Sara de Ibáñez: biografía lírica
Dra. Sylvia Puentes de Oyenard 
De Tacuarembó, historia de su gente.

Sara Iglesias Casadei  nació un verano de soles y de abejas rubias para prender en su oficio de palabras el más claro linaje de los cielos. En Chamberlain, departamento de Tacuarembó, junto al “Hum de los caracoles”, se abrió su canto el 11 de enero de 1909. Anduvo su infancia entre azahares y glicinas con voz mojada en ruiseñores y pitangas, porque dijo:

Voy a vivir la estrella.

Voy a tocar su frente de alegría.

Voy a estrenar el día.

Voy a olvidar la gran palabra fría.

 

(De Canto, “Liras, IV”)

Y para hacerlo se vistió con “avispas y con uvas” y echó a volar su idioma de fuego y de frescura. Entre las dunas y barrancas de Santa Isabel de Paso de los Toros corrió su sangre de criatura elegida. Su voz tembló en batallas y porfías, su pie menudo supo la flecha de los juncos y la juventud del río. Su mano niña palpó la magia de los trigos, la agreste sinfonía campesina, el polvo y el silencio de las calles de un pueblo que había nacido bajo un cielo de lirio y en cuyo aire ella soltó, a puñados encendidos, mariposas multicolores.

 

Sara de Ibáñez nació para el canto con los labios mojados de rocío y tendió sus alas en infinito vuelo, porque su pecho fue de pájaro y poesía.

 

Vivió su infancia en el campo hasta que se radicó en Montevideo (1923). En 1928 contrajo matrimonio con el crítico, ensayista y escritor Roberto Ibáñez. No obstante haber creado versos desde la niñez su poesía se reveló en 1938, ya madura, con Canto. Pablo Neruda asistió al bautismo lírico de la que él llamó “grande, excepcional y cruel poeta”. El prólogo del chileno inició el itinerario bibliográfico de Sara de Ibáñez que incluiría, más tarde, ocho obras éditas en vida de la poetisa, todas premiadas en Uruguay, con dos distinciones post-mortem, una de ellas el Premio Nacional de Literatura bienio 1971-72, otorgado por el Ministerio de Educación y Cultura, y un volumen póstumo, editado por Losada en 1973.

 

Canto se divide en seis partes: “Islas” (en la tierra, el aire y la luz), “Liras”, “Diálogos de la muerte y el espejo”; “De los vivos”; “De los muertos” e “Itinerario”.

 

Las liras son nueve. Ellas sostienen su pulso que libra un combate entre la cerrazón del llanto y la raíz del trino. Aún cuando no tuvo fe religiosa, desde los umbrales de Canto el yo lírico cuestiona al Gran Hacedor y le pregunta: “¿Cómo miden tus ojos, Dios oscuro?”. Pero la primera cita está en un poema anterior, “Liras, II” en el que no le habla directamente, sino que soslaya la posibilidad de su existencia diciendo: “y por la sombra huyendo,/ rubor de Dios, acaso/ el revés de la sangre oye su paso”. Es importante destacar esta referencia porque toda su obra va a estar marcada por su angustia y su agitación entre presencias reales y divinas, entre la vida que tañe sus campanas y la muerte que todo lo reduce a polvo, sin que pueda detenerla el orgullo.

 

Desde su canto primigenio las palabras ángel, angélicos, arcángel, son frecuentes. En “Isla en la tierra” la poetisa se sitúa primero en sí misma y dice:

Al norte el frío y un jazmín cerrado,

Al este un ruiseñor lleno de espumas.

Al sur la rosa en sus aéreas minas,

Y al oeste un camino ensimismado.

 

Al norte un ángel yace amordazado.

Al este el llanto ordena sus neblinas.

Al sur mi tierno haz de palmas finas

y al oeste mi puerta y mi cuidado.

Ese “ángel que yace amordazado” es quien le irá dando la relación de su temática, primero referida al propio ser y, más tarde, compartiendo la incertidumbre y el sufrimiento universal. Ahora oye su propia voz, luego oirá la del mundo. Mientras comprende que las formas se pierden, se disipan, ve cómo caminan sonrientes, sin dolor, los que obedecen, y ella, la rebelde, se dice: “Pon el pie en esa huella: escúchate crecer para la muerte”. ¡Crecer para la muerte! Sólo ella podía decirlo con ese hondo lirismo, sólo esa maduración interior podía conducirla a entablar un diálogo entre la muerte y el espejo. Un arcángel es el interlocutor al que cerca, acosa, pide y entrega secretas espadas, porque “una tormenta que ignora Dios, avanza/ y cae en ti buscando mi fugitiva cumbre”. (“Diálogo II). Razona, piensa y se conduele: “yo que tengo las llaves de toda soledad/ mi soledad sin puertas eternamente miro”. (Diálogo, III). Su desgarrada búsqueda se detiene cuando la fantasía da paso a la reflexión y ya no hay “tumulto de arroyos, mariposas y llamas”, tan solo es una voz que dice: “Te necesito, arcángel: yo soy la solitaria/ que encona y apacigua su hambre milenaria”. (Diálogo IV”).

