La caja de Rocío
Germán Queirolo Tarino 

Uno

Vino al mundo en un tiempo y un lugar donde las cosas eran lo que valían, las ideas que desde siempre se habían dado por sentadas, estaban paradas y no alcanzaba simplemente con ser sino que también había que tomarse el trabajo de parecer.

Sus padres, eran de los que andaban un paso más allá de lo que caminaban y veían un metro más allá de lo que miraban. En definitiva eran bichos raros en ese lugar y ese tiempo sobre todo porque eran mucho más de lo que parecían al revés que el común de la gente.

Cuando estaba en la barriga de mamá, esta le hizo el primer regalo. Claro, no se acordaba de aquel regalo.
Gabriela caminaba por la playa un poquito más allá del amanecer cuando encontró un caracol. Lo agarró y se lo llevó al oído para escuchar el sonido. Para confirmar que este caracol también sonaba, porque Gabriela era de las personas que nunca daban nada por sentado. Luego, lo apoyó en la panza para regalarle a su hija el mar entero por primera vez. Claro, Rocío no se acordaba de esto, pero cuando iba a la escuela y se sentía aburrida, o cuando en las tardes grises del invierno se sentía sola, o cuando no saber o no poder, la ponía triste, dibujaba caracoles.

Nicolás le hizo el primer regalo el mismo día en que nació. Camino al hospital que estaba cerca de un parque, juntó un frasquito lleno de rocío de esa mañana de noviembre, y cuando la tuvo en brazos por primera vez se lo volcó sobre la frente y le dijo "esto mi amor, es para que todas las mañanas de tu vida te encuentren fresca y nueva, porque la vida es ser nuevo cada día y el que cada día no nace nuevamente está desperdiciando las mejores mañanas que le toque vivir, por eso ahora te regalo tu nombre". Rocío tampoco se acordaba de este regalo, pero lo llevó consigo toda la vida sin perderlo jamás.

Dos

Cuando Rocío tenía casi nada de edad, vino un tiempo negro en el que los que exigían se enfrentaron a los que tenían. Todo era desorden y pasión. Todo era prisa. Una mañana, Gabriela sentó a su hija en su falda y le hizo otro regalo, no era su tercer regalo por supuesto, pero si fue el tercero de los que importaban.

Era un paquete cuadrado, una caja y estaba envuelta en un hermoso papel rojo con dibujos de pinos verdes y flores amarillas. Olía levemente a ese olor que Rocío durante el resto de su vida identificó con el papel de envolver regalos.

Rocío inmediatamente fue a rasgar el papel para sacar de adentro el regalo, porque su abuela le había enseñado que era de mala suerte desenvolver los regalos y había que romper el papel para sacarlos, cuando su mamá le dijo "esperá un poquito, así no vale" . Rocío la miró con cara de prisa y esperó.

Gabriela le levantó el mentón para que la mirara a ella y al no al paquete y le explicó que ese regalo era mucho más de lo que parecía.

Esta es una caja que contiene un secreto muy importante, tan importante es que no se puede abrir así nomás en cualquier momento, 

-Y entonces, preguntó Rocío ¿ Porqué me lo das ahora si no lo puedo abrir?

-Te lo doy ahora, contestó Gabriela, porque todo tiene su momento, este es el momento en que debés recibirlo, ya llegará y tú lo sabrás el momento en el que debas abrirlo._

-Ah, dijo Rocío un poquito bastante decepcionada. ¿Y cómo saberé cuando abrirlo? _

-Bueno, dijo Gabriela, este regalo te lo hago por si un día te sientes tan, tan, tan, pero tan triste que te parece que tu vida tiene que terminarse, que todo lo que vendrá será peor que lo que te está pasando, que todos los caminos son en subida, que todas las aguas son amargas. Ese día y sólo ese, podrás abrir esta caja. Gabriela se puso seria, más seria de lo que nunca antes la había visto Rocío, más sería que el retrato del abuelo que estaba en la pared del comedor, más seria si se quiere que el señor de sombrero y saco verde que desde la tele todos los días anunciaba que estaban buscando a nosequien por nosequé.

-Mi amor, quiero que sepas que éste es el último regalo que vas a abrir en toda tu vida, - ¿ me entendés? Después de que abras este paquete, no habrá más paquetes para abrir nunca más.

Tres.

