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Dardo Regules
Carlos Quijano

 

El pensamiento es fluido y la palabra concreta. El río corre y se arremolina y el recortado cántaro solo recoge un poco de agua. ¿Qué es una generación? ¿El "espacio de treinta años, según enseñaba Littré, que sirve de valuación corriente para la duración media de la vida humana"? Y, como postulaba Ranke, ¿cabe creer que las ideas filosóficas, el arte, las instituciones, siguen un ritmo análogo al de las generaciones históricas?

Lo cierto es que cuando de la abstracción se pasa a la realidad, estas delineaciones y discriminaciones se desvanecen.

Hombres de unas y otras edades, se confunden en el mismo afán y afrontan las mismas angustias. La teoría de las generaciones, simplifica lo que es complejo y confuso.

Sería mejor, quizá, hablar de épocas y no de generaciones. Hay épocas en la vida de un hombre. También en la vida de los pueblos. Dardo Regules, que acaba de morir, perteneció al equipo que empezó a actuar alrededor de 1910. A la época que conoció su apogeo, por los años 30. De esa época cuyos ecos se prolongan todavía, fueron, diferencias de edad a un lado, Carlos Ma. Prando, Washington Beltrán, muerto en plena juventud el año 20, Gustavo Gallinal, Dardo Estrada, Eduardo Rodríguez Larreta. Del otro lado de la barricada, Baltasar Brum, Juan Antonio Buero, César y Héctor Miranda, Justino Jiménez de Aréchaga, padre.

Fue un grupo brillante y gallardo, del cual no surgieron grandes jefes y que significó una reacción, consciente o no, confesa o no, contra los grandes jefes, todavía vivos: Batile, que venía de los campos de batalla contra el santismo y que el 16 conoció una primera y decisiva derrota; Herrera, quince años más joven que Batlle, y que ya el 22, asumió el comando del gran partido de la oposición.

A la evolución de las ideas y las instituciones, ese grupo aportó, desde distintas tiendas un nuevo planteo de lós problemas, un nuevo estilo de vida, una nueva concepción del juego político. La democracia y la estabilidad institucional fueron el fruto de una larga y dolorosa evolución que comienza con el país mismo y en la que participaron montoneros y caudillos y hombres civiles, en su marcha por dispares caminos de la patria.

Ese grupo recibió el legado, cuando el ciclo de las "otras" revoluciones se habla cerrado. Por razones de edad, los hombres que lo formaban, no habían podido participar en nuestras guerras civiles. No habían conocido, con Batlle, las luchas contra el militarismo y el Quebracho, era para ellos, un recuerdo transmitido por los mayores. No hablan vivido, como Herrera, en los campamentos revolucionarios del 97 o del 904, ni el desafio de los 22 de Lamas, ni la carga de Arbolito y cuando Masoller acaece, los mayores, apenas entraban a la adolescencia. Les tocó actuar en un mundo que otros hicieron y el cual se aplicaron a perfeccionar, bajo el influjo de las lecturas: un mundo de democracia política, de paz interna, un mundo además, en el que parecía haberse detenido la rueda de la historia, un mundo arcádico que tenía horror de la sangre y la aventura, dominado y regido por ideas que habían hecho sus pruebas. Entre el 10 y el 30, Uruguay fue un remanso, al cual llegaban desvaídos los truenos que anunciaban nuevas y fecundas tormentas. La guerra del 14-18; nos dió una desconocida riqueza. Las crisis que a partir del 21 empezaron a producirse en cadena, nos fue imposible comprenderlas. La revolución del 17, la caída de la libra esterlina el desplazamiento del eje financiero del mundo fueron otros tantos fenómenos que escapaban a nuestros cartabones y cánones. Eran excrecencias o excepciones que aseguraban las permanencia de la regla o que para los menos agudos, puesto que contrariaban el dogma y la fe, no existían. En todos los casos, no tardarían en desaparecer y el mundo volvería a recobrar su límpida y tranquila, imagen. Límpida y tranquila imagen en lo externo; límpida y tranquila imagen en lo interno. Así, nos golpeó la crisis del 30. Así, poco después, tropezamos con los, para muchos, sorprendentes o inexplicables sucesos de Marzo del 33. Ni la organización económica del mundo era invulnerable, ni la estabilidad institucional del país era intangible.

Juristas, filósofos, periodistas, políticos, los hombres de la generación -usamos el vocablo- de Regules, fueron todos ellos idealistas y el empleo del termino, no significa ni un elogio, ni una condenación. No tiene sentido peyorativo. Tampoco de alabanza.