                                               

Las series siguientes “De los vivos” y “De los muertos” están compuestas por cinco sonetos cada una. En ellas le pide a la abeja que sostiene en su oro antiguo la firme geometría: “Ayúdame a ordenar mi pecho exiguo/ derramado entre el canto y la agonía”. (“De los vivos, III”).

 

Después de pisar sus ojos –“ángeles caídos”- y buscar sin piedad los “tenaces cautiverios” de sus pájaros perdidos Canto se cierra con quince poemas de amor, “Itinerario”, dedicados a su esposo. Allí la hablante es la mujer que gorjea y arrulla, que acaricia y aprieta, que acurruca “sus pájaros de miel desamparada”, que castiga con un bello suspiro de muerte que “enseña una miel que traspasa las leyes de la abeja”. Es la mujer-total enamorada que espera ser correspondida:

Ay, ¿por qué te has quedado

distraído?

¿Quién anda por tu cara con una flor de acero?

¿Quién en tus ojos iza un pájaro desierto?

………………………………………….

Ay, que estabas cayendo

para ángel.

Pero ya has recobrado tu espada de luz viva,

tu agua, tu lucero, tus rosas, tus espigas.

 

(“Tú sostienes tu júbilo”)

 

A veces es ella quien está distinta y escribe:

 

¿Quién me cambia los ojos?

te preguntas.

¿Quién ha abierto en mi tacto ventanas misteriosas?

¿Quién me llena de niños las manos y la boca?

“Tú, extranjero” responde en el título del poema. Él, que no reconoce su amor de mujer plena que ha trocado el recato por la viva floración de sus sentidos. El hombre ha despertado “un elástico potro de niebla embravecida” y la ha hecho sentir cual si su boca fuera “túnel del universo”, fecundo surtidor que no contiene el oleaje de amor que la desnuda. De un amor que se prolonga en “Tú, echando a volar cartas”:

“Echando a volar cartas donde mi nombre empieza

un destino de pájaro nacido en tu obediencia”.

Y, si el filoso dardo de la duda hiere el rumor de los besos, no gira en las aspas del silencio, se sabe iluminada, poderosa de amor y  asegura:

“Yo sé el camino para poder hallarte”. (“Tú, por mi pensamiento”). “Ay, perdido extranjero, tu patria es mi sonrisa!” (“Tú, acaricias un árbol”).

 

La patria del amor en la sonrisa del amado, y el agua, el aire, el fuego y las palomas retomando la sangre adolescente, los pies, “varón de canto amargo”, rodeándola de espumas y  “ríos de heridas flautas y jaurías de flores”.

 

Después de conocer este Canto ¿quién se atreve a decir que Sara de Ibáñez  sólo hizo poesía de la poesía? ¿Quién osa profanar su sentimiento? ¿Quién no entiende su mensaje de amor que redescubre en nuevas imágenes la misma vieja historia de un hombre y una mujer enamorados? No hay disfraz en su verso, sino inteligencia, música, deslumbramiento, espléndida reconstrucción de un sentimiento vital. Ella fue en el amor todo el amor y a la poesía se entregó sin concesiones, sin discriminar falso o auténtico, porque no buscó descubrir si su verdad estaba más allá o más acá del  hombre. Era su verdad, su luz, su testimonio y como tal lo dio y como tal lo recibimos.

 

“Me han llamado el Obscuro y yo habitaba la claridad” afirmaba  Saint John Perse. Lo mismo cabría decir de Sara, de esa Sara-mujer-enamorada que teme, como cualquier ser humano, perder la plenitud que engendra el objeto amado. Porque amar es creer y crear; en el amor se gestan sueños, deseos, pensamientos, actos que pueden traer aparejadas penas o satisfacciones, pero es innegable que el amor es fuente de vivencias que conducen a la fiebre del éxtasis o al pozo de la pena. El amor de la poetisa ha logrado total correspondencia, pero ella no se abandona a esa certeza y sale a buscar al ángel para que le dé su mano sin herida y a sus hermanos pide: “sostenedme la alegría”. “Rodeadme,/ porque temo/ que mis ojos se alejen como trompos de niebla/ o que sobre mi pecho se derrame la tierra”. Y agrega, en el final de su libro primigenio:

Corroboradme hermanos para que yo no encuentre

sino andando a través de sus ojos la muerte.

