necesidad de casarse para evitar que su amante, que era menor, fuera internada en el Buen Pastor y, de paso, se perdiera la fortuna a que tenía derecho. Concluye pidiendo la absolución de Julio, "Lucifer de Lujuria, hermano mío por Byron, Parca fiera del país" y fechando su carta en la "Toldería de Montevideo". Con una jugada casi genial se había adelantado al rumor hilarante de la ciudad y asumiendo públicamente la situación, explicando sus motivaciones internas, volvía a ultrajar la moral ambiente y de algún modo, sobre el filo del ridículo, ganaba la batalla. Estas batallas, en verdad, cada vez le costaban más. Le esperaba otra, la más difícil de todas, que sería la coronación de su aventura.

Menos de un año más tarde, al regresar repentinamente de Buenos Aires llamado por un presentimiento, de las Carreras, como un Napoleón cualquiera dice haber encontrado a la esclava de su lujuria en el lecho con otro hombre, que, para mayor absurdo, tenía su mismo nombre: Roberto. Vuelve a funcionar su particular sistema de asumir desembozadamente la situación, pasando violentamente al ataque de la sociedad, sistema al que le debemos un libro sin par en la literatura uruguaya: Amor libre, interviews voluptuosos con Roberto de las Carreras. A esta altura conviene aclarar que nadie sabrá nunca lo que realmente ocurrió ni importa, dado que Roberto de las Carreras sustituyó toda posible interpretación fiel de los sucesos con un hilarante relato que hizo aceptar a la ciudad. Comienza por insertar varios avisos en los diarios revolucionarios dando cuenta de lo ocurrido en su propia cama, y anuncia como de inmediata aparición un folleto especialmente dedicado al asunto. Trabajando contra reloj, jaleado por el entusiasmo de los diarios anarquistas que ven en este hecho el ansiado desmoronamiento social, consigue que el 25 de agosto se distribuya en Montevideo, durante las festividades patrióticas y se lea hasta de noche en el teatro durante la función de gala del Solís, la edición extraordinaria de "La Rebelión" que inserta el primero de sus "interviews voluptuosos".

Es un texto escrito apresuradamente, plagado de incorrecciones, no sólo de erratas, y mostrando la insuficiencia de la escritura corriente de Roberto. Ya Julio Herrera y Reissig había observado, respecto a Sueño de Oriente, la presencia excesivamente notoria y tenaz de la elaboración estilística: "el escrupuloso pulimento y exagerada presunción de los períodos que dicen, a voz de cuello, que han sido trabajosamente humillados por la lima y el cincel". Esta elaboración, este constante manoseo de las formas, concluirá dando un estilo impostado, hueco y retórico hasta lo insufrible. Es el resultado de un criterio armónico que busca "el período redondo, musical, lleno, marmóreo, estatuario" y que se alcanza por una infatigable corrección. Cuando escribe de modo apresurado su estilo está más cerca del habla común y sobre todo de los errores de sintaxis periodística. Incluso hay diferencias sensibles entre el primer interview publicado en "La rebelión" y su segunda versión bajo la forma de libro. En el primero hay desbordes que luego fueron atemperados. El autor no vacila en afirmar que "los cornudos abundan mucho en Montevideo; los hay hasta en los Directorios de los partidos", o, aludiendo a su homónimo, explica que al pegarle, "el paraninfo, muy conocido por su condescendencia de invertido sexual entre los muchachos alegres, se escurrió aterrorizado entre las sábanas".

Nada deja de ser contado en este interview; su llegada repentina, su hallazgo de la mujer "in fraganti", su incapacidad para reprimir al "cavernario", y las opiniones de la "musa del amor libre" sobre las capacidades amatorias respectivas del amante y del marido: "Según ella ha confesado con admirable desenvoltura a uno de mis amigos que la interrogó audazmente, su nuevo amante: "es regular, no es gran cosa". En cuanto a mí, recuerdo que después de los transportes, de vuelta de su carrera anhelante por los Campos Elíseos de la sensación, la Voluptuosa me felicitaba en cinco idiomas distintos: ¡Muy bien! ¡Trés bien! ¡Molto bene! ¡Very well! "Schr zut!".

