-Estamos rodeados de monstruos. Los místicos iniciados en el arte de la visión espiritual saben que esas entidades horripilantes nos rodean por doquier- dijo Elena Airigoitía mirando aviesamente a sus azorados interlocutores mientras degustaba el mousse de foie gras. El anguloso rostro sin maquillaje era una nota casi discordante en aquel ámbito sofisticado. Sus carnosos labios engullían algo más que los restos del postre.- Pero son invisibles, por suerte para nosotros. Si fuéramos capaces de verlos moriríamos aterrados- concluyó mirando a Luciano Estévez, un joven y atildado agente de seguros que nadie sabía por qué había sido invitado a aquella cena en la mansión que tenían en Carrasco los Rubertoni, dos multimillonarios que eran capaces de aliar los materiales humanos más disímiles con tal de matar el aburrimiento.
-Los seres humanos comunes, en cambio, creemos que esos monstruos sólo existen en la imaginación de los poetas- dijo Andrea Paiva con burla, para dejar bien establecido que ella estaba muy lejos de ser una persona vulgar. Cuando emitió su voz ronca se produjo un silencio intenso, pues la invitaban a cenar a pesar de que la encontraban incomprensible y amenazadora, y todo lo que decía resultaba inquietante.- Pero sabemos que los verdaderos monstruos están latiendo alrededor de nosotros con la forma de padres, esposa o esposo, amantes, amigos y enemigos. Sobre todo amigos- concluyó.
Los Rubertoni rieron con nerviosismo al unísono, quizá porque eran suficientemente perversos como para sentirse aludidos.
La señora de Estévez, una hermosa, frágil y superflua mujercita, rió estúpidamente pero con angustia, como si hubiese experimentado un desasosiego repentino.
-Creo que lo único realmente monstruoso es la vida- dijo el doctor Muñoz del Campo con su voz resonante y sensual. Era un hombre joven, lánguido y melancólico, y sus ojos azules se posaban sobre los demás con asombro permanente.
Aquel era un comentario melodramático e inoportuno que había sido proferido por alguien que no tenía la menor noción de las palabras que deben pronunciarse en el momento en que se sirve el postre.
Elisa Rubertoni, la anfitriona, una madura mujer que era tan libidinosa como frívola, intentó borrar aquella mancha.
-Creo que la vida sólo es monstruosa cuando uno se acuesta en la cama desnudo y sin compañía- dijo.
Todos rieron con mesura.
Luciano Estévez trató de imaginar cómo sería la vida sexual de su anfitriona. Era una mujer elegante, de rostro armonioso, cuerpo opulento, senos y caderas firmes y mirada profunda y escrutadora. Era más deseable que su propia mujer, a quien encontró casi insignificante en ese momento.
-Creo que Muñoz hablaba en serio- dijo Andrea Paiva con empecinamiento, pues le desagradaba la vulgaridad que suele aflorar en ciertos seres mundanos cuando la conversación alude a asuntos eróticos. La mujer de Rubertoni era un buen ejemplo de ello -. La vida es monstruosa, sin duda. Sobre todo porque es inexplicable. Yo, por ejemplo, no tengo la menor idea de para qué sirve.
Era llamativo que hablara de ese modo una profesional rica y exitosa, pero Luciano Estévez, cuyos impulsos lúbricos eran proporcionales al erotismo de las personas que tenía a su alrededor, dijo con intención:
-Yo podría decirle para lo único que sirve.
El comentario le encantó a la anfitriona, quien aprovechó la oportunidad para imprimirle a esa cena que había sido extensa y bastante aburrida un matiz pérfidamente sensual.
-A mí me encantaría... -dijo, pero dejó la frase en suspenso. Esa era la mejor forma de sugerirle al osado y atrayente joven que ella estaba disponible para lo que fuera. Me encantaría saber por qué la gente se aburre tanto- añadió para disolver aquella especie de audacia -. Yo, por ejemplo, me entretengo demasiado.