 

(“Tú, has vuelto”)

Un año después de la edición de Canto la Comisión Municipal de Cultura de Montevideo convoca a un concurso literario para celebrar el Centenario del Certamen Poético del 25 de mayo de 1841 y, setenta y dos horas antes de que venciera el plazo estipulado para la presentación de las obras, Sara de Ibáñez  decide presentarse. En tres días crea Canto a Montevideo, laureado en esa oportunidad con Premio Único y Medalla de Oro y, más tarde, con Medalla de Oro discernida por el Jurado de Remuneraciones Artísticas y Literarias del Ministerio de Instrucción Pública. Esa fluidez en una composición de tan perfecta geometría lírica hace exclamar a Amado Alonso:

 

¿Es posible que el magnífico, tenso, dibujado, transparente Canto a Montevideo lo haya hecho Ud. en tres días?

Es tan responsable cada elemento de su poesía, tan ponderado y medido, que yo me había hecho la equivocada idea de que Ud. poetizaba con premiosidad, en busca de la calidad duradera. Y ahora veo que poetiza Ud. vertiginosamente un tempo lento. Pues no cabe duda de que sus versos tienen un tempo lento, que necesitan la lentitud de lectura, y pausas bien marcadas al final de cada uno; porque sus versos no son cauce por donde echa a correr el tumulto de pensamientos y de sentimientos que se van perpetuamente formando, sino que cada uno parece haber aguardado su madurez dentro de usted antes de vestir su forma definitiva…

 

Este asombro parte de la singular conjunción que logra Sara de Ibáñez en Canto a Montevideo y en Artigas, porque en ellos las metáforas están preñadas de conocimientos geográficos e históricos, de sensibilidad, de admiración, pero están –sobre todo- extraordinariamente estructuradas en la intensidad del vocabulario más rico y puro, del léxico más brillante en forma y contenido. La flexibilidad y hondura de su estro poético impresiona, porque jamás el lirismo le cede terreno al intelecto. En ella vibra la más rutilante comunión de la belleza y la verdad. En su emoción se prolonga el trágico enfrentamiento de dos razas y en su palabra coexisten fuerza y gracia:

Ya frente a frente luchan dos rosas sin rodillas,

dos leones que mezclan uñas, alientos, venas,

dos ríos combatientes que mojan tus semillas,

 

dos brazos que no saben calentar las cadenas,

dos centellas de sangre que se anulan el fuego,

dos vivos remolinos abriendo tus arenas.

 

El español traía envainado en un ruego

el filo de su espada, su hambre conquistadora

y el rostro de su dios sobre su pecho ciego.

 

Y el indio defendía su nube voladora,

sus peces, sus ñandúes, sus sauzales dormidos,

las difíciles mieles de su tierra sonora.

 

Habías de nacer con los dientes crecidos,

como un ángel mestizo de jaguar y de espuma

que se mira bramando los costados heridos

 

y sumerge las hierbas sin que se le consuma

la corriente bravía que en los huesos le crece

y le llena la boca con encendida bruma.

 

(De Canto a Montevideo)

La muerte de nuestro héroe máximo le brinda una nueva oportunidad para enseñorear su maestría en el verso:

Pero entre espigas y flores,

cuando la muerte le entreabrió las puertas

el guerrero de blancos resplandores

dianas oyó por las borradas huertas.

¡Mi caballo! gritó: y en los alcores

resonaron angélicos alertas.

¡Mi caballo! Montó el corcel sombrío,

y tendió su galope sobre el frío.

 

(“La muerte”, de Artigas)

En 1941 Rafael Alberti, Pedro Henríquez Ureña y Guillermo de la Torre integran el Jurado que le confiere el Premio Único del Concurso de AIAPE por su “Soneto a Julio Herrera y Reissig”.

Hora ciega, en 1943, hace decir a Juan C. Ferreira Basso en “Sur”: “Su poesía me arrincona y golpea con su enconada vélelas sin piedad”.

 

Es su hora sin luz y la hora ciega del mundo que vive la turbulencia de la Segunda Guerra Mundial. No puede acallar su voz que se levanta junto al hombre que cae, que renace de las entrañas que sangran resplandores, que se acerca a los adolescentes “apenas despegados de la rama”, cuando todavía no han olvidado los caballos de madera, los soldados de plomo, los barcos de papel, cuando todavía tienen “tan detrás de la muerte la sonrisa”. Y exclama:

Por estrellas tan crueles,

qué temblores de hojas me asesinan.