Los tres "interviews" que forman el libro desarrollan el proceso de la reconciliación, con una descripción bastante detallada de sus momentos culminantes, la transcripción de las cartas de la "musa del amor libre" y de sus opiniones sobre la relación sexual, las gestiones que Francisco Caracciolo Aratta y Domingo Arena cumplieron como intermediarios entre los cónyuges, algunas informaciones suplementarias sobre las costumbres eróticas en 1902, una emocionante defensa de la libertad de la mujer y una capacidad única para decir en serio las frases más desopilantes de la literatura nacional. La extraña mixtura de lo verdadero y lo falso, de lo generoso y lo ridículo, es propia de toda la época y no sólo de este texto. Hay referencias a la situación de la mujer en la sociedad de entonces cuya justicia y justeza son innegables; corresponden al gran movimiento de liberación feminista que el Uruguay traducirá en algunos textos teóricos claves (Sobre feminismo de Carlos Vaz Ferreira) y en un nutrido conjunto de leyes reparadoras. Conjuntamente hay vanidades pueriles, escenas de alcoba contadas con una ingenuidad que convoca la más espontánea carcajada, un invencible aire provinciano para contar escenas tomadas de la literatura erótica europea.

Nuestra reacción ante el texto es hija de nuestro tiempo. En la época, José Ingenieros le dirige a Roberto de las Carreras una carta extática, cargada de la pedrería modernista: "Suene mi aplauso en tu loor Roberto, paramento exquisito en las salvajes landas de la intelectualidad americana; han brotado en ellas sensitivas como Nájera y Darío; almas de artistas; robles como Andrade y Lugones, poetas vigorosos; bosques no hachados como Sarmiento, el exclusivo genio del continente; pero recién en ti han visto germinar la primera extraña orquídea capricho de Intelectualidad, voluta de Sentimiento, orquídea ajena a nuestra flora y a nuestro tiempo, que sorprende a todos los horticultores del jardín de los espíritus, ya en la sorpresa del odio, ya de la fascinación, puesto que la misma copa con que ofrendas la Estética que en ti palpita está llena de ritmos y voluptuosidades para los exquisitos y venenosos acíbares para los impotentes".

Este es el periodo de mayor acercamiento entre Roberto de las Carreras y los anarquistas, un poco propiciado por la gran confusión primisecular. Los diarios anarquistas lo elogian y reprueban las protestas de los viejos militantes que comienzan a razonar que estas locuras sexuales nada tienen que ver con los principios ácratas sobre la constitución de la familia; los dirigentes lo invitan a hablar en las manifestaciones. Así, en la celebración de Emilio Zola del año 1902, es Roberto de las Carreras quien encabeza la manifestación anárquica y quien pronuncia estas palabras: "la Asociación de la prensa rufianesca, venal y solapadamente burguesa, rastrera defensora del capital, cobarde enemiga del obrero, que constituye una liga sórdida y pusilánime para acallar la voz de todas las protestas, la Asociación de la Prensa conservadora y política, de la Prensa indígena, se ha permitido convocar al pueblo, para rendir tributo a esa gloria de la sinceridad, al defensor de Alfredo Dreyfus. Los anarquistas no podemos rendir homenaje a Zola al lado de los enemigos de Zola!

¡Deslindemos nuestro grupo! Alcemos con la palabra la bandera roja. ¡Viva Zola anarquista! ¡Viva el explosivo Zola!" Si Oscar Wilde pudo escribir El alma del hombre bajo el socialismo, no resulta tan rara grandes familias uruguayas.

Pero Roberto de las Carreras se había excedido, incluso en la opinión de sus protectores. El personaje en que se había enajenado empezaba a resultar fantochesco, y ya no gracioso, pero de él no podía volver atrás. Simultáneamente sus fondos comienzan a escasear. Es entonces que inicia su campaña para obtener un cargo diplomático, pensando beneficiarse del equipo de amigos suyos que son colaboradores muy próximos de José Batlle y Ordóñez. Es cierto que ha perdido su gran apoyo, su fraternal amigo Arturo Santa Anna, pero cuenta con la estima de otros, como Domingo Arena, y con la indulgencia de Batlle. Cuando éste asciende a la presidencia en las circunstancias complejas y de sobra conocidas que permitieron su nominación, y cuando su manera de aplicar los términos del Pacto de la Cruz provocan la movilización nacionalista acaudillada por Aparicio Saravia en marzo de 1903, Roberto de las Carreras sale al cruce de la conmoción nacional que ve avecinarse la guerra civil otra vez para dar su opinión sobre los sucesos políticos y propagandear su candidatura a la Legación uruguaya en París.

