Los brujos
crónica de Julio C. Puppo "El Hachero
"

Empezó por mirarme solapadamente. Cada vez que pasó por al lado de mi mesa, llevando el servicio para la cocina o trayendo de allí los platos humeantes, sus ojillos azules, aguados, viraron en redondo atrás de los cristales y se me fijaron un momento.

              

Pero parece que después tomó confianza porque ya no tuvo reparo en observarme con más atención. 

     

Entonces experimenté un ligero sobresalto.

 

—A lo mejor, alguna vez me fui sin pagar—pensé— y este es el instante fatal en que me identifica.

 

Miré alrededor tratando de imaginar la magnitud del calor que iría a pasar.

 

Era emocionante, dramático. La milanesa empezó a atragantárseme. Las papitas a estrangularme. El vino a resistirse.

 

Tuve la sensación de hallarme frente a un verdadero motín de comestibles.

 

Quizás se advirtiera de lejos ese azareo porque desde atrás de los lentes, los ojitos me sonrieron. ¿Era una burla, un ensañamiento cruel, o una muestra de adhesión?

 

La cara del mozo no lo dejaba discernir. A veces me parecía la de algún sabio húngaro que inventó alguna terrible ametralladora. Eso, cuando sonreía maliciosamente.

 

Otras veces semejaba una de esas fotos que salen en los diarios con la referencia expresa de que se trata del hombre que mató a la viuda a martillazos mientras dormía. Esto cuando me miraba fijo.

 

Y por momentos se me ocurría nada más que un infeliz.

 

En un "impasse"' de estos se me escapó a mi también una sonrisa de correspondencia y ya quedamos vinculados.

 

Desde allí para adelante, cada vez que pasó a mi lado dio una prueba de cariño, con un gesto afable, con una actitud ceremoniosa.

 

Hasta temí –quizás en un exceso de optimismo- que fuera a decirme un piropo.

 

El restorán se va quedando sólo. Apenas cuatro o cinco ocupamos el pequeño salón.

 

Entre ellos, los lentes del mozo que atisban desde atrás de una cortadora de jamón, y yo.

 

Los lentes que me miran. Que se desprenden de la máquina, y espejean bajo los focos y se me acercan silenciosos, taimados, felinos.

 

Me recogí dentro de mí mismo. Como un caracol. Junté todas las fuerzas, físicas y morales, y esperé.

Entonces, oí su voz:

 

—¿Ganaremos mañana?

 

—Si!!... —contesté; con amplia confianza, rotundamente, con todo el ímpetu que tenía acumulado.

 

El tipo miró para atrás alarmado. Lo que vio a su patrón indiferente tras el mostrador, volvió a inquirir:

 

—¿Está bien Peñarol?

 

—Está macanudo, ésta!

 

Una sonrisa de satisfacción, amplia, generosa, le alumbró los ojitos de agua.

 

Y con disimulo se puso a revolver entre las mesas, a sacudir las miguitas, a acomodar las sillas.

 

Cuando logró una posición fuera del alcance visual del dueño, repitió con un gesto su sincero reconocimiento.

 

Se me representó aquella escena, no sé si auténtica o imaginaria, de los agricultores cordobeses, entrevistando en delegación a Martín Gil para pedirle que hiciera llover.

 

Este estaba igual. El también creía que porque los cronistas pronosticamos y comentamos, podemos hacer, incluso, ganar o perder un partido.

 

Para él debemos ser brujos. Y estaba realmente confiado.

 

No obstante, quiso asegurarse más:

 

—Esa línea de Penarlo es buena, ¿verdad?

 

—Sí! Es muy buena.

 

—¿Y la defensa?

 

—Mejor todavía!

 

Cada respuesta llenaba más de gozo aquel semblante ingenuo. ¿Empecé a temer que, de seguir así, reventara, salpicándome todo.

 

No hubo tiempo. El patrón, que ahora lo ha localizado, le pega unos gritos:                                       

 

—Salga de ahí. Siempre con el maldito fóbal. Parece mentira, gandul!

 

—Estaba hablando de fóbal, ¿no?

 

Le hice una seña afirmativa.

 

El amo acentuó un gesto de desprecio, clavó la mirada llena de odio, en la puerta por dónde había desaparecido el empleado infiel, se mantuvo así breves segundos en una pose digna, arrogante y volviéndose a mí repentinamente se explicó, ya en otro tono:     

                           

—Yo lo conozco a éste. Siempre Peñarol! Haciendo trabajitos. Pero atrás mío, ¿eh? Todo atrás mío. Yo le voy a dar... Peñarol no va a ganar; se lo digo yo —explotó fuera de sí.

 

—¿Verdad? ¿Verdad que no?

 

El hombre se ablandó de golpe. Sintió que un gozo íntimo le cosquilleaba en el corazón, que una dulzura inefable le embargaba el alma y como señal de agradecimiento sincero, me dijo con toda la ternura de que era capaz:

 

—Tome algo, señor. Sírvase de algo! ...

crónica de Julio C. Puppo "El Hachero"
Crónicas de El Hachero
Editorial Nueva América

Ver, además:

                      Julio C. Puppo "El Hachero"

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