Bichicome |
Bichicome. Toda su vida lo había sido. De botija, anduvo siempre harapiento, sucio , libre para callejear a su antojo; de cuando en cuando, hacía algún peso vendiendo diarios o números de lotería. O pidiendo. Después se acostumbró a esto: rendía más y resultaba más cómodo. Aún ahora, después de treinta años, lo que más le seguía resultando era pedir limosna. A la verdad, parecía que hubiera pasado mucho más de treinta años desde su niñez. Su pelo sucio, revuelto, estaba canoso; su barba salvaje tenía el mismo gris del pelo; sus ojos sin vida, su cutis arrugado por el sol y la mugre, sus manos endurecidas y negras; todo le hacia aparecer como un viejo. Y como un viejo andaba. Sin embargo, sólo tenía algo más de cuarenta años -él no sabia bien cuántos. Si hubiera sido obrero, o empleado, sería apenas un hombre maduro; si hubiera triunfado en la política, o en los negocio, o en el arte, pertenecería a la nueva generación. Pero no; él era "eso". Y viejo. |
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Bichicome. También desde botija tuvo que darse maña para conseguir un techo bajo el cual pasar la noche. Pero antes había más refugios. El solía ir a la estación del Ferrocarril en la calle Galicia, y ahí entre los barracones siempre encontraba sitio. También los alrededores del Palacio Legislativo lo habían cobijado: haba casonas desocupadas, semi-derruidas, en las que lo dejaban dormir tranquilo. Todo eso había ido desapareciendo. Dónde estaba la estación del estación del Ferrocarril habla ahora un estadio deportivo y barracas y en los alrededores del Palacio Legislativo no había más que baldíos. La ciudad no se hacia para los que eran como é,. y solía ser cruel con ellos. Claro que a veces se olvidaba y les hacia un lugarcito: el puente bajo la calle Sierra, detrás de la quesería; el Prado, entre Larrañaga y la canchas de fútbol, la Facultad de Ingeniería, donde el Ruso siempre recibía bien a los compañeros. Pero eran pocos estos olvidados: el progreso arrojaba cada ver más hacia las afueras, hacia el Pantanoso, el Cerro, la Cuchilla Grande, a los "inadaptados". Y casi todos aceptaban, mansos, la expulsión. Sólo el Ruso, él y alguno más, trataban de aguantarse.
Bichicome. Antes había más como él: vagos por desidia, por costumbre, si se quiere inútiles; pero sin mayor maldad. En cambio ahora no. Casi todos eran de otra clase: ladrones, malandrines, pero no bichicomes. Ni había entre ellos tanta riqueza de tipos. En sus buenos tiempos, él había conocido algunos muy originales. Recordaba una pareja que pernoctaba en los puente de Galicia: pasaban siempre juntos, siempre en desacuerdo, hablando de filosofía -que él no entendía-, o de política, o de cualquier otro tema de salón; terminaron mal: uno de ellos mató al otro, años después, en el Prado, discutiendo sobre el asunto del Canal de Suez. También recordaba a un viejo alto, rubio, flaco, de hablar atravesado; yugoslavo, decía. Había sido marinero y conocía casi todo el mundo; pero el curso del tiempo había sido olvidado por su memoria enferma, y se asustaba del peligro de un tal Hitler. Un día el viejo se fue pare el campo, a hacer vida de linyera y no lo vio más. Y muchos más había conocido. Hilario, que iba a Cine Arte y a los teatros. Morales, con una gorra mugrienta, pirateando las propinas de los cuidadores de autos. Ahora no. Cada vez quedaban menos da esos. La ciudad, los años, el frío, los iban haciendo desaparecer. Bichicome Un día, alguien que no los entendía, quiso ayudarlos creando un asilo para vagos. Es que, ayudar a un vago... ¿Ayudarlo, a qué? Muchas veces él, al paso apresurado de las demás gentes, les había tenido lástima. Se reían de él, pero le daba más lástima. Como si fuesen Sancho riéndose de Don Quijote. Bichicome. Miró al cielo; iba a hacer frío y tal vez lloviese. ¡Oh el conocía bien ese cielo, que le hablaba en un lenguaje que sólo él comprendía! No era el cielo de los fieles, ni el de los astrónomos, ni el de los poetas. Era un cielo de él: un cielo que muchas veces le había servido de techo; un cielo de humor cambiante, capaz de acariciar como nadie, y capaz de barbotar amenazas como nadie también. Y esta vez le decía que iba a hacer frío. que tal ves lloviese. El conocía algunos techos que todavía podían servirle de resguardo; pero esta noche no tenía deseos de guarecerse. Tenía hambre, se sentía mal. Le quedaban algunos reales; compró dos pancitos en un café; y se comió uno. El hambre aflojó, pero seguía sintiéndose mal. No tenía gana de estar bajo techo. Se metió en un baldío y se dejó caer; tenía frío y empezaba a llover. Ahora pensó: un techo. Podía ir hasta la Facultad de Ingeniería; el Ruso lo iba a dejar pasar la noche. Pero tenía que levantarse, y le faltaban ganas. No era la primera ves que pasaba una noche de lluvia al sereno. Aunque ahora estaba un poco viejo. Se arrebujó bien con su sobretodo rotoso y la bola de arpillera que siempre llevaba. Así no se mojaba, por lo menos mientras el agua no pasara esas cobijas. Pero tenía frío. Pensó mucho en su vida, en la gente que había conocido; pensó en el yugoslavo que temía a Hitler, en los dos amigos que terminaron su amistad en el Prado, en la gorra de Morales. Mordisqueó el pancito que le quedaba. Sentía frío. Los recuerdos se le fueron mezclando. Se durmió. Bichicome. Fue la única palabra que encontraron los cronistas policiales: "Bichicome muerto en un baldío". |
Barret Puig Lanza
Especial para Suplemento Dominical EL DIA s/f
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