Sobre Felisberto Hernández:

Burlón poeta de la materia

por Ángel Rama

Rama, según Ombú

AJUSTARON LA tapa sobre el ataúd. Alguien abrió una ventana que daba a un jardín. Varias personas calzaron el ataúd y con un impulso conjunto lo proyectaron hacia fuera donde otras que lo esperaban lo barajaron, y así Felisberto Hernández salió por la ventana rumbo al cementerio del Norte. Salió en su ley, haciendo trizas la solemnidad y el recogimiento del acto funeral, con un repentino desvío de humor. Y cuando en el cementerio lo fueron a meter en la fosa y no entraba, ¡qué página suya la descripción del centenar de personas que bajo el sol de las tres de la tarde contemplaba los denodados esfuerzos del sepulturero por ampliar la zanja, echando la única agua bendita que él hubiera aceptado, la de su sudor, sobre la madera pulida del cajón! Situación más verdadera y realista, en la acuñación peculiar de Hernández, que la página suya, evocadora de su futuro en el bosque de la muerte viendo pasar una mujer joven y siguiéndola, que allí se leyó.

Familiares, algunos escritores, artistas y filósofos, lo despedían. Roberto Ibáñez, a nombre de ellos, dijo su fe en el reconocimiento de su obra literaria para dentro de veinte años, y nada más triste que esta exacta referencia a la situación de Felisberto Hernández en nuestras jerarquías culturales. Resulta casi increíble que sobre su cadáver todavía deba pelearse esta afirmación: ha muerto uno de los grandes narradores del Uruguay, de los más originales, auténticos y talentosos.

Tener que decirlo así, en tono polémico, o, como Ibáñez, tener que remitirse al reconocimiento futuro, es comprobar la inercia del país para percibir el arte cuando no nace en el mundillo agitado y frívolo de los que se creen dueños de la cultura, cuando nace fuera del trillo convencional que esos mismos han decretado para la literatura, sin que nadie sepa con qué autoridad o conocimiento.

Porque Felisberto fue un creador fuera de serie que compuso, con materiales a veces deleznables, con recursos a veces paupérrimos, una literatura auténtica, profunda, sin plegarse a ninguna moda ni concederse a las facilidades que lo apartaran de su tesoro personal. Fue un escritor de élites: ellas lo custodiaron, ampararon su obra, editaron sus libros, le conservaron tercamente -contra la indiferencia general- el calor que necesita un escritor para sobrevivir. Sus libros se vendieron siempre mal y creo que el único que se agotó en un par de años fue el último, La casa inundada, aunque yo sé bien de la lucha tenaz que hubo que emprender para convencer a editores, críticos y público de su excelencia.

Cuando Felisberto publicó su primer folleto, Fulano de Tal, Vaz Ferreira, de quien fue estrictamente el único discípulo literario, enunció esta profética comprobación: "Posiblemente no haya en el mundo más de diez personas a las cuales les resulte interesante, y yo me considero una de ellas". Hoy son muchas más, pero mientras otros narradores de su generación -Morosoli, Espínola- han triunfado en la dura pelea para ser reconocidos y aceptados por la sociedad uruguaya, Hernández muere en plena pelea. Probablemente porque la imagen que a esa sociedad él ofreció de nuestro vivir tiene mucho de inquietante, no está destinada a halagar sino a incomodar subterráneamente con la revelación de un trasmundo misterioso y amenazante.¿Qué decir ahora de él? Desaparece el personaje, ese fabuloso malabarista que fue, a quien, más que querer, admirábamos, pues nos divertía y seducía; se pierde esa inextricable mezcla de inocencia y perversión oscura que daba la enigmática tónica de su personalidad, y que permitió que personas de tan distinta y aun opuesta formación y gustos coincidieran en él, tomando de su vagarosa multiplicidad uno u otro aspecto. Porque si había quien en él encontraba el poeta de los caminos misteriosos de la vida, hubo también quien encontró en él un compinche para las más groseras y hasta chocarreras experiencias vitales. Se ha observado a menudo la presencia en sus cuentos de seres imbuidos de sutiles contactos con el misterio; se ha observado menos que en los mismos cuentos hay seres que comen y beben hasta quedar enfermos de ejercer tal goce material. Quienes conocieron a Felisberto, quienes saben de los toneles de buen y mal vino que ingirió, y de las monstruosas fuentes de papas fritas que devoró; quienes le oyeron su repertorio de cuentos eróticos, un paso más allá de la náusea, que contaba al mismo tiempo que comía glotonamente; quienes recuerdan sus ojitos candorosos y ágiles, retozones como pajarito ingenuo, mientras acumulaba sutiles chistes malos, juegos de palabras, galanterías llenas de ingenio; quienes conocen su seguro buen gusto en materia de mujeres que le ha permitido batir el record nacional con cuatro matrimonios y un compromiso establecido, dejando sólo cinco viudas -todas notables mujeres- porque la ida no le concedió más que sesenta y dos años de existencia; quienes asistieron alguna vez al maravilloso galimatías de sus días filosóficos en que partir de Vaz Ferreira bordaba el caos como un arbitrista español; quienes conocieron sus despropósitos en materia política que le habían transformado en un obsesivo anticomunista; quienes, en fin, conocieron algo de su vida, de la cual sólo un pequeño retazo quedó incrustada en esa obra literaria, hondamente inserta en experiencias auténticas del vivir, saben que era un hombre indudablemente original, de esos con molde único que el creador rompe después de utilizarlo. Aunque más frecuentes de lo que se piensa.

