El hombre solo

 

Pasarán todavía muchos años antes de que el mundo entero, América y el Uruguay, conozcan a Artigas. Ningún otro personaje en el país, se le compara. Ningún otro, en todo el ámbito continental.
El pasado es él; la respuesta que reclama el presente, está en él; en él, está el futuro.
Sobre nuestras tierras pesa, desde hace ciento cincuenta años, su derrota. Pero esa su derrota, es su victoria y será nuestra victoria.
Durante todos los días y todas las noches de estos cientos cincuenta años, mientras sus huesos se convertían en polvo, el sol y las estrellas, los cielos y los suelos americanos, han visto la pompa triunfal de quienes lo negaron, de quienes lo traicionaron, de quienes lo escarnecieron.
La historia del pasado siglo y medio es, con parciales y/o transitorias rectificaciones, la historia del antiartiguismo. Y si alguien, en contadas épocas, volvió a empuñar algunas de sus banderas, ninguno tuvo una visión tan armónica y completa de nuestro quehacer y nuestro destino.
Cuando desapareció en el silencio, América entera, desapareció con él.
La hora llegó de aquellos que no creían a nuestro pueblos capaces de ser libres y reclamaban tutores. Cambian los tiempos, la desconfianza que lleva a la alienación continúa. Ayer, España, Portugal, Francia, Inglaterra. Hoy Estados Unidos o el respaldo de otros bloques.
Independencia es ser lo que somos, -nuestra vocación y nuestra geografía- sin atarnos a nadie, sin sujetarnos a los intereses de nadie.
La hora llegó de los que asimismo negaban la posibilidad de organizarnos republicana y democráticamente. De quienes, lógicos, a la tutela externa, querían agregar, para combatir a los "anarquistas", la interna tutela de los doctores o de los déspotas iluminados, fideicomisarios del amo extraño. Los dictadores de hoy son los herederos de los monárquicos de ayer.
La hora llegó de los que balcanizaron a nuestros pueblos. De los que nos dividieron, por imposición de los de afuera y para satisfacer sus ambiciones de mando. Estos ciento cincuenta años de nuestra América, son ciento cincuenta años de despedazamiento y fragmentación.
La hora llegó de las oligarquías rurales y ciudadanas que crearon las ciudades monstruosas y vanas, despojaron de las tierras a quienes necesitaban trabajarlas, entregaron las riquezas al extranjero.
Artigas es la independencia total y la república democrática; la nación en la confederación; la producción frente al intermediario; los frutos de la tierra para los que sobre ella, penan.
Por eso sus enemigos fueron todos: los débiles y los déspotas; los escépticos y los burócratas; los intermediarios y los terratenientes; los hombres de poca fe y los hombres de orden; los extranjerizantes, vendida el alma al poderoso ajeno y también los "patriotas" de campanario atados al minúsculo solar circuido por el horizonte visible.
Y está el hombre. El resplandeciente e impar valor humano. El héroe que no contó con el favor de los dioses. El combatiente de carne y hueso en un perdido rincón del mundo, en un perdido rincón de América, que debió librar una larga batalla, sin pausa, solo, contra los de fuera y contra los propios. El héroe limpio de oropel y sin eco, cuyo único refugio era la fe de los más humildes y más desamparados, y también su misma fe, nunca quebrantada, en esos desamparados y humildes.
¿Qué otro personaje a lo largo y a lo ancho de todo el continente sostuvo combate semejante?
¿Qué otro personaje a lo largo y a lo ancho de la memoria de los hombres, mantiene silencio tan digno, soporta sufrimiento tan constante y prolongado cuando, dicho su mensaje y cumplida su jornada, queda solo, ya definitivamente solo, en diálogo con Dios y a la espera de la muerte?
Bienvenida ella si es súbita y más si se cumple en la euforia de la pelea. Desgraciado de aquel que padece lento agonizar y mayor su gloria si no cede a los golpes de las horas, y a las acechanzas del abandono y a la física decrepitud.
Otros hubieran querido explicare y justificarse. Él, en su recóndito ostracismo, no. Ni se explicó ni se justificó. Después de haber librado batalla, calló. Ese su augusto silencio no tiene paralelo ni ejemplo. Una crucifixión que duró treinta años. Cristo a la jineta, él sí. Nuestro Cristo a la jineta, que, en su inmenso desamparo, luego de mostrarnos cómo se combate, nos enseñó cómo se espera. Allí sobre la cruz, pudo preguntare si su afán había sido necesario y fecundo. Allí, sobre la cruz pudo, en un humano momento de flaqueza, también impetrar:
"Señor, Señor ¿por qué me has abandonado?".
Pero ya despojado de todo orgullo, ya liberado de toda vanidad, si es que algún día la tuvo, él, Cristo inmortal a la jineta, desvalido y miserable, enmudeció y se inclinó.
Tanto o más que su brioso batallar, es su transido silencio el que ahora nos golpea, el que nos golpeará siempre mientras los orientales y aún los americanos, no seamos lo que él quiso que fuéramos.
Sí, él, Cristo a la jineta, nuestro Cristo a la jineta, para redención de nuestros pecados y salvación de nuestra alma y nuestra tierra. Sí, él, nuestro Cristo a la jineta, para ayudarnos a vivir y para ayudarnos a morir.

El mensaje del combatiente podrá -deberá- cumplirse un día y quedar vacío de virtualidad creadora. La enseñanza del hombre nunca se agotará.

Carlos Quijano
MARCHA, 20 de Junio de 1964.
Reproducido en Cuadernos de Marcha
Noviembre de 1985

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