Al oír la palabra "entretengo" Pablo Rubertoni sonrió con burla mientras su blanca y descarnada mano acercaba la copa a sus labios. Los "entretenimientos" de su mujer, como bien lo sabían los asistentes a la cena, eran suficientemente amplios y matizados, y en ellos solían participar hombres y mujeres de todas las clases sociales. No era necesario referirse a ellos, pensó, y atribuyó el desliz de su consorte a la desmedida ingestión de vino.
-Entretenerse...entretenerse- repitió Andrea Paiva con sorna -. Eso es mucho decir, y en general se afirma cuando uno se conforma con poco -. Miró a cada uno de los comensales con sus enormes ojos violáceos y preguntó capciosamente:- ¿Habría posibilidad de entretenerse sin las otras personas?
Era una excelente pregunta y a la anfitriona le encantó el desafío.
-¿Qué opina usted?- le preguntó a Luciano Estévez con mirada libidinosa. Él era la presa sobre la que deseaba posar sus pezuñas aquella noche -. Y no me vaya a contestar con alguna guarangada, diciéndome que se entretiene leyendo libros o yendo al cine.
-Jamás leo libros- dijo Estévez. Todos rieron -. Y al cine voy muy poco.
-¿Pero qué hace usted además de vender seguros?- preguntó la anfitriona fingiendo asombro -. Su vida debe ser muy aburrida.
-Me aburro trabajando y me divierto ganando mucho dinero.
Las palabras "mucho dinero" les parecieron ridículas a todos los presentes, quienes gastaban mensualmente en divertirse lo que Estévez ganaba en un año. A él mismo lo avergonzaron después de haberlas pronunciado. Pero ya era tarde.
-¿Solo a esas menudencias se refería cuando dijo que sabe para lo único que sirve la vida?- preguntó la mujer de Rubertoni.
La pregunta era demasiado frontal y Pablo Rubertoni, quien era incapaz de tolerar tanta definición de parte de su consorte, tosió atildadamente, posando sobre el mantel su blancuzca mano con forma de insecto. Era demasiado refinado, casi femenino, y en los momentos de tensión se tornaba marmóreo e insípido.
Pero Luciano Estévez no se arredró fácilmente y dejó a los asistentes estupefactos cuando dijo:
-Me refería a lo que ahora nos gustaría hacer a todos.
A Pablo Rubertoni le resultó chocante aquella inesperada insinuación. La mujer del corredor de seguros y los demás invitados, a pesar de haber bebido más de la cuenta, parecían sosegados, indiferentes y graves y a él le quitaban inspiración y deseos de volar. Hubiera preferido, como era habitual, que la excitación se produjese lentamente, de manera imprecisa y compleja. Pero su erotizada mujer y el ímpetu del muchacho estaban estropeándole la fiesta. ¿Pretendían acaso organizar una fiesta propia?
-¿Así que es vidente?- preguntó la anfitriona con visible exaltación. La mujer de Estévez oía azorada. Y Elena Airigoitía y Andrea Paiva, quizá porque conocían todos los matices del juego, la observaron expectantes -. ¿Qué es lo que queremos hacer, según usted?-. Estévez vaciló. Estaba confuso -. Vamos, sincérese, sea valiente- añadió ella.
Luciano Estévez miró la pesada araña que pendía sobre los comensales y por tercera vez en la noche temió que se desplomara. Pero había bebido lo suficiente como para no amedrentarse por nada.
-Me refería al placer, más concretamente al orgasmo.
-¡Qué imaginación tiene este hombre!- exclamó la anfitriona mirando con fingida pena a la mujer de Estévez, quien la contemplaba con expresión ingenua -. La compadezco -. Después miró alternativamente a cada uno de los comensales y preguntó: - ¿Aparte de mí alguno de ustedes tiene necesidad de ese placer en este momento?
