Desde una Isla toda canto 
Dra. Sylvia Puentes de Oyenard

María Eugenia Vaz Ferreira es la primera voz femenina que se alza, plena de poesía, en Uruguay, pero también en Sudamérica. Años después vendrán Delmira, Alfonsina, Gabriela y Juana.   Si bien hay poemas publicados de Petrona Rosende en 1835 (antología de Luciano Lira) y otras voces se dejan conocer esporádicamente, solo tienen el mérito de desbrozar un camino.  Será recién a fines del siglo XIX que una mujer, María Eugenia  demostrará que  tiene dominio de la palabra y de la concepción del verso, con un rigor tal que solo admitirá que se publiquen  41 composiciones después de treinta años de ejercicio poético. Es este libro, La isla de los cánticos, que apareció después de su muerte acaecida el 20 de mayo de 1924, en edición cuidada por su hermano, el filósofo Carlos Vaz Ferreira (Montevideo, Barreiro y Ramos, 1924 en el interior, 1925 en la cubierta). 

Un solo poemario le ha dado  vigencia a su decir, aunque  años después la familia entregó originales de su obra al médico y poeta Emilio Oribe, quien compiló La otra isla de los cánticos (1959), con 71 nuevas poesías. Zum Felde es categórico en afirmar que poco aportan al núcleo riguroso de la primera selección, pero Arturo Sergio Visca rescata 28 textos para una edición posterior (1980, Kapelusz).  

Nacida el 13 de julio de 1875, de padre lusitano y madre uruguaya, no concurre a centros de educación, pero logra una formación esmerada que encuentra brillantes profesores de música y pintura en sus tíos  -León Ribeiro y Julio Freire- que la hará destacarse como concertista y compositora. En el Teatro Solís se estrenan cuatro dramas líricos de su autoría: La piedra filosofal (1908), Los peregrinos (1909), Dulce misiva (1912) y Resurrexit (1913, con música de César Cortinas).  

Es interesante advertir que desde finales del s. XIX a las dos primeras décadas del XX, Uruguay transita un cambio llamado de la barbarie al disciplinamiento. Es decir, de una sociedad que se manifiesta en excesos y libertad, sin caminos ni puentes ni alambrados, que vive la paralización de la Guerra Grande y logra resurgir después de epidemias y devastación se pasa a otra etapa. En ella se marcan límites:  se alambran los campos, se reglamenta la cría de ganado, se crea la Sociedad Rural y se conforma una policía privada para controlar el robo de ganado. El Estado se separa de la Iglesia, se impone la ética, se reformulan códigos legales y se intenta civilizar a los bárbaros a través de la educación. Para José Pedro Varela, reformador de la educación, el niño era un bárbaro etario y el gaucho, un bárbaro social. El ocio es derrotado por el trabajo y la virtud  se predica desde los libros de lectura con insistencia. Anónima y colectivamente se disciplina la sociedad que reprime la expresión de sus sentimientos, se recata en el vestir y vive con culpa la sexualidad. Niños, niñas, mujeres y clases populares serán los sectores más marcados por estos ellos que hacen de la vida familiar un castillo inexpugnable. La gravedad se apodera de los uruguayos y “el puritanismo de las costumbres derivó en una excitación morbosa de la sexualidad y la sensibilidad”, en el decir del historiador José P. Barrán.  

En ese entorno se forja la personalidad de María Eugenia Vaz Ferreira, bien ubicada socialmente, respetada por su creación, atractiva sin ser bonita, con un diálogo que atrapaba al interlocutor, pero también con sorprendentes actitudes que llamaban la atención y se interpretaban como boutades. De profunda fe religiosa, podía levantarse de un acto si creía advertir una ofensa a su credo, fue también vagabunda de una ciudad que gustaba recorrer sola con su “perpetuo afán contradictorio”.  

Si bien se habla de generación considerando la aparición de las publicaciones, María Eugenia integra la generación del 900, porque su producción se conoce, ya sea en revistas literarias del Río de la Plata o en antologías (Colección de poesías uruguayas, Víctor Arreguine, 1895 y El parnaso oriental, recopilación de Raúl Montero Bustamante, 1905)*.

El entorno del 900 tiene una constelación de tendencias: allí conviven el naturalismo zoleano de Javier de Viana,  el dramatismo de Florencio Sánchez, el lirismo de Julio Herrera y Reissig, el pensamiento reflexivo de José Enrique Rodó, la filosofía de Carlos Vaz Ferreira,  la tensión narrativa de Horacio Quiroga y Carlos Reyles y la cuerda lírica de dos mujeres  que  nacen, con pocos años de diferencia María Eugenia Vaz Ferreria y Delmira Agustini (1886-1914). El destino las ha unido en el universo literario, pero la vida les entregó diferentes posibilidades en la realidad.  

