De la vida atormentada de Horacio Quiroga |
Junto a las dos grandes piedras lisas que limitaban la puerta de calle, descansaban del bochorno de esa tarde de enero, dos mujeres. La joven acababa de terminar un verso y le ponía titulo: 'Tregua en el campo". Todo él un anhelo. Surgiría, si, otra vez, la campesina que no dejó de ser nunca. Y nadie se atrevería a llegar hasta allí a alabarle sus versos, y a escamotearle su tiempo. |
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Un grito de la madre, en que había miedo y asombro. -"¡Mira aquel hombre. Juana!" Venía hacia ellas a grandes zancadas, con un traje marrón que parecía no ser suyo, pantalón estrecho y corto, mangas escasas, la barba negra y una gorra a cuadros que lo protegía del terrible sol azufrado. El hombre, a quien acompañaba un niño de doce años, saludaba desde lejos con grandes gestos de su mano huesuda. La madre se guarecía ya en el interior de la casa, cuando la hija reconoció al viajero. -"Pero si es Horacio Quiroga, mamá", dijo alegremente Juana de Ibarbourou, tranquilizada también ella. Pero la "señora mayor" no debía recobrar su aplomo, hasta pasados los tres días, en que el hombre barbado desapareció del pueblo. |
Quiroga en el Consitorio, calle 25. |
Horacio Quiroga en Corrientes |
Venía del Norte. En la valija que perdió en el ferrocarril iban los trajes casi lujosos con que se le vio en Río, cuya Academia brasileña de Letras lo habla recibido en triunfo. Quería aprovechar los tres días de que disponía, para buscar el aerolito. Lo había visto un soldado, que definía así su caída: "un ferrocarril por el aire, que clavó el pico en el cerro". El pueblo lo había visto caer. Un ruido de cien truenos juntos, a pleno sol. Quiroga se presentó a los jefes del 9º, cuyo segundo, el mayor Lucas Ibarbourou era su amigo. Esto hizo que su aspecto no los intranquilizara mucho. Por otra parte venia en misión oficial y debía ser atendido especialmente. Lo fue. Y si Quiroga, en los tres días que duró su viaje, salía muy temprano del único hotel del poblado, y se presentaba en el cuartel después de caminar un kilómetro y pasar por frente al cementerio campesino, con su gran palma central, de enorme tronco, lleno da culantrillos, claveles del aire, helechos, y pirinchos. |
Santa Clara de Olimar... Tan hermoso ese nombre que parece buscado para un romance. Y cuando ya el poema está dentro del pecho, ofende los ojos la realidad ceñuda. Se espera la ciudad junto al río, la enorme arboleda, y la sombra. Vana esperanza de la pupila. No es Santa Clara más que un caserío gris, grandes cerros hirsutos, un campo de piedras sin ninguno de los mates del verde y del agua. Tierra para trapenses, cielo reververante, blanco y gris, gris y rojo, rojo y negro. Pero el romance está. Un poco oscuro y otro mucho siniestro, pero está. Se le encuentra en las noches lunosas, cuando el filo de los cerros humea con el frío de la madrugada, y sus granitos, traspasados por el fuego del sol se endurecen en la frescura de la medianoche. Parece entonces como que camináramos por los acantilados de la luna, y que el astro que resplandece en el cielo, fuera la dura, vieja y miserable tierra nuestra. -¡Qué días y que noches en ese feudo de lo tragedia! El cuento dramático es en él la crónica común, en un paisaje impasible, en todos los tonos neutros, sin el contrafilo de la luz verde del agua que corre por entre los árboles. Los ranchos están solos bajo la canícula o el frío. Un hombre fuma, en la puerta del suyo, desde la amanecida o el anochecer, impávido, misterioso, sentado sobre su cabeza de vaca, con el único cambio de actitud que le exigen el churrasco del mediodía, siempre, siempre ... siempre!, el amargo de yerba brasilera, el cigarro de chala pegado al labio ¡siempre!; el pucho de hoja de maíz, crepitante, como si en la brasa mínima hirvieran lo revelación y la profecía. Son hombres de duras greñas los del paraje agrisado. En su sangre mezcló la conquista, lo que aparecerá como una espuma en el alma del gaucho: el fatalismo inmóvil del árabe contemplador y el hermético silencio de los