Qué secretos laureles

el pecho me calcinan.

¡Qué celestiales flechas me adivinan!

Pastoral, que obtiene el Premio del Ministerio de Instrucción Pública, es su impreso de 1948, allí -dice Juan Larrea, quien lo editó en México- “serpea entre los confines de la lírica y la música”. Emile Noulet traduce el libro al francés y, antes de dar a conocer la versión completa, adelanta algunos poemas en “Cahiers du Sud”, “Le journal des poètes”, “Un demsiècle de poésie y manifiesta: “Mi deseo de traducirla no es sino el deseo de hacer participar a Francia de mi descubrimiento”. Y José Carner, al conocerlos, asevera: “Nadie maneja hoy en día la lengua española con más ciencia, felicidad, fluidez y melodiosa dulzura que Sara de Ibáñez.  En ella se combinan, sin esfuerzo y sin imitación, con el sentir y el encanto de Garcilaso, las perfecciones de Góngora”. Compartimos esa opinión que surgió de versos como estos:

Todo en la sangre se me vuelve canto,

fiesta sin miedo y árbol sorprendido.

(“Tiempo I,V”)

 

Quebróse el giro vegetal del fuego

y el ajado rumor de mi alegría

en súbito cantar alzó su fuego.

 

Miré en mi sangre, vi cuando quería:

ave, cabrito, pez, vilano ciego.

(“Tiempo I, XV”)

 

Crezco de amor, de canto, de semilla.

Invado el cielo en desbocada nube.

Yo hacia el mar, hacia mi voz la tierra,

todo en creciente sin amarras sube.

Salgo sin fin y un caracol me encierra

¿de quién tan triste libertad obtuve?

Arrodillado entre una flor y un vuelo

sin mañana ni ayer, desnudo velo.

 

(“Tiempo II,VI”)

 

Escaso tiempo y duro andar me afligen

y la sazón que alerta mis entrañas

con brida impura y corta luz corrigen.

 

El canto crece en ráfagas hurañas

y alza cresta de sangre poderosa,

húmedo fuego en híbridas marañas.

 

(“Tiempo III, IV”)

 

En largo amor y estrecha servidumbre,

apacentar el canto de la tierra

nutrir su hosca semilla es mi costumbre.

(“Tiempo III, X”)

 

El cándido manjar con hambre alejo

y niego al vino la transida boca.

Mayorazgo de amor, gozo y me quejo.

La vida entre mis manos desemboca

y de aciago poder, morir me dejo.

(“Tiempo III, XI”)

En su imperio de nombres y metáforas ella sabe fraguar el verso puro y centelleante que en la gracia de su acento adquiere un magnífico poder que amarra y proyecta, porque su poesía es rica en

símbolos, que requieren detenido análisis.

 

Sara de Ibáñez  afirmaba que “Pastoral es la historia del hombre y de su desorientada posición en el universo…” pero es “sobre todo la historia viva de un poeta” que está identificado con el pastor, aunque “este pastoreo nada tiene que ver …con el género en que suspiraron Virgilio y Garcilaso”. El libro está dividido en tres tiempos que no traducen un sentido musical, sino –glosa la artista- “las tres edades del hombre: infancia, juventud, fluente madurez”. Y en ese “inmenso aprisco” la hablante inventa nuevas fórmulas poéticas, afirma otras, enaltece a todas.

 

Artigas, algunos de cuyos versos transcribimos anteriormente, ve la luz en 1952 y obtiene el Primer Premio de la Academia Nacional de Letras.

 

En 1953 escribe el poema que damos a conocer, porque ha sido poco difundido y es su homenaje al nativo suelo:

UN ROMANCE PARA SANTA ISABEL

 

El Hum de los caracoles

-agua y pez de sombra y oro-

en curvos iris celebra

el festival de tu rostro,

y en lirios de nieve-rosa

anuncia tu pie gozoso,

Señora Santa Isabel,

junto al Paso de los Toros.

 

Voy abriendo con suspiros

una arrebolada niebla,

tibia de ausentes palomas

y gestos de primavera.

Voy buscando tu aire viejo,

tu juventud solariega,

oh dulce Infanta Isabel

reclinada en tus arenas.

 

Voy a buscarme en tu espejo,

quiero hallar mi voz en tu día,

la que te llenó de flautas

el sosiego de las quintas;

la que porfió en delgadeces

con tus secretas cachimbas,

y entre ranas y guijarros

blandió su cristalería.