Rocío lloró. El regalo le pareció un pésimo regalo, el peor de todos los regalos.

Cuatro.

Cuando alguien se llevó a sus padres juntos de una reunión y luego negó habérselos llevado juntos o separados de ninguna reunión o de ninguna otra parte, Rocío estuvo a punto de abrir la caja. No lo hizo. Principalmente la detuvo el recordar que mamá le había dicho que sería el último regalo, lo que significaría que si la abría, mamá y papá no volverían más, porque no podía ser que si volvían no le regalaran nunca más nada. Fueron horas, días y semanas y meses muy duros. Rocío dibujó muchos caracoles durante ese tiempo interminable mientras esperaba que repentinamente se abriera la puerta y entrara mamá con su perfume y papá con su sonrisa que mamá decía que se parecía a la de jampri bogar.

Fueron muchas noches en las que Rocío demoró interminablemente en dormirse, mientras miraba los monstruos escondidos en los rincones de su cuarto que, si alguien encendía la luz, se escondían inmediatamente transformándose en percheros, frazadas apiladas y hasta en una jirafa larga pegada a la pared que ella usaba para medirse y cuyo extremo estaba tan alto que le parecía increíble que alguna vez fuera a alcanzarlo con su cabeza. Noches en las que Rocío se contaba a sí misma los cuentos que mamá solía contarle, preguntándose si no debía abrir el regalo, si mamá no la habría dejado abandonada por aquello de haber pintado la pared con lápiz de labios, o tal vez por la otra vez cuando untó con mermelada la parte de abajo del tubo del teléfono para ver que cara ponía la abuela cuando se quedara pegada, o por la vez que había atado lana a todos los muebles de la casa para jugar a los trolleys o por la vez que...

Los abuelos iban de tanto en tanto a la comisaría a preguntar si se sabía algo de Gabriela y Nicolás. Unas veces les decían que no sabían nada, otras que habían registrado en el aeropuerto su salida del país, otras que habían viajado en el vapor a Buenos Aires y luego nuevamente que no sabían nada. Los abuelos estaban agotados y cada vez iban menos seguido a la comisaría. Muchas veces, Rocío les insistía para que fueran, parecía que los abuelos desesperaban, pero claro, ellos no sabían lo del regalo.
Rocío crecía, aprendía y esperaba, y de tanto en tanto, dibujaba caracoles. A veces, diariamente dibujaba caracoles.

Cinco

El día en que Rocío cumplió los quince años, durante la fiesta, reservó dos sillas para sus padres, por si volvían sin avisar. A sus abuelos, el gesto los llenó momentáneamente de tristeza y se preocuparon por la salud mental de Rocío, pero ella lo hizo con naturalidad, con la serenidad que da saber que se está haciendo lo correcto. Durante un instante muy cortito sintió como un chispazo de felicidad que nadie más que sus papás hubiera podido entender. Se dio cuenta que de alguna manera al guardarles el lugar les estaba haciendo un importante regalo. Un regalo como los que a ellos le gustaban.

Al llegar la madrugada, ya en su viejo cuarto, se dio cuenta que sin darse cuenta había llegado al extremo de la jirafa. Hacía 110 centímetros que sus padres no estaban donde nadie los llevó. Eso la hizo llorar. Buscó la caja del regalo, que estaba guardada en el fondo del cajón de abajo del todo de la cómoda, desde hacía tantos años y tantos centímetros, y la acarició. La miró con los ojos brillantes de lágrimas, y por primera vez, pero no por última, le dio mentalmente las gracias a su madre por ese regalo sin precio, le dio nuevamente las gracias a su padre por ese nombre sin desaliento, le dio las gracias a la vida porque después de todo, dentro de un rato, iba a amanecer otra vez. Porque a pesar de todo, iba a amanecer otra vez.

Guardó el regalo en el cajón de siempre, en el lugar de siempre ya con la certeza de que no necesitaría abrirlo nunca, sabía que, al igual que en la Caja de Pandora, el regalo que le había legado su madre hacía tantos y tantos centímetros, era la esperanza.

Epílogo

Antes de dormirse, Rocío sonrió. El regalo le pareció excelente, el mejor de todos los regalos.
Gabriela y Nicolás habrían estado orgullosos.
Su hija era mucho más de lo que parecía, al contrario que el común de la gente.

Germán Queirolo Tarino

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