La pregunta quedó flotando en el aire porque nadie respondió y en ese momento volvió a entrar un mucamo para servir más vino y vaciar los ceniceros. Esta irrupción acrecentó el nerviosismo de Estévez. Durante toda la noche había registrado los puntuales ingresos y salidas de los sirvientes en los momentos más inesperados. Ninguno de aquellos desplazamientos era casual, y sus pulcros y silenciosos gestos parecían haber sido ensayados con rigor.
El agente de seguros bebió un sorbo de vino. Sentía que sus sienes estaban a punto de estallar. Se sentía confuso y perdido, pero advirtió la mirada homicida que le dirigía su anfitrión, y los hermosos y turgentes senos de la mujer de este. Su propia esposa, a la que miró de soslayo, estaba lastimosamente cohibida y le parecía fea e insustancial.
-¿Ven?- insistió la mujer de Rubertoni -. Era pura fantasía de su mente.
-Cualquier forma de placer es una fantasía- dijo Elena Irigoitía.
-¿Fantasía derramarse de pronto, volverse líquido gritando?- preguntó Estévez.
-Esa es una metáfora grosera, señor Estévez- dijo Rubertoni sonriendo crispado.
-Yo lo siento así.
-Querido...- dijo la mujer de Rubertoni al marido -, los jóvenes son más ardientes e impulsivos que nosotros y eso no debería molestarte. La metáfora es hermosa. "Volverse líquido gritando"- repitió pronunciando las palabras con meticulosidad, como una actriz envanecida -. Es inquietante. Hace tiempo que en esas circunstancias no oigo gritar a nadie. Me refiero a gritar sin fingimiento. ¿Comprenden?
Casi todos comprendieron, habida cuenta que nadie ignoraba que ninguno de los Rubertoni se preguntaba demasiado sobre la autenticidad de los sentimientos de la gente con la que iban a la cama.
-Sí, comprendimos, aunque todo este diálogo me parece absurdo y vulgar- dijo Elena Airigoitía simulando fatiga pero convencida de que las expectativas de la noche estaban abortando y de que todo se volvía vacío y despojado de misterio. En la velada anterior, en esa misma casa y con dos invitados extranjeros ocupando los lugares de Estévez y de la señora, el sinuoso diálogo previo había derivado en situaciones alucinantes. Por eso añadió:- Cuando oigo la palabra orgasmo pienso con hastío en algo parecido a cerraron la puerta, se desnudaron, se introdujeron en la cama y fueron felices de la única manera posible.
-¡Qué gracioso!- exclamó Jorge Paiva, un cuarentón impecablemente trajeado de negro, con el pelo engominado, la piel blanquísima y los ojos somnolientos. Esas eran las únicas palabras que había pronunciado desde que sirvieran el postre. A continuación, como si obedeciera a un impulso posesivo, deslizó su mano sobre el brazo de la hermana y lo acarició con voluptuosidad.
-A mí me gustaría saber cuándo se originó la absurda idea de que la felicidad sólo es posible en el momento en que dos cuerpos de la misma especie deciden aparearse- dijo Andrea Paiva.
-Supongo que deberías saberlo, querida- dijo la mujer de Rubertoni generando hilaridad en todos los presentes -. Después miró con morbosidad al hermano y le preguntó: -¿O habrá que enseñárselo mejor?
-Fue durante la era victoriana, tan pacata, tan llena de represiones y fingimientos- dijo Elena Airigoitía-. ¿Se imaginan al hombre de las cavernas haciendo un culto tan intenso como el que hacemos nosotros de ese momento estúpido? ¿O al hombre medieval? ¿O al dieciochesco? Es imposible.
-Lo único imposible, querida, es imaginar cómo eran esos hombres tan remotos, incluso los victorianos- dijo Rubertoni con su voz quebrada y meliflua -. Ni siquiera los historiadores tienen una idea cabal.
-Por supuesto: la historia es lo que nunca le ocurrió a uno- exclamó la anfitriona con deliciosa brillantez.
-¿Les parece? Nuestros abuelos eran victorianos- dijo con sorna Andrea Paiva.