Cuando oigo hablar del Uruguay gris, con uniforme tónica funcionarial, pienso siempre que quienes tal dicen se han quedado en la estadística y no han tocado la realidad viviente de un país y una sociedad mucho más estrafalarios de lo que se quiere reconocer. Felisberto Hernández da fe,. con toda su vida, y con los personajes que pueblan sus cuentos -la mayoría auténticamente reales- de esa concepción extravagante de la existencia que alienta en el corazoncito de los uruguayos. El público lector culto ha preferido aceptar como verdaderos los "vivientes" de Morosoli, o los "cristianos" de Espínola, o los "enérgicos" de Amorim, y le cuesta aceptar los "estrafalarios" de Hernández, y ya veremos por qué. Ocurre que Hernández no inventó su literatura en un salón de la Biblioteca Nacional, ni en el café Sorocabana, sino que él, quizás más que los demás escritores, recorrió este país de punta a punta. Durante quince años su "modus vivendi" fue ser pianista que ofrece conciertos en los clubes sociales del interior, en los cines, en los pequeños teatros, y con empresario a la vista recorrió el interior del Uruguay y de la Argentina. Este era don Venus González Olasa, cuya barba era entonces negra, insólita y no tenía nada del aire venerable que hoy lo asemeja a un patriarca bíblico, sino que podía ser definido como lo hizo Felisberto: "Había una cosa que llamaba la atención de lejos: era una barba, un pito, un sombrero aludo, un bastón y unos zapatos amarillos. Pero lo que llamaba más la atención era la barba. El portador de todo eso era un hombre jovial. Al principio daba la impresión que sacándole todo eso quedaba un hombre como todos los demás. Después se pensaba que todo eso no era despegable. El andar así era una idea de él y formaba parte de él porque las ideas de un hombre son la continuación del hombre. Todo eso era la continuación del espíritu de él. El había creado esa figura y él andaba con su obra por la calle".

Los conciertos exitosos y los otros, las comilonas en los clubes, las aventuras rápidas, el conocimiento de gentes y costumbres provincianas, la extorsión de notas en los diaritos, el pago no siempre puntual, fueron el pan cotidiano de estos años, pero no se crea que el aparente remanso de los años y el empleo-en la AGADU mucho tiempo, en la Imprenta Nacional después- desvió un ápice a este hombre de su camino peculiar, de su contacto con una realidad que nadie se atrevió a mirar de frente.

En 1960, con motivo de un homenaje (v. Marcha Nº 1034, 11/noviembre), bajo el título "Otra imagen del país" tratamos de situar en su verdadera coordenada real una literatura que demasiado a menudo ha sido amparada bajo el pabellón de lo "fantástico" (lo ha hecho explícitamente Zum Felde) y hemos visto que esta concepción fue compartida por Visca en su antología. Conozco por información verbal de Hernández varios de los auténticos personajes que dieron nacimiento a algunas situaciones de cuentos suyos, y sé en qué buena cuota, que además se registra en la lectura con ese sabor especioso de lo vivido, provienen de nuestra vida de uruguayos "grises". Todos muy parecidos, muy compinches de Hernández, pero esa es la norma: que el escritor detecte la presencia de sus familiares en el mundo que lo rodea, que sea más sensible para los seres que se le asemejan, por lo mismo que los comprende desde adentro.

