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Esperando en un café
Irina Ráfols
irina_rafols@hotmail.com

 
 
 

El Café para esas horas se llenaba de gente. Lo esperaba con impaciencia, nerviosa, rozando el borde circular del vaso al que me aferraba, de un lado a otro, suave e insistentemente con un dedo. Los cuadros colgados por todos lados en las paredes me distraían de tanto en tanto, y soltaban para mí mensajes hacia la otra orilla, a la mía, a mi propia dimensión.

La gente entraba y salía. Pero él no llegaba. ¿Por qué se demoraba tanto? ¿Qué estaría haciendo? ¡Deseaba tanto verlo! Sé que hace un rato atrás habíamos discutido, gritado y que incluso había volado algún que otro cachetazo, adornado de algunas impulsivas palabras hirientes. Era una escena de celos o una bella y violenta composición de algún cuadro famoso. ¿Pero por qué será que cuanto más violenta surge una pasión, más bella se la ve de afuera? Es difícil llegar a entender la ambigüedad del punto de vista que hace que la desesperación de uno se pueda volver arte para los ojos de otro. Pero ahora estaba mansa y sumisa esperándole, porque ya lo extrañaba.

Mientras esperaba en el café, me parecía que los cuadros se movían, los colores brillaban y emanaban fulgores como de luz, hasta sentía la brisa y el perfume de sus motivos. Una marina, un paisaje, una naturaleza muerta, parecían ventanas, no cuadros. El pintor debía de ser algún mago capaz de plasmar vida en los dibujos. ¡Pero cuánto se demoraba...! Él se veía como un sueño al que me prendía sin despertarme. Necesitaba ver sus ojos oscuros y escuchar las cálidas palabras de su boca.

Estaba cayendo la tarde y los rayos de luz de algún atardecer pintado en algún cuadro, caían hasta mí golpeando el vaso que sonó de inmediato como el eco quejoso de una campana, al que atrapé en medio de mis manos. Me hizo sonreír la frivolidad de mis pensamientos. La poesía me distraía de no pensar, pero a la vez, se transformaba en un pensamiento. Cualquier cosa que no existiera podía tener el alivio por lo menos de ser pensada. El mozo trajo un café al que endulcé con insistencia, era algo más que hacer mientras seguía esperando. No me gustaba esperar, y menos a él, que lo era todo, que era lo único, que era.

Mientras el café oscuro giraba como un remolino dando vueltas a la cuchara, podía jurar que la marina se movía y que el barco se alejaba, que las gaviotas estaban de pesca, que a lo lejos el viento movía la copa de los pinos altos y que, en una ventana, alguien había dejado servida una generosa bandeja de frutas. A mi alrededor la gente no dejaba de entrar y salir sin trascendencia, sin detenerse y sin hacer más nada. Era un ir y venir paradójico a  ningún lugar. ¡Qué tontos!,  me escuché decir, o... ¡qué triste! No estaban como yo, llena del presagio, del ensueño de llegar a ver en cualquier momento al ser más amado, al único, al que hacía girar toda mi existencia en torno al Café, a la silla, a la mesa y al pocillo del café colmado de azúcar en el que navegaba mi cuchara, ¿pero cuánto tendría que esperar?...

Ya me estaba poniendo nerviosa toda esa gente que empezaba a agolparse desde los cuadros de las paredes del bar, como si me estuviera mirando a mí. En cada cuadro veía asomarse de tanto en tanto, caras curiosas que me miraban embelesadas, como si yo fuera un objeto, parte de algún muestrario. Como si toda mi existencia se cifrara o tuviera el sentido de existir solamente, para provocar una emoción artística. Como si toda mi expectativa fuera no más darle momentáneamente placer a los ojos de alguien. Me clavaban los ojos y sonreían con deleite y asombro, o de repente sus ojos brillaban de una triste emoción. No sabían nada de la angustia, de la ansiedad que a mí me consumía, sola, dando vueltas mi café espeso en la cuchara, sin él, esperando por mi destino, ¿qué era al final lo que tanto les emocionaba?

 

Mientras giraba eternamente la viscosidad de mi café y en mi cuchara no se reflejaba mi cara de martirio, miré fijamente con algo de resentimiento aquellas ventanas. No podía tomar el café, no podía salir a buscar al hombre que amaba. La gente no se daba cuenta, ¡no se daba cuenta!, lo difícil que era estar expuesta ante los ojos de todos, formando parte de la composición de un cuadro llamado Esperando en un Café, muriéndome de unas ganas terribles de verlo, sabiendo bien que no lo vería nunca.

Irina Ráfols
irina_rafols@hotmail.com

 

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