El éxito publicitario que había alcanzado con el "interview" galante de 1902 le sirve de modelo; pretende reproducirlo y, como ya está algo alejado de los anarquistas, recurre a una hoja suelta estentóreamente titulada lnterview Politico con Roberto de las Carreras y subtitulada: "Opinión del hombre de faldas sobre los sucesos de Estado". Aparte de contar allí, algo abultadas, sus tradiciones familiares, limpiando sus cuarteles de nobleza, ofrece algunas opiniones sobre los conflictos políticos nacionales que difícilmente merecerían la atención de los destinatarios y da a conocer públicamente la carta que remitiera a Batlle y Ordóñez, al ser nombrado presidente, para reclamarle un cargo diplomático. La hoja suelta debió aparecer en los últimos días de marzo de 1903 y no parece que a pesar de su afirmación de que él era "la sonrisa de ese hombre ilustre, la gracia de su gobierno" Batlle y Ordóñez se haya sentido complacido por las alusiones a sus aventuras en París y por el modo confianzudo de esta publicitada amistad con quien ya era presidente de los orientales. "Como amigo -le dice- está Ud. obligado a trocar mi reciente Waterloo galante (sólo los Napoleones tienen Waterloo) en un resplandeciente Wagram que esta vez será definitivo. El puesto de secretario me permitirá pasar triunfalmente de Montevideo al lecho de la Cavalieri, que es la hurí parisiense designada para mi rehabilitación de amante".

Conquistar los favores de la Cavalieri y obtener un cargo diplomático pasan a ser sus preocupaciones dominantes. Para ese entonces sus amistades se reclutaban entre extranjeros y sibaritas: Luis Guimaraes, que fuera secretario de la Embajada del Brasil, autor de poemas preciosistas presentados en ediciones de lujo, y a quien se le atribuían exquisiteces en la galantería amorosa; o Arturo Pozzili, director de "L'Italia al Plata" a quien Roberto de las Carreras presentaba, intencionadamente, como "laureato a l'Accademia de Sensualitá de Bologna" debido a que a Pozzili se le proclamaba introductor al país de algunas caricias audaces, las cuales, según las mentas del grupo, muy pronto habrían hecho furor entre nuestras elegantes, asimiladas a las diversas formas del "mel et lac sub lingua tua". Este ambiente libertino y extranjero contribuía a agudizar su estilo teatral para sostener su fama de dandy, pero a la vez dañaba sus posibilidades de obtener una representación diplomática.

Batlle se resiste a nombrarlo y Roberto de las Carreras le escribe cartas apremiantes. En una de ellas, de 1903, lo amenaza: "Usando de su graciosa invitación a que consultara a algunas personas sobre el fundamento de su negativa a ser Ud. mi bienhechor diplomático, fundada en razones de conveniencia internacional que provienen de mi proclamación de Anarquía amorosa (Amor Libre) he interrogado a diversos intelectuales. Estos tuvieron una sonrisa crispada, como enrojeciendo ante una afrenta personal. Por mi parte considero esa negativa como una prueba de hostilidad diplomática...