María Eugenia abre el camino, aunque sus poemas primigenios pueden olvidarse, luego su voz se afianza y se debate en interrogantes, anhelos,  símbolos; se funde con el mundo, le canta, reinvidica el poder de la palabra y la concepción estética para ir caminando hacia la madurez de su decir que claudica ante el combate y es el triunfo de la desesperanza, de la soledad, del hastío y la muerte.  

Su obra obedece el llamado de una estrella misteriosa que la nombra en el silencio con invisible llama y con ignota fuerza la reclama. Pero “sigue eternamente por la desierta vía/ tras la fatal estrella cuya atracción me guía,/ mas nunca, nunca, nunca a revelarse llega!” Mientras, sus “torpes brazos rastrean en la sombra/ con la desolación de una esperanza ciega.”  Soneto revelador de una clave que marca una experiencia obsesiva, un afán de trascendencia que se ve superado por los límites. “Yo no sé dónde está, pero su luz me llama”, la ignorancia y el saber, la dicotomía de permanecer en la noche, pero estar seguro de que hay una luz, una esperanza.  

María Eugenia manifiesta atención constante al amor; en La isla de los cánticos se pueden relevar 17 composiciones que lo avalan.  Soñadora, como expresa su hermano,  a su temperamento le “era más grato lo imaginado que lo realizado”, plantea el amor, no el erotismo. El yo lírico se mantiene al margen de la pasión.  ¿Por pudor? ¿Por su fe religiosa? ¿Por las convenciones sociales? Estas no existieron para su coeva Delmira que lo vive en trágica plenitud.  

María Eugenia dice: "Alma mía/ que tornas del viejo lar/ con la red seca y vacía/ de las orillas del mar,/ con la red seca y vacía/ que en la plenitud del día/ no te atreviste a arrojar." ("Barcarola de un escéptico")  Delmira expresa:..."la punta del encanto/ es mi lengua...y atraigo como el llanto! (...) Si así sueño mi carne, así es mi mente;/ un cuerpo largo, largo, de serpiente,/ vibrando eterna, ¡voluptuosamente!" ("Serpentina").   

Versos emblemáticos para estas contemporáneas que compartieron los halagos de una posición social que les permitió destacarse por una formación superior a la del medio. Por distintos caminos –la soledad o la compañía- el amor les hizo jaque mate. Lo estremecedor de María Eugenia es que en algunos momentos ni siquiera la poesía le da satisfacción, así escribe:

Grito de sapo
llega hasta mí de las nocturnas charcas...
la tierra está borrosa y las estrellas
me han vuelto las espaldas.

Grito de sapo, mueca
de la armonía, sin tono, sin eco,
llega hasta mí de las nocturnas charcas...
la vaciedad de mi profundo hastío
rima con él el dúo de la nada.

Aplaudida en 1905 como "la primera poetisa de América", admirada como eximia pianista, fue secretaria de la Universidad de Mujeres (1912) y ocupó la Cátedra de Literatura (1915-1922, en que cesó por enfermedad). Allí la conoció Esther de Cáceres, quien  ejerciera la profesión de médica y la vocación de poeta. Ella supo captar la calidad y profunda armonía entre el pensamiento de María Eugenia y sus actitudes. Unidad que la Dra. de Cáceres destaca en el prólogo de la segunda edición de La isla de los cánticos (1956), donde afirma que vida, muerte y soledad se revelan con imágenes transparentes y de melodía lineal en una poesía "musical, severa, sobria () cargada de significación". En la voz "acontraltada y triste de María Eugenia" ella aprendió a percibir "qué exacta medida, qué exacto tiempo, qué exactas sonoridades dan al poema la presencia espiritual y corpórea que él tiene; apoyándose en múltiples imágenes y sonora música, consigue crear una sola, abstracta, callada presencia de María Eugenia y su soledad, ya separadas, ya juntas, ya identificadas y -en fin- dominando con su único ser sombrío las formas que se evocan..." 

 

Carina Blixen puntualiza que, si bien había artículos en las revistas literarias sobre las mujeres de Ibsen, no hay en las poetisas del 900 alusiones a ellas. Solo atienden al superhombre que ha de redimirlas. Tampoco tienen relación de poder con el dinero y, en el caso de María Eugenia, será una adelantada al aceptar un cargo público remunerado. "Con un ceño austero y una boca caída y dolorosa, en contraposición con la risa fácil y de alta música" creció la leyenda de una poetisa extraña y paradojal que, frente al amor exclama:

Yo quiero un vencedor de toda cosa,
invulnerable, universal, sapiente,
inaccesible y único.
En cuya grácil mano
se quebrante el acero,
el oro se diluya
y el bronce en que se funden las corazas,
el sólido granito de los muros,
las rocas y las piedras,
los troncos y los mármoles
como la arcilla modelable sean.
("Heroica")

¿Busca acaso el paradigma nietzscheano, controvertido y actual para el momento? Un ser que sabe no ha de encontrar y que, en "Holocausto", confirma con una dubitativa retórica:

Quebrantaré en tu honra mi vieja rebeldía
si sabe combatirme la ciencia de tu mano...