hombres de estas tierras, que bien pudieran ser las últimas orillas de la Atlántida legendaria. Nadie sonríe en Santa Clara de Olimar, y casi nadie lucha. El gris se mete en el alma como un cauto roedor que bajara de los cerros todos loe días, a cavar sus túneles incegables. Solo el viento, el viento suelto, que hace de cada piedra una ocarina, canta para la eternidad. No se sabe de donde extrae sus instrumentos musicales. Las rocas se exaltan paro oírlo, y se duermen bajo el arrorró de úes, cuando son pequeñas y chatas. Las otra parece que vivieran ya el momento de la liberación. Van a andar, cualquier día. Yo sabe oír, y ambicionar. Ese arrorró de las piedra que se duermen con la noche, es un himno, o un De Profundis, para las grandes rocas agudas. |
Todo este panorama extraño de Santa Clara tiene que haberlo captada Quiroga, con su extraordinaria sensibilidad, en los tres días que fue su huésped. Se le daba en la mañana un cabo y un soldado, un pico y una azada, un balde y un jarro. Con su valijita y su tubo de lata, el corto traje marrón y el gran pañuelo a cuadros anudado al cuello, ganaba el cerro y cavaba en él hasta las doce. No encontró rastros del aerolito. Le bastaba su encuentro con la flora indígena. Tenía un herbario que enriqueció en el cerro. Apretaba las hierbas aromáticas en el tubo de lata, mientras su hilo Darío buscaba víboras ente los pastos. Había heredado del padre ese amor por los animales, aún los dañinos. Respetaba toda vida animal. Perseguía víboras cuando éstas le habían hecho perder algún perro. Lloró al cervatillo que había criado y que le asesinaron una noche. "Mientras lo retornaba en brazos a casa -anotará más tarde - aprecié por vez primera lo que es apropiarse de una existencia".
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Cenó Quiroga en casa de Juana de Ibarbourou, las tres noches que pasó en el pueblo. Conoció la sobremesa cordial y elevada de la noble casa amiga. Se perdía en el sillón la figura pequeña, flaca, seca, huesuda. Gran narrador, complaciese sin embargo en ahorrar palabras. Hablaban por él sus extraños ojos verdes, que fijaba magnéticamente en los del interlocutor, tal vez para ocultar, lo que no conseguía siempre, su timidez.
Cuando se fue de Santa Clara, dejó en el pueblo una fuerte impresión de curiosidad y de misterio. |
Los doctores José María Delgado y Alberto Brignole acaban de revelarnos el misterio de la atormentada vida de Quiroga, hombre que parece de otro continente, extraña amalgama de soñador y hombre de acción, de realizador y visionario. Dos cuadros de muerte son el principio y el fin del libro. Entre los dos, nada más que tragedia. Todas las imágenes caben en el volumen, y no solo las imágenes, sino la explicación.
Lo declaró cesante el decreto de 15 de Abril de 1934. Sus amigos del Salto se habían arrojado a una franca oposición a la dictadura. y Baltasar Brum, que había comprendido el verdadero patriotismo de cuidar la obra de Quiroga concediéndole el puesto de cónsul en Misiones, había dejado su cuerpo tendido para que pudiera edificarse más tarde sobre él una nueva y segura etapa de nuestra democracia. El decreto de cesantía lo arrojó a la miseria. Pero cuando tres años más tarde Quiroga compró la paz con un gesto, el mismo gobierno que lo acorraló, supo apropiarse de su cadáver. Túmulo en un porque público, catafalco para el algarrobo de Erzia, hachones encendidos, marcha fúnebre de Beethoven, discursos empezados en el mismo momento en que él dejaba caer de su mano el vaso de veneno. Parece escrito para Quiroga el último capítulo del libro de Lugones sobre Sarmiento. Melancolía por el dolor de los grandes muertos.
-"Ni la salva del cañón, ni el féretro en la cureña, ni la estatua que los embalsama en bronce, van a quitar un solo minuto de las miserias que pasaron, de la ingratitud que devoraron, de la soledad que padecieron". |
M. Ferdinand Pontac
Especial para Suplemento Dominical EL DIA Marzo 1949
Gentileza de "Librería Cristina"
Material nuevo y usado
Millán 3968 (Pegado al Inst. Anglo)
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