Prólogo a "Mi mundo tal cual es", de Hugo Alfaro |
Es con sorpresa que se descubre que el tiempo ha transcurrido. Se lo sabe cuando se reconoce que el juego -por gradual deslizamiento- ha terminado haciéndose a la vista, sin ocultamiento. Todo parecía aun tan cercano -la infancia en el Tala, el cine Buckingham, las canchitas de fútbol frente al mar, las insolencias del recién estrenado crítico- y sin embargo todo estaba lejos y sólo en la memoria, en la propia y en esa que los amigos nos prestan para la precaria sobrevivencia. Es como salir desnudos, con un cierto impudor: o con cierta resignación porque al fin de cuentas éste soy, no otro, y, como pensaba aquel rabino, Dios no me preguntará, si me pregunta algo, por qué no fui tal o cual sino por qué no fui yo. ¿Y quién soy yo? Cuando nos lo preguntamos en ese momento de la vida en que se nos vuela el techo y, surrealísticamente, estamos al descampado jugando cartas vistas, somos simplemente lo que hemos sido. El caminante es suma del camino, decía Antonio Machado. De otro modo: el caminante es ese atajo que abrió a través del bosque, y que termina por delatarlo al ojo más distraído. Este hombre es su historia, pero viva; la historia que aun hoy puede asumir, reconociéndose, aunque sea trabajosamente, en los viejos recortes del periódico. Allí, en esa frase, en esa emoción, en ese fervor, estuve yo, estoy todavía, y acaso el tiempo podrá ser abolido. Acaso. El día en que Alfaro necesitó decir con la mayor precisión posible cómo era su vida, recurrió al título de un libro de geografía que hace más de treinta años que no se edita. Recurrió por lo tanto a un estricto recuerdo de infancia. Mi mundo tal cual es, escribió, y tuvo consigo la sabrosa, embebida, proustiana magdalena, que puso en marcha la máquina del recuerdo, abriéndole infancia y adolescencia. Al mismo tiempo, sacudida por ese impulso, la vieja colección de Marcha entró en movimiento, y algunas pocas, seleccionadas páginas, concurrieron al llamado: eran momentos del camino, señaleros, cortadas, también heridas subrepticias. Nuevas y viejas páginas comenzaron a ordenarse. Era la lección de geografía: de cómo se traza un mapa de vida vivida, de cómo se reconstruye un hombre. Quiero creer que no sólo para quienes conocemos y admiramos al autor, en estas páginas se toca una vida en su vital temperatura, se reconoce la presencia del ser humano. Que no es sólo un hombre cabal sino un prójimo muy nuestro, de Montevideo, de nuestro tiempo, de nuestras ilusiones, esperanzas y frustraciones. Un compañero, para decirlo corto. ¿Qué quiero yo en este libro? Varias cosas muy evidentes. Ante todo su verdad, ese constante esfuerzo del autor por ser objetivo conservando el equilibrio aun en los temas más personales, esa divisa que lo ampare -"no engañarse ni engañar"- en la que se revela su austera formación intelectual, un largo ejercido de la sensatez. También quiero la esencial honradez de esta reconstrucción de vida propia y mundo circundante: se diría que alertado por aquella admonición de Nietzsche, quien recomendaba que hiciéramos nuestras máscaras lo más parecidas al rostro en previsión de la fatal hora del desenmascaramiento, Alfaro se ha reducido a una máscara transparente y aun en sus esquives más rápidos se le reconoce entero. Quiero el sabor nacional -montevideano- de sus ambientes, de sus personajes populares, de sus ocurrencias, de sus diálogos cotidianos, y sobre todo el cauto humorismo que enciende todas las cosas sin permitirse brillos destemplados. Este humorismo viene a envolver, a salvar la realidad consabida; y al quitarle todo traje protocolar, la torno accesible al amor de las criaturas comunes. El autor comienza sanamente esta tarea humorística, ejerciéndola sobre sí mismo, burlándose de sí: un modo como cualquier otro de ganar el afecto del lector transformándolo en cómplice. Quiero la cosmovisión democrática que determina los valores, y que lejos de ser esa nivelación hacia abajo que pretenden los reaccionarios es, al contrario, un ansia muy viva de altas y limpias normas de vida, no para unos pocos, sino abiertas a todos. Porque el autor de estas páginas es, como la mayoría de los intelectuales de su generación, un moralista: crecido dentro de una sociedad en proceso de desintegración, no sólo se acostumbré a la condena altiva de sus miserias, al apartamiento de sus mezquindades, sino que también generó un ansia, quizás confusa pero sin dudo ardiente, de un mundo mejor o, simplemente, de un mundo auténtico. Lo que elige del cine que ha visto, de los libros que ha leído, de los seres humanos que conoce, del arte cuya perfección formal admira fervorosamente, son corazones añorantes del bien, y sólo aceptará el mal en aquellos seres auténticos y trágicos cuya entereza respetará. Con cada obra hay un contacto afectivo que está más allá de las explicaciones racionales. Son las famosas razones del corazón. Dentro de estas páginas a mí me tocan fuertemente aquellas donde se trasunta la más honda ansia de la plenitud humana, una manera muy de Alfaro de ir creciendo a través de diversos estratos oscuros, de accidentes y complicaciones, de desencuentros, hacia un punto incandescente donde se le hace tangible una alegría enterita que él puede compartir con los demás hombres. Ese punto se parece a la embriaguez, pero no el mero hijo del alcohol. Más precisamente se lo alcanza en la música, porque Alfaro cree cervantinamente que "donde hay música no puede haber cosa mala". Acechando ese saxo que busca angustiosamente en la noche, o entregándose a esa frase de bandoneón o ascendiendo tras los coros de la Pasión según San Mateo que está oyendo cantar desde lo alto de un panteón del Cementerio del Norte, "roza el ardiente borde del paraíso", penetra en una alegría muy triste, tan ilimitada que desborda el corazón humano y exige pronto la compañía de otros corazones solidarios. En definitiva, pienso que para ellos está escrito, mejor dicho, está consentida la publicación de este libro, y es aquí donde yo me sumo a los lectores para este largo rato de amistad que nos espera desde la página siguiente. |
por Ángel Rama
1966
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