En la elaboración del discurso encontramos la respuesta que también se advierte en "El ataúd flotante":

Mi esperanza, yo sé que tú estás muerta.
No tienes de los vivos
Más que la inestable fluctuación perpetua,
No sé si un tiempo vigorosa fuiste,
Ahora estás muerta.
Te han roído quién sabe
qué larvas metafísicas que hicieron
entre tu dulce carne su cosecha.

Segura como Hölderlin que "el hombre es un dios cuando sueña y nada más que un mendigo cuando piensa" se yergue cargada de secretos y de sombras.

Fue rebelde, hierática y singular. En ella es dable advertir la condición del sexo, no como alegato, sino como identificación, en "El regreso":

He de volver a ti, propicia tierra,
como una vez surgí de tus entrañas,
con un sacro dolor de carne viva
y la pasividad de las estatuas.
He de volver a ti, gloriosamente,
triste de orgullos arduos e infecundos,
con la ofrenda vital inmaculada.

Y quien supo vencer los deseos de la carne ha de volver a la propicia tierra:

...con la ofrenda vital inmaculada,
en su sayal mortuorio toda envuelta
como en una bandera libertaria.

Una libertad que condicionó su triunfo, porque tuvo que optar entre las tentaciones de la vida y sus pudores.  En este aspecto es ilustrativo el texto "Los desterrados", del que se desprende que hay un ser escindido, el propio yo lírico, que desarrolla con estructura de romance uno de los escasos planteos anecdóticos de la obra estudiada. Esa visión de un hombre en la plenitud vital ("chorreando salud y fuerza/ sobre la desnuda espalda") y su cuestionamiento: "Dios de las misericordias/ que los destinos amparas,/ cuando me echaste a la vida/ ¿por qué me pusiste un alma?/ Mírame como Ahasvero/ siempre triste y solitaria,/ soñando con las quimeras/ y las divinas palabras (...) ¿Por qué no te plugo hacerme/ libre de secretas ansias,/ como a la feliz doncella/ que esta noche y otras tantas/ en el hueco de sus brazos/ hallará la suma gracia?" Este espacio reflexivo plantea la disyuntiva maríaeugeniana frente una actitud que mantuvo y de la que ya no se siente tan segura. Sobre el tema, Zum Felde ha expresado:                

"Para el que dio sus frutos en el estío, el otoño es la dulzura del reposo; pero aquel era el otoño gris y vacío de los que no han amado, duro como un reproche, acerbo como un remordimiento. La poetisa vio derrumbarse, convertida en ceniza de tristeza, la fortaleza de su orgullo, y caer de su cuerpo, en pedazos, la herrumbrosa armadura metálica de su soberbia. Quedó aterida, como un pájaro; se sintió sola, perdida entre los hombres, pobre criatura de Dios, a quien su Dios negaba hasta la dulzura del consuelo...Su vida había fracasado y sólo le quedaba la liberación de la muerte." 

Sólo la posteridad le devolvió a María Eugenia el lugar que en justicia le correspondía. Si bien impuso su cuño, quizás pudo advertir el ocaso de su nombre eclipsado primero por Delmira Agustini y luego por Juana de Ibarbourou.  Partió de esta vida sin fáciles entusiasmos que la sostuvieran, sin el especial amor que la devorara..."Entre la vida y las olas / jugando a cunas y tumbas/ estaba la soledad..."   

La isla de los cánticos es título emblemático y simbólico, que alerta sobre la vocación del canto y un destino de soledad y aislamiento. Una isla refiere al espacio de difícil acceso, es símbolo de un centro espiritual, de entorno sagrado, una pequeña y perfecta imagen del cosmos. Para ciertas culturas remite al lugar de los bienaventurados y, si no lo fue María Eugenia, sí fue diferente. Así lo confirman sus escritos y los conceptos de quienes la conocieron.  

Su isla se convirtió en refugio porque a través del canto pudo trascender.  En el comienzo pensó titular este volumen “Fuego y mármol”, antinomia que se unía en sus versos; luego creyó que “La isla de oro” era lo adecuado, pero lo rechazó por sugerencia de Crispo Acosta, para llegar al que nos convoca, que es un acierto. El poemario es ámbito de reflexión sobre el desamparo, la desesperanza, la desolación, el destierro. Desde esa posición el yo lírico aborda los grandes temas existenciales y entre los numerosos símbolos planea el pájaro de cristal libre, raudo, límpido y sonoro.  Los elementos auditivos son interesantes porque jerarquizan el canto que va a tener un clímax para enmudecer en el último poema: “Por eso enfundo mi flauta,/ la del ambiguo cantar,/ y quien me escuche oiga solo/ mi paso en la soledad.”  