"Le envío mi declaración de guerra. Mi propósito es indisponerlo con el Comercio, con la Moral, con el Partido Blanco, con la Iglesia y hasta con la Constitución del Estado. Me adelantaré a Julio Herrera, lo que será un gesto! Yo pierdo a la Cavalieri pero lo arrastraré a la caída. En un rapto de buen humor irónico estudiaré el prisma de su personalidad, desgarrándolo con sibarítica saña... Los blancos tienen acefalía intelectual por defección de Acevedo. Mi descendencia en línea recta de Oribe, mi sangre real nacionalista, me acreditan a ocupar ese trono vacante de la oposición... Caravia reforzado por mí será irresistible. Yo seré, en el campo revolucionario, un explosivo nuevo, el explosivo Roberto ..... Me parece inútil recordarle en lo que se refiere a mis ataques contra Ud. lo mal intencionado de mi burla, el frío de mi epíteto, lo certero de mi observación". Luego de varias consideraciones sobre la ingratitud shakesperiana de Batlle agrega como postdata: "Mi ultimátum espera tres días. Mi folleto subversivo contra Ud. será traducido al italiano, al francés, al inglés y enviado al cuerpo diplomático, al Papa, a los capitalistas extranjeros y profusamente repartido en el interior de la República. Será la filoxera de un Gobierno".
Viendo perdida a la Cavalieri real decide conquistarla verbalmente. Escribe un poema de exaltación de su belleza que concluye con una invitación erótica. Es el texto más famoso de Roberto de las Carreras y una de las más bellas ediciones nacionales. Comentando poco antes un volumen decadente del "Brummel de la Embajada brasileña", Luis Guimaraes, el libro Piedras preciosas (comentario que apareció en el volumen Parisianas, 1904) de las Carreras había hecho el encendido elogio de la presentación suntuosa del volumen: "Estremecen con una fruición sibarítica de sensualismo plástico esos engarces de la idea en estuches afiligranados de papel de hilo, de Holanda, en papel de aguas, en que se dibujan como penumbras de maravillosos estanques, ornados de ibis: visiones traslúcidas de fantasías de Kioto..." Ahora resuelve hacer él una edición primorosa: grandes hojas de cartulina roja, iniciales dibujadas expresamente e impresas en dorado, textos en letras originales, una selección de fotos de la famosa Lina Cavalieri, lujosas tapas cerradas con cintas de terciopelo, sirven de envoltura a un poema en prosa donde la belleza de la actriz es cantada en ese estilo que mezcla Pierre Louys con Vargas Vila. Su momento culminante es el final "Reto a Venus Cavalieri": "Púgil del sensualismo, te desafío a la lid amorosa!" Lo anacrónico que ya resultaba su estilo y la pose discursiva, exaltatoria del autor, se define por un juicio lapidario de Horacio Quiroga en una carta privada: "Le he ojeado y resulta absolutamente estúpido".

En la misma medida en que se agudizaba su imaginativo complejo erótico, su estilo devenía ampuloso, recargado por las baratijas modernistas, ha macado por una modulación melódica reiterativa tan vulgar como la que mece el período rodoniano. Había perdido contacto con la realidad, divagaba en un mundo convencional de grandes metáforas triviales, arrojado a una gesticulación erótica que le impedía ver lúcidamente la vida. Esto explica fácilmente el suceso sangriento de setiembre de 1906 mediante el cual alcanzó el pináculo de su fama montevideana.

Frente a las ventanas del café Moka los contertulios de Roberto veían pasar una joven encantadora, vestida con un trajecito azul de corte griego. Le bastó con verla para enamorarse de aquella "onda azul", convencido de que ese pasar frente a la ventana del café le estaba sutilmente dirigido. Nace así un largo y tedioso poema en prosa, En onda azul... que edita en 1905 Barreiro y Ramos -hermosa cartulina marfil impresa con letras en tinta azul y tapa del mismo color- que va componiendo al dictado, recitándolo a sus secretarios que en esa época lo eran Zayde Fontans y Teodoro Barboza, participando también de su círculo un jovencito que se haría muy famoso años después: Alberto Zum Felde. También nace el intento de conquista amorosa en un delicado estilo de antaño. Una noche, junto con uno de sus secretarios, se encarama por los andamios del Hotel Colón, y llena el balcón de la "onda azul" con una canasta de rosas entre las cuales abandona la copia caligrafiada de sus poemas de amor. Quizás algunas jóvenes hubieran suspirado ante tal delicadeza, pero en el Montevideo del 900 y sobre todo para la familia de la joven, era el primer paso hacia un escándalo que acarrearía el descrédito social.

