Voces de primavera
crónica de Julio C. Puppo "El Hachero
"

Una tarde de calorcito entre tantos días grises basta para despertar la ciudad en un ansia saludable de respirar. El almanaque dice que comenzó la primavera, y las buenas noticias son aceptadas siempre sin mayores exigencias. La gente, que estuvo muchos días escondida, se ha volcado en las calles, llenándolas de vida. En este atardecer corre una canción:

"... ya nunca me verás como me vieras
recostado en la vidriera
esperándote..."

La trae un muchacho en los labios y la deja ahí, en la vereda, donde la recoge otro y sigue de largo y se va, silbando lo mismo. Es como un mensaje que se extiende por el barrio, que visita todas las puertas:

".. .ya nunca alumbraré con las estrellas
nuestra marcha sin querellas
por las noches de Pompeya..."

Ahora es una voz de mujer. Y otro que pasa toma el verso de aquella boquita roja y se lo lleva a la suya para ir a dejarlo en otras ventanas, en todas las esquinas. La calle entera tararea la misma tonada, que se filtra por los zaguanes y llega hasta mi mesa en el viejo bodegón, saturándolo de recuerdos. Deben ser ésas, sí, las famosas voces de la primavera.

Me parece sentir ahora el mismo olor a pasto y a tierra mojada de otros atardeceres ya perdidos en el tiempo. Entonces, a esas voces se unían las de las fieras en celo, estremeciendo la quietud de la arboleda, y el grito punzante de las aves salvajes haciéndole eco al rey de la selva.

No, la escena no corresponde al África. Eran las resonancias del zoológico, donde correteábamos las tardes felices. Ahora mismo, al evocarlo, experimentaba cierto orgullo porque era lo único que mantenía igual el precio de la entrada, de unos pocos centésimos. Hoy, se me dice de una nueva tarifa: mayores, 10 pesos; menores, cinco. No he intentado comprobar esta noticia; de todos modos me parece que el aumento llegaría a tiempo para evitar la única huelga que todavía no se ha postulado, la de las fieras.

Era también una tardecita de primavera de hace muchos años; como cuarenta. Y la festejamos también cantando por la calle. ¡Hay que ver qué alivio, qué ternura, pone el canto en las inquietudes imprecisas de los muchachos! Así arrastrados por el ritmo caminamos sin rumbo cuadras y cuadras y llegamos al Parque Urbano. Recuerdo todo perfectamente, como si lo estuviera viendo. Emplazado entre los árboles había un quiosco con una banderita en el copete y, dentro de él, una banda de músicos. Echados en la gramilla, a la altura de los ojos, se me presentaba, en primer plano, el pie del clarinete marcando el compás. Obstinado, monótono. Era un botín con elásticos a los costados, de esos que se ponen y se quitan sin desabrochar. Al cabo de un tiempo de uso quedan con la boca abierta, como si estuvieran tragándose a la media arrugada que se desliza hacia adentro y que las cintas del canzoncillo largo se empeñan vagamente en sujetar a la pierna. Esos detalles inferiorizan el espectáculo y por ello lo recuerdo tan especialmente. Porque si no hubiera sido por él, la escena de ternura que estaba viviendo habría sido perfecta. Unos ojos negrísimos y penetrantes en una carita muy blanca. La nena me miraba y lamía su heladito. Acompañando a la lengua con el ir y venir de la cabeza. Como hacen las gatitas al lamer a sus cachorros. Así mismo experimenté la súbita necesidad de escribir. No sé por qué, pero lo pensé.

Un cuento o una novela que llevaría mi nombre en el encabezamiento y que ella leería orgullosa, después.

Me salió un cuento. Como es natural, de carácter gauchesco. Y como también es bastante natural, se titulaba "La venganza". Se trataba de un violinista que, con el artilugio de su instrumento había enamorado a la chinita novia del gaucho pobre pero honrado. Una noche despeinó conmovida por la suave melodía. Era como un zumbido. Como una bandada de mosquitos que se hubiera colado en la alcoba. Yo pienso ahora que lo primero que debió hacer fue agarrar el aparato del flit y ponerse a rociar toda la pieza. Pero no; la paisanita, ¡mujer al fin! (en aquel tiempo entendía, a través de la literatura, que todas las mujeres eran "mujeres al fin"), cayó cautivada por la lírica ofrenda. Y dejó al gaucho abandonado, vagando entre los abrojos con sus patas cortas y el chiripá fundilludo.

Así quedaron las cosas. Mas, como no hay deuda que no se pague; otro día los hombres, el gaucho y el músico, vuelven a encontrarse. Sin vacilar aquél saca un cuchillo y cuadrándose frente al rival pronuncia esta bonita frase:

-Hace un año me llevaste el corazón; ¡aura vengo por el tuyo!

Y sin más puso en práctica su quirúrgica iniciativa.

En esta cantina desierta, el patrón, con la servilleta negra de mugre colgada del cinto, no ha cesado de mirarme. Eso no me inquieta, desde luego, porque ya sé que un tipo que bebe solo, sin compañía, siempre despierta curiosidad y hasta simpatía en los demás, que lo imaginan dominado por graves preocupaciones. Adivino pues, que a este hombre le inspira cierta compasión verme ahí y le sonrío agradecido.

Entonces él no puede contener por más tiempo un impulso generoso de solidaridad, de compañerismo, y se presta a ayudarme:

-Total, ¿qué me dice?, ¿se arregla, o no se arregla la cuestión de Sanfilippo?

Afuera, la calle está llena de la misma canción:

"... tu melena de novia en el recuerdo y tu nombre flotando en el adiós..."

Corre de boca en boca y se estira por las cuadras hasta caer en el mar. La luz de los faroles cabrillea en las hojitas nuevas y se filtra en las ramas y va a dibujar en las paredes extrañas siluetas animadas. El aire es tibio y dulzón. De enfrente, de otro boliche, escapa como arrastrándose por las piedras, una voz oxidada por los años:

"E la viuleee. . . ta, lava, lava, lava lava. . .".

Es un pedazo de invierno que se quedó ahí agarrado, calentándose en el alcohol. .

crónica de Julio C. Puppo "El Hachero"
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                      Julio C. Puppo "El Hachero"

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