Eso es lo que hemos escuchado de esta náufraga de la vida, rescatada por su arte y por la fe, aunque no la trasmite en sus poemas. Una soledad que ella conquistó por miedo al fracaso.  No por azar la condensación lírica de su poesía puede plantearse en su decisión : “Quien no sabe estar alegre/ no tiene por qué cantar./ Si se derrotó a sí mismo/ ¿qué enseñará? ("Enmudecer")  

Si pensamos con Ortega que el deseo fenece al satisfacerse y, en su carácter pasivo, es el anhelo de que las cosas vengan a mí, que soy centro de esa gravedad, creeríamos que en María Eugenia más que amor hubo deseo, pero  es la inercia frente a ese deseo. Es el amor del asceta que parece aseverar: “No puedo amar, no debo”. 

La crítica reconoce en la lírica  maríaeugeniana tres períodos.  Uno, anterior al 900, en que el romanticismo está muy ligado a la música. Se advierte la influencia de Heine, a quien lee en su lengua y también de Bécquer. En “Berceuse” ya se insinúa su posición ante el amado cuando, ejecutando el piano, se concentra en el arte y él se queda dormido: “¿Fue real su sueño? ¿Fue un elogio?/ Aún lo ignoro. Solo sé/ que yo me dije sin despecho:/ Fui más artista que mujer.” No hay composiciones de este lapso que superaran su rigor crítico. 

El segundo período corresponde a los primeros trece años del siglo XX, afirma su voz, tiene más brío y sonoridad, está muy cerca del mexicano Díaz Mirón y del uruguayo Armando Vasseur. El modernismo está presente con fuerza en esta latitud combinándose con elementos parnasianos. Su verso es  desafiante, enérgico, habla desde un plano superior, bien comprobable en “Heroica”.  Otras composiciones de este momento son: “Sacra armonía”, “Ave celeste”, “Oda a la belleza” y  “Canto verbal” en las que el sentido estético marca una línea fundamental como ideario y también como anhelo de trascendencia. En  “el glorioso placer de la armonía”  desea “jugar con ellas un divino juego/ de perfección y de inmortalidad.” 

La tercera etapa es la del ocaso, donde pierde frescura, se hace más ácida en su decir y descuidada en su presencia. Se da cuenta que ha perdido la batalla que planteó entre la carne y el pensamiento. Su castidad se convierte en trofeo que no resuelve sus conflictos, pero enfatiza el aspecto intelectual donde la profundidad y el tono existencial dan expresión a logradísimos  poemas. Hay un acento dramático en su sinceridad que nos lega: “Los desterrados”, “Barcarola de un escéptico”, “El ataúd flotante”, “Invocación”, “El regreso”, “Fantasía del desvelo”, “Único poema”. 

María Eugenia no se atrevió a desafiar  la vida, su obsesión fue mantenerse dentro de los cánones sociales y, su tragedia, cuestionarlos con planteos metafísicos. Por su sangre corrió un río de pájaros oscuros que no anidaron en su vientre ni gorjearon en su fe, aunque  sepultada en lontananza, "goteando: Chojé...Chojé...", despierte y sobre las olas, se eche a volar otra vez. 

“¿Midió alguna vez María Eugenia el alcance de su voz? ¿Conoció su profundidad? ¿Tuvo la certeza de que en La isla de los cánticos se salvaba a pesar de ella misma y para siempre?” Replanteamos las preguntas que se formuló Sara de Ibáñez. Cada lector tiene su respuesta. En nuestras manos esta nueva edición  de Ediciones Torremozas que, por primera vez cruza el océano, para llevar el estremecimiento de quien fue ungida con sedes y ambiciones sobrehumanas y no pudo “tocar la carne de la vida jamás, jamás, jamás”.

 

*Un año antes de su muerte Juan Parra del Riego incluye una selección de sus poemas en Antología de poetisas americanas y en 1924, antes de la aparición de su libro póstumo, ve la luz Selección de poemas de la editorial Adelante de Buenos Aires, la que para Ángel Rama no es argentina, sino una propuesta del librero uruguayo Claudio García.

 

Dra. Sylvia Puentes de Oyenard

Prólogo a LA ISLA DE LOS CÁNTICOS 
Ediciones Torremozas, Madrid, octubre 2006

 

Bibliografía

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Dra. Sylvia Puentes de Oyenard

 

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