Cuando al día siguiente de las Carreras cruzaba Sarandí hacia el café, el hermano de la joven lo interceptó para increparlo. Ante un gesto de Roberto creyó que iba a sacar su estoque y extrayendo un revólver le descerrajó dos tiros sobre el pecho. No sé si Roberto dijo, al caer ensangrentado en la calle, y tal como cuenta la leyenda, "Esta noche cenaré con los dioses" pero merecía haber pronunciado la frase que hacía pendant a la de su discípulo Fontans "que clamaba fuera yo devuelto de los dinteles de lo ignoto". Como merecía haber contestado al interrogatorio policial, en la farmacia a que lo llevaron, tal como cuenta la tradición oral: ¿Nombre? Soy demasiado conocido para responder. ¿Edad? Los artistas y las mujeres no tenemos edad. ¿Nacionalidad? Universal. ¿Profesión? Ironista. El ingenio de que dio muestras después, la mordacidad de sus réplicas, abonan la verosimilitud de la leyenda. Todo en él concluía en literatura. Las dos balas que se le alojaron en los pulmones, dan nacimiento a un folleto, Diadema fúnebre, impreso en letras doradas y con una mancha de sangre en la tapa, y a partir de entonces paseaba Montevideo con el chaleco agujereado por los balazos: "Mis condecoraciones" decía.

Para esta fecha está prácticamente en la indigencia. Ya no vivía en el Hotel des Pyramides sino en casa de sus tías. Comía en un pequeño restaurante de la plaza Independencia y en la nada aristocrática "Fonda del Vasco" de la calle Bacacay; su elegancia sobrevivía a duras penas, los zapatos estaban envejecidos y el rancho de paja agujereado. Recibía algún dinero de "El Día" como retribución de sus anteriores contribuciones económicas. Era forzoso conseguirle un empleo. Se había intentado enviarlo como cónsul a la Plata, pero el gobierno argentino se opuso. Entonces se le nombró cónsul de distrito en Paranaguá, hacia donde parte en 1907. Había concluido su ciclo brillante y comenzaba su purgatorio. Sus folletos ya no serán los mismos. El lujurioso torrente palabrero no desaparece, pero ya no recubre con sus joyas, al gueto antiguo, las bellezas femeninas, sino que comienza a traducir una espiritualidad que le había sido ajena. Quizas influencia de sus más jóvenes discípulos, en particular Zum Felde que le daba a conocer textos como el Ahasverus de Edgard Quinet. En todo caso La visión del Arcángel (1908) es la línea fronteriza que marca la entrada al purgatorio: tapas doradas con letras rojas, hojas blancas con letras rojas; parecería el mismo producto lujoso y hedonista de siempre. Pero empieza así: "Vacilante, en los campos de la ebria Razón metafísica, en cada espina del Recuerdo, acerbamente el Peregrino ensueña el ¡ay! de la huella.. ."

En 1909, en Curityba, en una edición más amplia y más lujosa que todas las anteriores, pero plagada de erratas, aparece La Venus Celeste, un amasijo algo delirante de fórmulas ceremoniales, suntuosas, inconexas. Es al Psalmo, lo que Cantos de vida y esperanza es a Prosas Profanas, pero en un balbuceo que delata la enajenación acelerada. Entre la pedrería vacua de pronto resuena un acento verdadero que anuncia ese instante de recogimiento interior, de soledad y melancolía del hombre perdido:

"Alma mía, está exangüe la tarde como hecha de ti después de haber sufrido..." Pero este retorno al ser humano está cegado, y el poeta no encuentra el temblor de la vida auténtica; para manifestar su desolación no tiene otro camino que una voz impostada, armónica, exterior, la de ese personaje cargado de cosmética que ha ido componiendo a lo largo de sus años montevideanos. Por primera vez ha escrito un libro voluminoso -ciento cincuenta y seis páginas- pero la mayoría de ellas son ejercicios de un estilo superficial, hojarasca. La capacidad para decir las palabras justas, aceradas, también está perdida.

¿Qué hizo en Paranaguá y después en Curytiba? En 1910 envía a Delmira Agustini una carta para agradecerle su libro Los cantos de la mañana, una carta notable por su precisión interpretativa. Su postdata es dramática: olvidándose de la pose del poeta garabatea un pedido de auxilio: "Excusad las tachas: el calor y el presidio. No sé si sabréis que Paranaguá es como una Cárcel; vivo en medio a un pulular del a[...]mo tal como si me hallara en una Correccional". El papel está desgarrado, faltan palabras, pero todavía al final puede descifrarse este párrafo: "Os escribo desde una ciudad próxima elevada; si ella no existiera esta carta no existiría tampoco; en Paranaguá no se puede tomar la pluma por la acción particular del clima que embota el cerebro, entorpece, deprime contra todo esfuerzo... Está incensado por exhalaciones palúdicas y arde en verano a la temperatura de 48 grados. ¡Tal es la ironía de los dioses fehacientemente malignos!... Esta carta, con sus defectos, pese a ellos, ha sido copiada o rehecha cuatro veces lo que prueba que no os presento un borrador negligente sino que por el contrario he escrito para vos cerca de cincuenta páginas".