 

Quiero cantar tus loores

con aquella voz-torcaza

que comentó tus panales

y se manchó de pitangas;

con la que arde entre tus juncos

y echa flor en tus barrancas,

Santa Isabel de los Toros

quiero cantar tu alabanza.

 

A tientas abro tu cielo

de madreselva desnuda.

Viene un verano a vestirme

con avispas y con uvas.

Santa Isabel compañera,

tan joven sobre la duna,

y yo con mi verde sueño

sobre tus rodillas puras.

 

Aquí me tienes: retorno

de una inmemorial cruzada.

La garganta que me oíste

buscó el diamante y su llaga;

y en la fría quemadura

que el blanco invierno alquitara

con seráfico desvelo

su tranquila muerte exalta.

 

Oh, qué fresca bienvenida

de madrugadores trigos.

Respiran bajo mis plantas

tus campos de aliento fino.

Hinojos duendes me oprimen

en un fastuoso delirio

y me regalan cantando

un corazón de rocío.

 

-¿Dónde está mi voz, el viento?

¿Dónde está mi voz, la brisa?

-En un hilo de la virgen,

en un sarmiento de viña.

-¿Tú la tienes, abejorro?

¿Tu la escondes, golondrina?

-Se quebró en los azahares

Y se nubló en las glicinas…

 

Y con aquel pálido acento

quiero yo que me recobres,

serenísima Señora,

Santa Isabel del buen nombre;

porque tu rizado río

taña sus liras salobres

y el coro de sus espumas

mi verso encienda y pregone.

 

Un vago cristal antiguo

mueve su raicilla de ola

entre las venas fluviales

que mi canción alborozan.

Algo me ha devuelto el aire

en sus caricias briosas,

algo tus muros, tus patios

olientes a malva-rosa.

 

Otra voz tu historia diga:

números, piedras, palabras…

Naciste para ser joven:

tu edad es la edad del alba.

Digan otros quien compuso

los jardines de tus plazas:

yo cantaré sus perfumes,

sus rondas enamoradas.

 

Digan otros en la guerra

cuál tu escudo, cuál tu sitio;

los árboles de tu estirpe,

la luz de tus pergaminos.

Cuente con voz erudita

monumentos y edificios

y en nuestra tierra señale

alto, tu solar patricio.

 

Yo que fui tu niña, vuelvo

con una tierna corona,

donde ríen las abejas

dentro de las amapolas;

una corona de versos,

la sensitiva corona

que pule mi reverencia

y mi lágrima decora.

 

Alce tu laurel su cresta,

visitadora del cielo,

los crisantemos estallen

en tu pulcro jubileo,

y apacigüe sus cristales

con violetas el invierno;

para hospedar tu sonrisa

cambie su escarcha en luceros.

 

Danzan tus huertas fecundas.

Resuena el florido cauce.

Las redes y los arados

restan peces, suman panes.

Música de pecho en ascuas

tu río y tu pueblo saben:

cantemos, Santa Isabel,

y hacia el gran futuro: ¡Salve!

Las estaciones y otros poemas se editan en 1957 y reciben Premio del Ministerio de Instrucción Pública. Las sesenta décimas de la obra se reparten en cuatro estaciones: “Primavera”, “Estío”, “Otoño”, “Invierno”. En esos poemas afirma:

Yo no sé cuando nací

ni cuando me moriré;

no he sabido ni sabré

del límite allá o aquí.

 

(“Hoy”)

Y ruega:

 

Si Tú estás allí, en lo oscuro,

señor sin rostro y sin pausa;

si tú eres toda la causa

y yo tu espejo inseguro.

Si soy tu sueño, y apuro

sombras de tu sueño andando,

pronuncia un decreto blando:

líbrame de no pensar,

y echa mi polvo a vagar

eternamente pensando.

 

(“Plegaria”)

Y ¿qué hizo, sino pensar en verso y poetizar pensando? Escribió:

 

“Se me pregunta cómo entiendo la poesía. Me apresuro a responder: como un ejercicio de misterio…Todas las definiciones resultan impotentes…Poesía es algo así como lo que nos queda en la voz después de haber estado a punto de morir de la presencia divina. O una flor de espuma con la que encubrimos el roce de la quemadura perdurable…”. Y aseguraba: “Creo que no existe adiestramiento posible para obtener lo que es la obra de gracia o del don. Esto no significa que celebre yo la barbarie poética y niegue el cultivo del tesoro natural. Por el contrario: afirmo que podrá lograr de él alguna forma bella, aunque oscura, quien tiene entre las manos un guijarro; pero quien posee el diamante, nublado en su corteza inmemorial, no debe conocer el descanso hasta abrasarse en la fiesta de la luz”.

