"La Cumparsita"
Crónica de Julio C. Puppo "El Hachero"

Una historia de la orquesta típica que consulto a menudo para confrontar mis datos nos da a Roberto Firpo actuando ya en el Armenonville, en 1913, con Eduardo Arolas y Tito Roccatagliata, luego de vencer en un concurso organizado por la empresa. Un año antes -informa también la historia mencionada- se había ganado una gran batalla a favor del tango, encabezada por el barón Antonio Demarchi, hijo político del general Roca, consistente en un plebiscito que tuvo por escenario el Palaig de Glace y contó con una calificada concurrencia. Esta crónica parte de un período bastante anterior, cuando el tango era todavía una mala palabra y no había trascendido de los cafetines de la Boca.   

Es un localcito de mala muerte, en la calle Almirante Brown, que tiene seis o siete mesas atendidas por mujeres. Arriba, un tablado para la orquesta, formada de piano, bandoneón, violín y flauta. Allí concurren todos los sábados dos hombres que van a tener un papel señalado en la vida de Roberto Firpo. Uno se llama Manfredi, porteño, de oficio peluquero; el otro es un viejo y estimado conocido de todo Montevideo nocturno, el popular empresario teatral Manuel Barca. La noche en que, puede decirse con propiedad, comienza esta reseña, los dos amigos toman asiento en el lugar que lo hacían habitualmente, cuando viene una camarera a importunarles:

-Ustedes perdonen, pero no pueden ocupar esta plaza; hagan el bien de ir más al fondo.

 

¿Por qué? Hay una pequeña discusión y la mujer se ve forzada a confesar su secreto: el director de la orquesta la cela con Manfredi, que es un buen mozo y que viste impecablemente. Pero como éste es, además, una de esas personas que "si las dejan hablar no las ahorcan", espera que los músicos terminen su primera parte para llamar a Firpo; le cuenta lo ocurrido, le explica que van allí exclusivamente a escucharlo, se declara su admirador. Y aquel le contesta, contrariado:

 

- Esta mujer está loca; no tiene nada que ver conmigo.

 

Y se sienta a la mesa y de allí parte una amistad que sería efectiva.

 

La conversación se hace íntima. Tanto Barca como Manfredi entienden que el hombre tropieza con dificultades y obstáculos muy penosos de sobrellevar; su vida es precaria, reducida a un círculo muy limitado. Y ya ahí conciben la manera de imponerlo a la consideración pública. Son proyectos un poco fantasiosos, quizás, propios de gente joven, que ama la música popular y que ve en ella algo que tarde o temprano va a surgir plenamente. Manfredi que, como se ha dicho, es peluquero, sirve a un millonario muy amigo de parrandas, a quien suele acompañar porque conoce el ambiente al dedillo. El millonario tiene una amante de la que está completamente chalado. Es una mujer gorda y nada joven, pero él la encuentra admirable. La ha cubierto de alhajas; no le queda un sitio desocupado: la parda parece un boniato azucarado. Esa es la opinión de Manfredi que acto seguido propone a Firpo:

 

-¡Tenés que dedicarle un tango hecho por vos!

 

Este lo escribe; le pone por título "La gaucha Manuela" y desde ese momento el excéntrico millonario se hace su fervoroso hincha. Lo invita a todas las fiestas, lo impone en las casitas y garzonieres porteñas. Y una noche se resuelve el paso decisivo: Junto con su orquesta se embarca hacia el lujoso Armenonville.

 

El Armenonville es el centro de mayor prestigio en el ambiente nocturno. Por eso, a pesar de tratarse de un cliente espléndido el patrón opone fuerte resistencia a la presentación de esos modestos musicantes. El bandoneón, sobre todo, le hace parar las patillas. ¿Qué van a pensar esas señoras estiradas cuando lo tengan frente a sí, retorciéndose en compadres actitudes? El millonario apela a un argumento decisivo: toma al dueño por la solapa, lo lleva hasta la puerta y le muestra: son quince coches ocupados por amigos que vienen a divertirse y a gastar mucho dinero, siempre que se permita tocar a Roberto Firpo. Y el hombre no tiene otro remedio que transar, habilitándoles una salita aparte. Mientras la orquesta del establecimiento ejecuta valses y rigodones, en aquella sala cerrada, Firpo toca tangos. La gente lo oye con curiosidad y deleite; se acerca, pide autorización para escucharlo: todo el mundo se agrupó alrededor de la orquesta arrabalera. El éxito es rotundo y, ya de madrugada, antes de abandonar el lugar, el patrón habla con Firpo; de allí sale un contrato. Roberto Firpo y sus tangos se habían copado la predilección de los bacanes también.

 

Llegamos a 1917; Roberto Firpo, ya consagrado viene a Montevideo. Es la segunda gran orquesta de ese género que se presenta en nuestra capital. La primera ha sido la de Pancho Maglio. Ocupa la vieja confitería La Giralda, de Hermosilla -según el orgulloso letrero del frente- en 18 y Andes, donde está el Salvo. Y aquellos amigos que determinaron su gran paso hacia la fama, lo cuentan en su rueda. Son los muchachos de la sociedad El Águila, autores de una travesura que se comentó mucho en la época: el velorio de un vivo. El vivo era

 

Armando Mattos que una tarde se presenta con un rollito de papeles.

 

-A ver, Firpo, qué le parece este tango; lo hizo un sobrino mío.

 

El músico lo estudia; encuentra algunos errores técnicos pero no es malo; lo va a ejecutar una de esas noches. Y una de esas noches aparece en el pizarrón donde se anunciaban las novedades, estas palabras, con tiza: "Hoy; La cumparsita. Tango por el uruguayo Gerardo Mattos Rodríguez". Gerardo llega a La Giralda como todos los días a escuchar a Firpo y ve el anuncio. Sin tomar asiento dirige una mirada sobradora, en redondo a los amigos que esperaban su llegada y calladito se manda mudar. Creyó que habían escrito lo del pizarrón para tomarle el pelo; no pudo asistir, pues, al estreno en público de su composición. Años después, el mismo Firpo comentaba asombrado:

 

-¡Quién iba a decir que aquello sería el tango universal!

crónica de Julio C. Puppo "El Hachero"
Ese mundo del Bajo
Bolsilibros Arca

Ver, además:

                      Julio C. Puppo "El Hachero"

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