-Y también algunos de nuestros padres- agregó el hermano.
-¡Qué exageración!- exclamó la mujer de Rubertoni con extraño ímpetu henchido de frivolidad y desencanto. Era evidente que deseaba acrecentar las tensiones sin cambiar de tema. Pero se estaba aburriendo.
-Odio esa obsesión por vivir en yunta, y nunca soy tan feliz como cuando duermo sola- agregó Elena Irigoitía -. Ustedes pensarán que casi nunca soy feliz- dijo mirando a los anfitriones con sarcasmo -. Y es verdad. Pero jamás olvido que uno nace y muere solo.
Elisa Rubertoni estaba harta. Aquella mujer tortuosa, libertina y revestida de una pátina espiritualizada y esotérica era capaz de echar litros de agua fría sobre la prometedora reunión y sus diálogos insinuantes y febriles. Para hacerse notar, claro. Pero no estaba dispuesta a permitirle que continuara retrasando el juego.
El marido, en cambio, pensó que la inadecuada densidad conceptual con que Elena enrarecía el clima era consecuencia de que estaba en un día angustiado y de que la presencia de un híbrido galancete como Estévez no lograba motivarla.
Rubertoni se preguntó en qué fallaba Estévez para que aquella ninfomaníaca no se hubiese abalanzado sobre él. Lo miró con atención y comprobó desencantado que su mujer se había equivocado otra vez: el muchacho era rotundo, demasiado carnal, y su ostentosa sensualidad despojada de inteligencia lo tornaba insignificante.
Pero Elena Airigoitía, al contrario de lo que él pensaba, no tenía intención de hacerse notar. Odiaba la obsesión de la especie humana por vivir en pareja, compartir promiscuamente los espacios más íntimos y procrear. La mayoría de sus amigas divorciadas, viudas o solteras vivían soñando con una pareja estable. Ella, en cambio, solo quería compartir con los hombres el espacio del sueño nocturno. Únicamente durmiendo los amantes eran capaces de vibrar juntos, pues al despertar se extraviaban, se separaban, se enredaban en laberintos y deseos inútiles.
-Estoy segura de que en la vida anterior fui monja- concluyó Elena Airigoitía sin advertir la furibunda mirada de la mujer de Rubertoni.
Esta, utilizando su voz más cantarina y mirando en derredor con encantadora coquetería, exclamó frívolamente:
-Yo, en cambio, estoy segura de que fui gitana -. Sus pequeños ojos refulgieron de satisfacción. La estúpida sonrisa denotaba la certeza de que su comentario había sido sorprendente y original.
-¿De qué tribu?- preguntó Jorge Paiva. Cualquier desprevenido hubiese inferido que la pregunta era burlona, pero estaba dotada de la relativa seriedad que albergan las preguntas de algunos seres superficiales y, a pesar de formar parte de un juego mundano, contenía mucho de interés verdadero.
Todos rieron con desparpajo. La carcajada más sonora la emitió el anfitrión, quien disfrutaba secretamente de los tropezones sociales de su mujer.
-¿Y usted cree en el karma?- le preguntó la anfitriona a Estévez con ligereza, como si estuviese interrogándole sobre el estado del tiempo.
-Me parece muy divertido eso de volver a nacer- dijo Estévez.
-A mí me parece perfectamente lógico. Nadie puede desarrollar todas sus posibilidades en el transcurso de una sola vida- dijo Muñoz del Campo.
Tanto engolamiento culterano no le agradó al anfitrión. Miró sin disimulo el barroco reloj de pie y constató que faltaban cinco minutos para las once. Era hora de amasar un poco más la arcilla, mover los cuerpos y usar el "rapé".
-Vamos a tomar el café a la sala, querida. ¿No les parece?- preguntó dirigiéndose a todos.
-¿A cuál de ellas?- preguntó Lucía Paiva.
-A la budista- respondió él con velada ironía.