 

O sea, como glosa Roberto Ibáñez: “…establece que, si la voluntad no puede reemplazar a la gracia, la gracia consigue plenitud con el sacrificio y la agonía”.

 

La batalla, que se edita en 1967, confirma la certeza de estas expresiones, pues Sara de Ibáñez  trabajó diez años para lograr la hondura, belleza y geometría verbal que jerarquizan la obra. Al otro día de culminar Las estaciones y otros poemas, es decir en 1957, comienza a esbozar este otro volumen, acto que define después de un año de labor, pero cuyo texto y mensaje sigue puliendo por dos lustros. Estos datos dan razón al asombro de Amando Alonso frente a la perfección de Canto a Montevideo y-personalmente- creo que si bien lo compuso en un tiempo mínimo que rindió los máximos frutos intelectuales, la concepción de ese canto fue un quehacer más elaborado que precedió a esos tres días de creación vertiginosa. Al hablar de su oficio poético, debemos decir que fue capaz de manifestarse diversificando su numen en varias obras que coincidieron en el tiempo, pero no en motivos, clima, mensaje, pensamiento o sensibilidad. Así, en 1960, mientras encauzaba La batalla comienza a cincelar Baladas y Canciones en las que trabaja hasta 1964. Apocalipsis XX es otro ejemplo de este proceso, porque a pesar de ver la luz editorial en 1970 y haber sido trabajado desde los albores de 1969, fue en 1963 que surgieron los primeros apuntes para la concreción del libro.

 

Diario de la muerte es bosquejado en 1965 y dos años antes Sara de Ibáñez  pensó en otro volumen al que rotuló Gavilla y en el que incluiría los poemas inéditos y dispersos en distintas publicaciones correspondientes a diferentes períodos de creación artística.

 

Este pluripotencial sólo atestigua la plenitud intelectual de la poetisa y en nada desmerece su inspiración. El hecho de haberse exigido sin claudicaciones, su autocrítica y responsabilidad sólo atestiguan el poderío de su cuño creador. No en vano decía Pablo Neruda que en Sara de Ibáñez  se había reencontrado el tesoro perdido desde Sor Juana Inés de la Cruz, “el del arrebato sometido al rigor”. La perfección de su verso nació de la inspiración, pero también de su disciplina. O sea, debe haber don, y además, conciencia.

 

Acerca de La batalla, Alejandro Paternain realizó un enjundioso análisis y propuso una clave: “la batalla es el proceso en el que se entrañan las agonías y las glorias de la creación poética”. Allí dice la hablante:

Sobre este muro frío me han dejado

con la sombra ceñida a la garganta

donde oprime sus brotes de tormenta

un canto vivo hasta quebrarse en ascuas.

 

(“Atalaya”)

Y se conduele:

Aquí jadeo hasta acabar la sangre

clavada en la canción mi lanza triste,

hasta que el fruto de su viejo vientre

lance al estrago la materna esfinge.

 

(“Combate imposible”)

O pregunta y afirma:

¿Quién eres tú que hasta mi sangre llegas

en un río secreto de las horas?

¿Debajo de qué rostro estás oyendo

lo que la noche en mi garganta llora?

…………………………………………..

Amigo o enemigo, tú el que sales

a buscar la noticia de los cielos:

escúchame sin rostro y sin respuesta,

que sin sombra mi voz irá a tu encuentro.

 

(“Los mensajes”)

Apocalipsis XX es la última obra que Sara de Ibáñez edita en vida, porque su voz física se acalla el 3 de abril de 1971. Este volumen es el testimonio de su inquietud y congoja ante el hombre que, a pesar de haber realizado extraordinarias conquistas, se ha olvidado de respetar lo más nobles valores del espíritu y se debate en odios, sangre, ambiciones y mentiras.

 

A lo largo de treinta y dos poemas, veintiuna “Visiones”, tres “Letanías” (la de la Verdad, la del Olvido, la de la Libertad), cuatro “Apóstrofes” y cuatro “Castigos” el yo lírico asume su responsabilidad como ser humano, denuncia el caos de la trágica hora y explica esa toma de conciencia que le llega a través de una voz que le dice en medio del “aire entristecido de una lejana muerte de palomas”:

Levántate, me dijo, no te resistas, oye:

la llaga viva cantará en tu lengua,

aguijones de sal en tu garganta

duplicarán el musgo del infierno,

y has de parir palabras de martirio

y has de quebrar las lámparas sombrías

que entre tus pies de arena alza la muerte.