Este acercamiento entre su literatura y la verdad de una sociedad, que nos esforzamos por destacar una y otra vez, no lo hacemos, obviamente para probar su calidad estética. Ella sería la misma si se tratara de una creación enteramente fantástica, ilusoria. Pero ocurre que la particular operación creadora de Hernández, consistió en descubrir nuevos sistemas de relación entre las cosas reales, seres u objetos, sin alterar la esencia de cada uno de ellos, limitándose -y sin duda ya es mucho- a modificar el juego de vinculaciones que establece la trama de lo real. Cuando él habla, y lo hace muchas veces en sus libros, del misterio de las cosas, se refiere justamente, no a que ellas se hayan alterado en su constitución propia -una silla, una estatua, una cara, una muñeca, esas muchas cosas que él ha manoseado- sino a que las señas que formulan para relacionarse, no son las que habitualmente reconoce el hombre, sino otras, más disimuladas, más escurridizas, que incluso pueden estar regidas por una secreta ley que el autor jamás ha desentrañado, y que ni siquiera pretendió alcanzar, ya que para él la experiencia concreta de cada una de sus formulaciones, fue sorpresa suficiente.

Su mundo es el de las cosas, los objetos inertes a los que acechó con codicia. "En aquel tiempo mi atención se detenía en las cosas colocadas al sesgo", dice, y así, al sesgo, las miró para descubrirlas en otra función, en otra orientación, disimuladamente. Y lo mismo cuando percibía la atracción de las personas. "Si alguna vez fui llamado o hice un movimiento instintivo hacia otra persona cuando el misterio de ella me hacía alguna seña y esa seña era desconocida por la misma persona, yo me sentía tentado a seguir una pista como escondiéndome entre árboles y sintiendo con ternura lo pequeños que seríamos bajo tan inmensos árboles" . Descubre las cosas animadas de una supuesta vida propia, tal como se presentan a la mirada infantil, pero no es la vitalización de las cosas lo que busca -como ha destacado Visca- sino, al revés. Su grande e insólito intento, es cosificar lo humano. Ya en la conciencia prístina que tiene de que las partes del cuerpo son elementos, objetos autónomos; ya en el proceso de equiparación de una cara a un objeto en el alucinante cuento "Menos Julia"; ya en el obsesivo y paradigmático relato "Las hortensias", donde la mujer es transformada en una muñeca; ya en "El cocodrilo" donde la propia cara se independiza y trabaja por sí sola como un objeto capaz de llorar. 

La libertad absoluta que el hombre puede alcanzar cuando no opera sobre seres humanos reales, otros, distintos, independientes, que le oponen su propia verdad y autonomía, sino sobre pequeños objetos circundantes, es la que Hernández disfruta intensamente y que le lleva, por ese camino de lo placentero que él recorrió en su creación y designó como el de la "pereza", a cosificar el mundo circundante; para luego poder rearmar, rigiéndose por su gusto o por su capricho, el sistema de referencias que le resultara más propicio a su personal inmersión en las cosas. Placer y libertad tan intensas no pueden y sino deparar un interior libertinaje, y las aguas sexuales sobre las cuales oscila esta creación, son bien reveladoras de esa entrega a los caminos complacientes de la materia. En ningún escritor su nuestro, ni siquiera en aquellos sensuales, como Onetti, he encontrado un tan intenso e interior fu regusto de la vida material, como en Felisberto, aunque claro está que no en las formas naturales sino en aquellas íntimas e insólitas que esta es materia puede esconder. Se le podría definir como el poeta de la materia, reconociendo esa curiosa ausencia de vida espiritual que recorre su obra: ni ideales, ni creencias religiosas (El Dios de los católicos es un Dios que está en el aire), ni sentimientos de la historia viva de los pueblos, ni afán de transformación espiritual.

Se ha dicho que es el mundo de un niño, con lo cual no se explica nada, porque los rasgos infantiles que visiblemente atraviesan su obra, se expresan dentro de una realidad de hombre adulto.

