Pequeño canalla |
- I - |
José Enrique estaba sentado a la mesa terminando de almorzar. "Mami", en cambio, quien siempre comía sola, monologaba en la cocina aludiendo con aspereza a las desorbitadas exigencias de José Enrique en materia de comidas, a Ulrico, a los desplantes de Rita Pedrera, la vecina izquierdista del apartamento ciento dos, a la inutilidad de todo esfuerzo y al páramo en que se había convertido su vida. -Y el cretino no llega- exclamó. -Ya vendrá- exclamó José Enrique con expresión bovina mientras terminaba de engullir la última milanesa. Y él pensó: "¿Cuántas veces ha llorado desde que la conozco? ¿Doscientas? ¿Quinientas? ¿Novecientas veces? ¿Mil veces?". El llanto de ella, y antes su propio llanto y el de sus hermanos, y después el llanto de muchos compañeros de trabajo, y de vecinos, y de moribundos, y de amigos enfermos o que lloraban por llorar, era la sinfonía empecinada en perseguirlo desde tiempos inmemoriales por todas las calles, por todas las casas, por todos los meses y los años de su vida. El llanto parecía el único sonido capaz de engendrar el mundo. -Sí, ya vendrá. ¿Pero cuándo?- preguntó "mami"-. Anoche se fue con esa mafia de vagos a bailar y ni siquiera me dijo hasta luego. Y todavía no vino. No me digas que esto es normal. Se habrá peleado con alguien que lo asesinó, o estará cantando las canciones de ese Jim Morrison en algún teatro vacío. -¿Por qué en un teatro vacío?- preguntó José Enrique con curiosidad, quien a pesar de su hierático ausentismo, era extremadamente sensible a las implicancias de las palabras-. Podría tener tanto público como Jim Morrison, si quiere. Magnetismo no le falta. -¿Que ese sinvergüenza tiene magnetismo?- preguntó ella con soberbia-. ¿Llamas magnetismo a dejarse el pelo largo y desaliñado, a llevar una caravana en la oreja, ponerse botas vaquero y esa horrible ropa negra? Eso no es magnetismo. Es ira solapada. Es crueldad. Es agresividad contra la gente bien nacida. Magnetismo tenía Greta Garbo, que en paz descanse. -Greta Garbo está muerta. -Ya sé que está muerta, por desgracia- dijo "mami" lloriqueando-. Este, en cambio, está muy vivo, pero quisiera saber dónde. -Yo también- exclamó José Enrique abandonando el tenedor sobre el plato con el propósito de invocar en silencio a sus pequeños dioses para que aquel llanto y aquellas protestas terminaran antes que su propia vida. Porque él, y a pesar de todo, quería vivir más aún. Setenta y ocho años eran poca cosa para un hombre. Aunque estuvieran henchidos de llantos, en realidad no eran nada. -Calmate, mami- exclamó José Enrique con temor de que los vecinos oyeran los gritos y pensaran que se llevaban como perro y gato. -¿Qué pasa, José Enrique?- preguntó Ana L. con voz meliflua-. ¿Ese pequeño canalla le ha pegado a mami otra vez? ¿Es posible que tú (los "tú"de Ana L. eran muy viperinos y sofisticados) permitas que uno de estos energúmenos de las nuevas generaciones torture hasta el paroxismo a una abuela buena y sacrificada?¿Qué pasa esta vez? ¿Quiere más plata? ¿Se niega a estudiar? ¿No quiere emplearse? ¿Por qué no terminan de una vez por todas con ese culto al rock and roll que envenena a todas las generaciones y hace temblar las paredes de este edificio? No es posible que tu apartamento se haya convertido en una discoteca, y que la foto de ese Elvis Presley esté expuesta sobre el bargueño, al lado de los candelabros y de la foto de la reina. -No es Esvil Presley. Es Jim Morriosn- dijo cansinamente José Enrique. -Lo mismo da. Son la misma y estridente mugre. Te ruego, te suplico (él imaginó los finos labios pintarrajeados de Ana