 

(“Visiones, II”)

Acude al llamado y atraviesa “una verde espesura de centellas” para tender su mano y levantar su verso fuerte, casi viril, que se desliza entre una “fusilería metafórica” (Anderson Imbert), pero que en ella no es abuso, vicio o defecto, porque parte de una realidad angustiante que se transfigura en estética visión. Sara domina la metáfora, la usa, la asocia, la colorea, la purifica, la hechiza, la mira, la proyecta, la contiene, la humaniza, la encarna, la postula, la identifica con su quehacer único y personal, porque la metáfora es, precisamente, el instrumento-símbolo del autor. Y en este aire metafísico de Apocalipsis XX su escritura es profética, clarividente, creativa y altamente poética. En la Universidad de Austin se profundizó en este opus, cuyos poemas -dicen- “no dan tregua al asombro”.

 

Canto póstumo aparece en 1973 con anticipo, umbral y envío de Roberto Ibáñez. Su “Diario de la muerte/ es diario de la vida en que se mide/ con polvo de alas y con sangre en vuelo/ la linde sin razón que las divide”. En la plenitud de su serena belleza y de un lenguaje maravillosamente lúcido y brillante, se siente prisionera de la muerte, pero no se deja vencer por esta herida, mientras sangra canta con:

Temblorosa escritura en que se pierde

la mano viva que muriendo escribe

cosas del vivo andar entre los muertos,

cosas del muerto ser en lo que vive…

(“Prólogo”, de Diario de la Muerte)

Y exclama:

Hoy que todo está vivo

como un sol que madruga

y el viento es mar de cantos

y el mar no tiene arrugas;

………………………….

sólo mis ojos andan

lejanos, en la bruma,

cargados con su muerte

como bayas maduras.

 

(“Hoy”)

La obra une ser y naturaleza, agua y fuego, voz y llanto y aquella mujer de verso aristocrático, a la que muchos creyeron sin excelencia humana va entregando su numen enriquecido de vivencias trágicas sí, pero que transfieren a la opulencia del idioma su vía crucis, lento y heroico, que la hace decir:

No, no, no gimo por mi carne, lloro

porque ya estoy sin cuerpo, estoy sin casa.

……………………………………………

No, no, no lloro por mi carne carne,

gimo porque estoy solo, estoy desnudo,

separado del tronco de mis huesos,

desterrado a la orilla de mi sangre.

……………………………………..

 

(“No”)

Sara de Ibáñez  enfrentó a la muerte voladora, “pero todo huele/

como un bosque podrido” en sus palabras. Acepta el desafío impuesto, pero su palabra la acosa para obtener una respuesta, una señal de fe y pregunta: “Puedo llorar ¿verdad? Hasta quedarme/ como una fuente seca”… “Puedo morir, morirme cuando quiera, ¿verdad?” Pero un  día y otro se van bebiendo las gotas de su sangre, ya no es la niña del Hum que “tenía unos ojos felices/ que miraban las guijas del río/ y el dorado escarceo del agua/ y el destello del pez fugitivo”. Ahora es la mujer que afirma su destino poético, uno de los más grandes de la lengua española, en el misterio de su última hora que la conduce al “Periplo de las puertas” (de angustia, tiniebla, soledad, sosiego, olvido y esperanza). Ahora es la mujer que sabe “que la vida está esperando, porque la muerte espera” y la vida aguarda, aúlla, “porque la muerte llega”.

 

Cada día trae “un día más, sin hambre, sin sed, sin cielo, sin furor, vacío”. El proceso patológico comienza a dar sus señales; no tiene apetito, no encuentra los sabores, la astenia la está dejando exánime, los huesos se le rompen al solo contacto “de una rosa seca” y el clarín del canto pleno se va “muriendo sin prisa”.

Muere que muere, muere,

se está cayendo vivo,

vive que vive y vive,

se levanta vacío.

 

(“Contrapunto, VII”)

El espejo, objeto utilizado para especulaciones metafísicas, instrumento tridimensional que devuelve imágenes y crea otras, elemento visual y filosófico con el que dialogó tantas veces, ya no enlaza su juego de palabras ni reproduce sus formas. Está vacío, no le tiende sus redes de oro, ni acaricia su rostro o sus manos “ya no hay fiesta de Dios” y su sangre es “solo espejo voraz y perdido”, sin imagen, sin voz, y sin trino. La devolución de su propia imagen desencarnada es incapaz de abrirle un camino, todo el poder emanaba de ella y ahora lo ha perdido.

Dios se ha dormido a la sombra

de mis ojos, y me sueña:

seré el luto de su aurora

si despierta.

 

(“Canciones”, Tercera)

El yo lírico estruja su muerte “en un temblor de lilas” mientras los árboles y las rocas se destruyen, mientras los pensamientos se olvidad o se niegan, mientras un rayo que cruza los huesos de Dios y los suyos, se resuelve en “promesas de flor y alarido”.