Fueron idealistas en cuanto creyeron que las ideas, ciertas ideas adquiridas eran artículos de fe, movían al mundo y decidían el destino común; en cuanto confiaron en el trasplante de instituciones y normas; en cuanto olvidaron o relegaron a segundo término, el duro análisis de una realidad caótica y pensaban que esa realidad era fácilmente moldeable, desde el laboratorio, la cátedra, los escaños parlamentarios, los cargos de gobierno. La lucha de los caudillos y los doctores, de los principistas y los candomberos, había concluido, por desaparición de los caudillos. Quedaban los doctores. Los caudillos habían muerto, pero lo que ellos representaban no.

Y si algún cuadillo continuaba a empujones y a tientas, su faena, el diálogo con él era imposible. ¿Es aventurado pensar que Regules y sus compañeros de promoción, nunca "entendieron" a Herrera? ¿Lo es también creer que Herrera nunca entendió a esos "doctores"?

Toda la legislación nacida a impulsos del brillante grupo a que perteneció Regules, está marcada por la generosa irrealidad; todas las concepciones políticas también. Por una confianza ilimitada en la bondad del hombre y una ciega fe en la posibilidad de modificar todo por obra de leyes y decretos.

Es singular a ese respecto, que de pléyade tan nutrida y capaz, no haya surgido un economista y que todos los que la formaron, tuvieran una visión edulcorada de América y creyeran, hasta la ingenuidad, en el panamericanismo.

En el ámbito nacional, dos maestros, en distinta forma, influyeron sobre el destino de ese grupo: Rodó que alcanzó, no obstante, a empinarse sobre las convicciones de su tiempo y sospechó, a la zaga de las lecturas de los auténticos próceres continentales, la dramática lucha del Sur contra el Norte; Vaz Ferreira, que se deleitó en el análisis y tanto y a nuestro entender tan equivocadamente, gravitó sobre la evolución de la enseñanza. Maestros ellos también de idealismo, en el buen sentido; de la palabra.

Dardo Regules, inteligencia lúcida, palabra fácil, generosidad resplandeciente, señorío cabal, pureza de alma, fue uno de los representantes eximios de ese grupo. Con las virtudes de éste que fueron muchas. También con sus errores y limitaciones que no fueron pocos. Nos atrevemos a creer y decir, que en los últimos años de su vida, intuyó el desplazamiento que se había producido. Vivía en un mundo al cual no podía comprender. Qué chocaba con sus convicciones más íntimas, con sus construcciones más arraigadas. Con ese misterioso e inasible credo que todos los hombres llevamos en el fondo del alma y a cuyo dictado sujetamos nuestros actos y él juicio de lbs actos de los' demás. Misterioso e inasible credo, que las más de las veces nace y se asienta en la mocedad y que nos acompaña hasta la muerte. En nuestras largas conversaciones -verdadero placer para nosotros por el despliegue verbal y la justeza de la expresión- largas conversaciones en las horas robadas al trajín de la vida y a la pena cotidiana, ese .trágico desencuentro, esa desarmonía lacerante entre el hombre y su tiempo, no dejaban de aparecer. A veces, nos sorprendían sus candorosos y limpios proyectos; a veces, nos lastimaba la melancolía de su confeso destino inconcluso o frustrado.

Pero nos unía el amor entrañable a nuestra tierra, que, como Unamuno a quien solía recordar, tanto nos dolía. Por esta vieja calle del Rincón, cuyas piedras han visto el paso de la historia entera de la patria y cuyo sinuoso trazado ahora mismo contemplamos desde los balcones de MARCHA, solíamos deambular.

Sí, ahora que se ha ido, el eco de su voz nos espera y nos espera el dulce recuerdo de su imagen corporal. Aquí, en la esquina de Misiones bajo los balcones de la casa de Rivera, aguardamos un día que la lluvia escampara. Más allí en el ángulo de Treinta y Tres discutimos sobre la resolución de San José de Costa Rica. Y frente a la plaza, en el cruce de Ituzaingó, cerca de la Catedral, evocamos una tarde, mientras las campanas volaban por los cielos, a nuestros comunes amigos muertos.

¿Qué será de nuestra tierra y de él y también de nosotros, con el andar de los tiempos? ¿Qué será de esta agitación y de estos sueños y de las menguadas horas de felicidad y de las sombras de nuestra sombra? 

Queremos creer, debemos creer, que no trabajó en vano, que en la cadena de las horas, los días y los años dejó su marca, que el país de hoy y el de mañana lleva y llevará en sus entrañas, acaso sin saberlo, el cuño de su generosa y clara alma, cuyos dones distribuyó sin tasa y a cuyo amparo, en la niñez, cabe las rumorosas aulas de la calle Lavalleja, empezamos a hacernos hombres.

Carlos Quijano
MARCHA, 9 de Julio de 1948.
Reproducido en Cuadernos de Marcha
Noviembre de 1985

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