Discretamente fueron comunicadas al gobierno uruguayo las excentricidades de su cónsul en Curityba. Daniel Muñoz informa de la necesidad de trasladarlo y al fin de un largo expediente se intenta repatriado bajo el pretexto de un traslado a Asunción. El decreto es de 22 de julio de 1913, pero ocho meses después sigue sin llegar Roberto de las Carreras y sin dar señales de vida. En mayo de 1914 el cónsul Francisco de Tezanos recibe una carta de Roberto de las Carreras que define la situación: "Hace ya cierto tiempo que deseaba confiarme a Ud. diplomáticamente o personalmente, forma esta última la más discreta. Se trata de un estado de agresividad constante, de impertinencia que se hace por momentos pesada de parte de la población de esta Ciudad, la cual según parece ha decidido prescindir de mi carácter de extranjero y de Cónsul, a base de lo cual se replica la carga. Lo más curioso y le ruego tomar en cuenta este detalle es que yo he sufrido algo como una desautorización personal. Sabrá Ud. que en virtud de un lejano incidente sufrí lisa y llanamente encierro en calabozo, cosa que me apuré a elevar a conocimiento de Acevedo Díaz. A causa de un pequeño incidente reciente fui conducido a un puesto de Policía, donde se me habló de esta forma: "Dé Ud. gracias a que no ha herido Ud. al Señor, pues de lo contrario no salía Ud. de aquí". Dicha autorización a la agresión es para mí sumamente incómoda; creo que no podrá dejar de ser tomada en cuenta por Ud. en su carácter digno de representante de la autoridad del Uruguay. Las mujeres tienen su parte en la agresión, y hasta las criaturas a las que enseñan sutiles puntas a fin de que me las claven con gusto; las puntas suelen ser hasta en inglés... Hay personas que se interesan en turbarme el sueño en altas horas de la noche produciéndose al pie de mi balcón en una forma que el sueño es imposible; anoche no me han dejado dormir, tengo casi fiebre. Automóviles bien intencionados se detienen haciendo un ruido insólito; podría considerarse hasta gracioso si no fuera porque las puntas traen a menudo un veneno marcante".

A modo de postdata, este texto inconexo plagado de faltas de ortografía: "Anoche he caminado a los gritos de loco, malo que me dirigían unas mujeres! Por una me veo llamado Paraguay, (Traslado a los Paraguayos; todavía gozan!) en alusión a mi carácter melancólico solitario. Otra me grita, recuerdos a Teresa! Alusión a Teresa de Jesús de la que yo me ocupo en el Poema y que deben haberme oído recitar; alusión siempre naturalmente a mi carácter solitario; se me ve en las cuchillas acaso con alguna semejanza con el héroe de mis ritmos el que evangelizaba sobre la montaña!".

Se le traslada a Montevideo. No reconoce a nadie, no quiere hablar con nadie. Gusta de pasear solo por esos barrios que antes nunca pisaba: Cordón, la Aguada. Algún amigo lo encuentra y trata de conversar. Da voces: "Sirenas, serpientes" y desaparece. Unas tías lo atienden. Luego se hará cargo de él hijo. Durante años, durante cincuenta años, en casas de salud, en el hogar de su hijo, escribe sin cesar: proyectos de gobierno, planes, poemas, consejos, incoherencias. Es la oscuridad luego del decenio en que destelló como estrella de primera magnitud en el cielo de la aldea: se consumió en un fogonazo.

por Ángel Rama

Psalmo a Venus Cavallieri y otras prosas
Roberto de las Carreras
Prólogo Ángel Rama
Bolsilibros Arca

 

Ver, además:

 

                      Roberto de las Carreras en Letras Uruguay

 

                                                                    Ángel Rama en Letras Uruguay

 

Editado por el editor de Letras Uruguay

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