 

Habíamos señalado falta de fe religiosa, sin embargo, Sara de Ibáñez  vivió la muerte a través de esa presencia invisible que permanece en su obra desde que guardaba mariposas en una “caja de azúcar” y “la sonrisa le andaba por la piel y por la boca, corriéndole el cuerpo angosto como una centella rosa” hasta que sus ojos se cierran y ya no ven panales o espejos.

 

Asumió su muerte con la arrogancia que signaron su inteligencia y su sensibilidad. No se dejó agrietar por las heridas, no se dejó vencer por los concéntricos círculos de un tiempo sin salida. Domesticó su dolor en claros versos y entre lágrimas de flores comenzó a amanecer su calavera. Su deseo de Canto fue trágica verdad, anduvo la muerte en los ojos del amado que había dicho:

No sé si beso despierto

la boca que ayer besé,

la que ha de besarme muerto

o que muerta besaré.

 

(Roberto Ibáñez, de “Mitología de la sangre”)

Él asistió a su amada, quien entre puertas y muros, entre cielos y pozos, entre dioses y diablos, anduvo su doble destino de mujer-poeta, como si ignorara el múltiple encanto de su presencia física y espiritual, como si no la hubieran tocado el laurel de la gloria o la estrella del verso que en sus ojos de “anémonas doradas” la cuajaron de alegres caminos. Pero Dios escogió ese tiempo y esa lumbre para que niña, pájaros y flores, siguieran sonriendo a espaldas de la muerte.

 

No obstante haber desarrollado su quehacer artístico en una tierra como la nuestra, tan rica en figuras literarias femeninas, la poesía de Sara de Ibáñez es “una de las más altas escrituras terrestres”, porque continuando con el concepto de Gabriela Mistral, “su poesía es muy diversa a la que hemos hecho las demás mujeres criollas hasta hoy, lo suyo es mar de fondo y, a la vez oleaje muy alto y lleno de unas voces recónditas…que inquietan mucho, que turban a trechos como las escrituras mayores salidas de este mundo…”

 

Su obra, traducida a otros idiomas y en el original, ha merecido los más altos elogios de sus pares. Su actuación fue importante en congresos internacionales (de Literatura Iberoamericana, 1953, Por la libertad de la Cultura, 1956, en México los dos; Primer Coloquio de Poetas Latinoamericanos y Alemanes, en Berlín, 1962); en conferencias dictadas en la B.B.C. de Londres, en la Abbaye de Rouaumont (Seine-et-Oise), en Berlín, Jerusalem, Río de Janeiro y, en México, en la Universidad de Puebla, Palacio de Bellas Artes y Galería Excelsior.

 

Sara de Ibáñez decía en uno de sus últimos poemas:

Lego esta fiebre conductora

de hojas azules, de alas negras…

Lego esta fría aristocracia

de lloro agudo y escondido…

Lego mi pánico celeste

para que Dios medre en la sombra…

Lego esta pálida sonrisa

que siento arder bajo mi cara…

Lego este bárbaro diamante

que en su centella me deshoja…

Legado que hemos recibido con el corazón de la poesía. Su testamento édito comprende:

Canto – Buenos Aires, Losada , 1940.

Canto a Montevideo – Mdeo., Imp. Uruguay, 1941.

Hora Ciega – Buenos Aires, Losada, 1943.

Soneto a Julio Herrera y Reissig – Mdeo., Alfar, 1943.

Pastoral – México, Cuadernos Americanos, 1948.

Artigas – Mdeo., Imp. Uruguaya, 1952.

Las estaciones y otros poemas –México, Fondo de Cultura Económica, 1957.

La batalla – Buenos Aires, Losada, 1967.

Apocalipsis XX – Caracas,  Monte Ávila, 1970.

Canto póstumo (Diario de la muerte y Gavilla) – Buenos Aires, Losada, 1973.

Poemas escogidos – México, Siglo XX, 1974.

Hoy que sus ojos ya perdieron la dimensión de las imágenes convocamos sobre este muro frío de la muerte todo el sol que bruñó su lenguaje, porque fue pez de azúcar en fiesta de vocablos, golondrina de espejos que bebieron su aire, triunfadora del verbo, camoatí de palabras a quien Dios escuchó, porque su polvo anda entre el cielo y la tierra “eternamente pensando”.

Dra.  Sylvia Puentes de Oyenard

De TACUAREMBÓ, HISTORIA DE SU GENTE.

Montevideo, Intendencia Municipal de Tacuarembó, 1981.

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