Todos se levantaron casi al unísono, y la anfitriona advirtió en los ojos acosados del marido que esa noche a él iba a resultarle más difícil degustar adecuadamente el "postre" central. Este siempre fluía invisible y turbio entre los invitados al final de la cena, antes de corporeizarse en las salas.
Caminaban con lentitud, la anfitriona al lado de Luciano Estévez, la mujer de este junto a Rubertoni. Elena Airigoitía tomó del brazo a Jorge Paiva y Muñoz del Campo a Andrea Paiva. A cualquier observador perspicaz le hubiese llamado la atención el homogéneo aspecto del grupo: todos eran altos y estilizados, vestían con refinamiento, eran pálidos y hermosos. Las combinaciones que la mujer de Rubertoni se solazaba en elaborar revelaban la férrea determinación de excluir de sus cenas a las personas mal vestidas, a los gordos, a los petisos y a los feos.
La sala budista, a diferencia de la griega, la medieval o la africana, era aséptica y deliberadamente triste, a pesar de las notas de atemperado color que le imprimían las alfombras persas, los innumerables almohadones y los dos tapices que recubrían las paredes. Los candelabros de hierro forjado lucían una sola vela. Sobre un pequeño y recamado mueble oriental había copas y botellas de champaña.
-Vamos, jovencito - le dijo la mujer de Rubertoni a Estévez mientras se sentaba sobre uno de los almohadones -. ¿Cuándo y cómo se originó esa sensualidad sin freno? Ningún invitado mío ha tenido tanta osadía como usted esta noche.
Rubertoni dialogaba con la esposa de Estévez pero oyó la pregunta de su mujer y se sintió molesto. Ella había perdido la noción de equilibrio y estaba destrozando las pocas posibilidades que aún restaban de crear un clima propicio. Mientras él conversaba insinuantemente con aquella mujercita asustada y sin energía mental, mientras los otros invitados se dispersaban para crear sugestivos climas, Elisa se abalanzaba sobre el galancete dispuesta dejar a todo el mundo de lado.
Recordó la penúltima reunión, cuando los dos invitados finlandeses ingresaron al salón griego y, sin necesidad de absorber el "rapé", empezaron a desnudarse con lentitud y a ponerse las túnicas.
-Ya que estamos en el salón budista podríamos oír los mantras tibetanos- dijo Jorge Paiva.
-No quiero oír música. Alcanza con nuestras voces. Son más sugestivas que esas letanías- dijo Elena Airigoitía encendiendo una varilla de incienso y recostándose sobre los almohadones.
"Algo es algo", pensó Rubertoni mirándola, y como una vez que se entraba a los salones las mucamas no aparecían más, él mismo se dispuso a servir el champaña sobre las copas.
-Ayúdeme, querida- le ordenó a la mujer de Luciano Estévez, quien acudió solícita a su lado. Esta experimentó una extraña sensación al sentir el roce de su mano blanca y pegajosa cuando le ofreció la primera copa.
-¿Qué está diciendo?- preguntó riendo a carcajadas la esposa de Rubertoni-. Este hombre es un sátiro- añadió en voz muy alta refiriéndose a Estévez y mirando a los presentes con cara de víctima. Pero nadie, fuera de la mujer de Estévez y de Rubertoni, reparó en ella.
Andrea Paiva y su hermano murmuraban palabras inaudibles recostados uno junto al otro, mientras Elena Airigoitía y Muñoz del Campo se besaban serenamente, con extraña parsimonia, como si estuviesen iniciando un ritual.
Rubertoni extrajo del pequeño mueble un espejo antiguo, los sobrecitos blancos y un pequeño canuto de metal. Abrió cuidadosamente los sobres y trazó con el polvo que estos contenían varias líneas muy finas sobre el espejo. Después, inclinándose sobre este, se contempló el rostro con detenimiento. Su absorta expresión le confería a la cara una aureola espectral. La mujer de Estévez lo miraba con mudo estupor, de cierto modo excitada, y observó que acercaba el canuto a una de las hileras y aspiraba el polvillo cerrando los ojos con delectación. Inmediatamente -todo el ritual había sido preciso, breve y espasmódico- Rubertoni acercó el espejo al rostro de la mujer de Estévez y la indujo a aspirar otra hilera de polvo.