Del niño queda la general irresponsabilidad, el desmán irreverente, la dulce atracción del juego como forma de vida, pero todo ello funciona dentro de un universo de adultos, mezclando los impulsos infantiles a los valores y las realidades de la edad adulta. José Pedro Díaz subrayó su "morosa atención para los procesos que llamaríamos laterales del pensamiento y del sentimiento, para las implicaciones que no suelen estar en el foco de la conciencia". Esa atención repentina para lo marginal es el camino preferido de su humorismo: jamás se deja apresar por el él camino central que le ofrece un relato, y siempre el está dispuesto a burlar la seriedad de lo que trata a con una acotación marginal -un gesto ridículo, una frase infeliz-que rompen la ceremonia con la ayuda de una imprevista carcajada. Es en este juego donde se sitúa la confluencia más definitoria de su estilo -entre infancia y edad adulta-, sin el reconocimiento de este modo operacional definitorio de su talento, no puede medirse con exactitud el alcance de sus obras. He oído elogiar la poesía de "El balcón", por referencia a la curiosa mujer que vive en él, sin por lo tanto haber percibido el trasfondo de burla gruesa sobre el cual está construida tanto la historia como el personaje y que destruye todo intento de el poesía convencional, para oponerle una poesía material, intensa, jugosa, basta.

Esa poesía recorre las experiencias más sórdidas, sin que ellas alcancen -nunca el grado de la náusea -justamente por ese regusto de broma infantil insito en la composición- aunque se trate de historias de caballeros solos con muñecas calefaccionadas, de un acomodador que goza cuando sobre él camina una mujer cubriéndolo con la cola de su vestido, de un vendedor de medias que llora por toda la República para vender su mercancía, de un señora que ha inundado su casa y dispone de un chofer-remero para que transporte en bote su abundante humanidad, etcétera. Todo esto no aspira a la locura sublime, sino a una recorrida eficaz de la cursilería -las salas descriptas por Hernández, con el aditamento de sus sirvientas correspondientes, son de un verismo desopilante y ofrecen el retrato de nuestra vieja clase media-; se complace en un adentramiento en la mezquindad y la irrisión de las muchas vidas estancadas que pueblan esta tierra, a un descenso verdadero, afín a sus secretas

La motivaciones psicológicas. El conocimiento práctico de estas psicologías que tuvo Felisberto Hernández, no pudo ser ni homologado, ni envidiado por nadie, y en él ellas alcanzaron una expresión artística cabal, aunque no podía esperarse que fuera de otra índole que humorística. A partir de las longevas de Por los tiempos de Clemente Colling, recorrió esa vieja clase media, esos salones cursis, esas arbitrariedades de psicologías estrafalarias -seres detenidos- con un intenso gusto personal y una simultánea capacidad de burla. Y de ellos ofreció una poesía cabal, intentando llegar hasta los superiores valores "humanos" que sostenían estas aventuras bloqueadas y fracasando, como era previsible: sólo podía aspirar al sucedáneo de "la memoria" y "el recuerdo" a la manera proustiana, pero igual que en Proust, más tristemente por la órbita de los personajes que trataba, sólo podía encontrar a la postre la disolución de la personalidad, suplantada por la extravagancia y la obsesión.

Con todo eso creó un arte propio, original y fuerte. Un arte sin grandes palabras, sin heroísmos, sin ideales, que le asegura un lugar destacado en nuestra historia literaria. Toda una época está atrapada dentro de él, y quizás sea comprensible que el país no quiera reconocer esa creación, porque la época y la sociedad que pinta han quedado definitivamente abolidas. Ya Pavese señaló que no importa la filosofía de que se parte a los efectos de una auténtica creación estética. Si la filosofía, en este caso, puede desdeñarse, en cambio debe reconocerse la admirable capacidad creadora de que dio muestras un autor. Y asegurarle un sitio en la cultura uruguaya a este escritor que ayer salió por la ventana para el cementerio del Norte.

por Ángel Rama
Publicado originalmente en Marcha, enero 1964.
Reproducido en El País Cultural
31 de diciembre de 1993

Ver, además:

 

                     Felisberto Hernández en Letras Uruguay

 

                                                                Ángel Rama en Letras Uruguay

                

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