-Siéntese a mi lado, querida- le dijo, mientras la anfitriona, después de tomar el espejo que él le había ofrecido, inició el mismo ritual-. Su marido y mi mujer susurran cosas atroces. Deben estar hablando de usted y de mí, de lo aburridos que somos o de las carencias que tenemos en la cama-. Sus gestos y el tono de conspirador subyugaron a la muchacha, quien pocos segundos después de haber aspirado la droga se había puesto tan eufórica como él. ¿Qué tipo de carencias tiene usted? No se sonroje. Vamos, sea sincera. Yo le demostraré enseguida cuáles son las mías. Delicioso cuello- dijo besándoselo mientras observaba cómo su mujer y Estévez también aspiraban el "rapé"-. Anímese, querida. Sea feliz- añadió introduciendo la mano afilada entre sus senos.
-Oh Dios...- exclamó la mujer de Estévez. Vio que los cuerpos que la rodeaban latían entre humo y luces rojizas. Oía risas inidentificables y el murmullo de otras voces. Su rostro resplandeciente estaba perlado de sudor.
-¿Qué le pasa a mi pichona?- preguntó Rubertoni abriéndole la blusa y besándole los senos.
Pero la señora de Estévez, a pesar del éxtasis, estaba inmóvil y aterrada, como si la hubiesen crucificado en el sillón, y sus ojos no reflejaron nada más que indiferencia al advertir que su marido y la anfitriona protagonizaban una lujuriosa escena de sexo bucal.
Los hermanos Paiva estaban desnudos, fundidos en una abrazo extático. Nadie hubiera osado acercárseles ni tocarlos. Elena Airigoitía y Muñoz del Campo se besaban con impresionante lentitud, como si fuesen los máximos exponentes de un mundo en que los seres vivientes solo son espíritu descarnado. Sobre el sillón contiguo a ellos estaban el espejo, el canuto y los ocho sobres vacíos.
Cuando la señora de Rubertoni terminó el trabajo entre las piernas de Estévez, este miró hacia el cielo raso buscando la araña. Pero vio el techo blanco y desnudo y se alarmó por la impresionante nitidez de la luz. Deslizó los ojos en derredor y advirtió que la luminosidad era total, que nada en el salón era ambiguo o difuso. Comprobó que el anfitrión estaba poseyendo a su mujer sobre los almohadones. Se enderezó y la miró con una mirada extraviada, idiota y llena de deseo. Por primera vez en su corta existencia tuvo el presentimiento de que la vida no era razonable y estaba llena de mentiras. Pero era imposible lidiar con las nuevas imágenes que se precipitaban sobre él. Y sintió un regocijo intenso y un afán de experimentar y de vivir que le produjeron vértigo y miedo. Paseó los ojos por la sala. Se olía el incienso. Los hermanos Paiva yacían abrazados en posición fetal, y Muñoz del Campo y Elena Airigoitía se miraban en silencio.
De pronto observó con estupor que Rubertoni se desembarazaba de su mujer y lo miraba a él. La inquietante mirada le produjo pánico. Buscó después los ojos de Elisa Rubertoni, pero ésta se había acercado a su mujer, junto a la cual se tendió.
Imprevistamente, los hermanos Paiva se levantaron y se dirigieron hacia Muñoz del Campo y Elisa Airigoitía. Estos los esperaban frontales, erguidos, como sacerdotes dispuestos a entregar la hostia.
Y mientras su mujer se dejaba acariciar por la anfitriona, Luciano Estévez vio al dueño de casa acercarse a él sin vacilaciones, como si por primera vez en la noche hubiese resuelto al fin ser una señorita enérgica, perversa y viciosa. |