L. plegándose con exageración) que protejas a esa santa de mami de la mafia generacional. Y si hay peligro de que le pase algo a Malaquíades tráelo a mi apartamento- concluyó Ana L. aludiendo al reciente ataque de furia de Ulrico que derivó en el intento de tirar al viejo perro por la ventana. Después de colgar el tubo José Enrique resolvió que iba a devolver el teléfono a Antel, y cuando comprobó que "mami" se había calmado y dormitaba con la cabeza apoyada sobre el fogón de la cocina, caminó con lentitud hacia el vestíbulo y se detuvo frente al bargueño. Al lado de los candelabros se veían dos grandes fotos de "mami". En una de ellas estaba besando a Ulrico cuando era niño. En la otra, ella, Ana L. Y Rosa Boudrillón sonreían solemnes y orgullosas junto a la reina Sofía de España. Pegada a la pared, y detrás de los candelabros, estaba la fotografía de Jim Morrison. José Enrique permaneció largo rato en la penumbra del vestíbulo, reconfortado por el silencio y la soledad. Dentro del mundo de locos en el que le había tocado pasar su vejez, aquel lugar del apartamento era el único tranquilo y protector. Entre alfombras, candelabros, espejos y marcos antiguos, sentía que la armonía y la dicha del pasado aún eran posibles. Poco después llegó Malaquíades renqueando. Tuerto, casi ciego y muy viejo, el perro nunca sabía bien por dónde iba ni hacia dónde. Pero, al igual que José Enrique, prefería el vestíbulo a cualquiera de los escondrijos que podía hallar en el apartamento. Claro que también los prefería para evacuar y orinar, dándole pábulo a "mami" para que iniciara sus monólogos contestatarios. Malaquíades se acercó y empezó a lamerlo gimiendo de manera intermitente, porque el llanto de "mami" lograba entristecerlo más que a José Enrique. Y este, que a esa altura de la vida sólo del perro podía esperar agradecimiento y cariño, se inclinó hacia él con dificultad y lo acarició. Después entró a su cuarto, sacó los diarios, las revistas viejas y los remedios que estaban sobre el diván y se sentó a dormir la siesta. Habría dormitado menos de una hora cuando oyó un estrépito, y al aguzar el oído comprendió que "mami" estaba persiguiendo al perro por el apartamento. -Perro inmundo, maldito bicho- exclamó "mami" con asordinada voz que atemperaba a propósito, por miedo de que Ana L. pensara que era una ordinaria capaz de maltratar a un animal indefenso -. ¡Perro podrido y castrado! ¡La próxima vez que orines en la casa voy a matarte!-. Lo persiguió con torpeza, porque sus ciento diez kilos de peso constituían una masa difícil de manejar y fácil de eludir, incluso para Malaquíades, que a pesar de la vejez y la mala salud tenía más agilidad que la anciana -. ¿Hasta cuándo vas a seguir torturándome?- gritó amenazándolo con la escoba. -Dejalo tranquilo, mami. Es un pobre animal- musitó José Enrique. -Un pobre animal soy yo, que lo aguanto desde hace quince años. ¡Y tú! ¡Y tú! - lo acusó ella-. ¿Qué mejor cosa podrías hacer por mí que mandar ese perro a la perrera? -Cállate, mujer. La perrera está llena de perros como él y ya no aceptan nuevas ofertas- dijo José Enrique con burla. -Por eso mismo quiero mandarlo allí- bramó ella tratando sin poder lograrlo que la protesta tuviese un dejo señorial -. No voy a ser menos que todas esas personas decentes que alejan de su intimidad a estos bichos llenos de bacterias que contaminan todo- pronunció la palabra "bacterias" con rebuscamiento, como si al emitirla se identificase con la peligrosa invisibilidad a que ella aludía -. Además, y esto, escuchame bien, es la última vez que lo digo, no estoy dispuesta a seguir gastando en la sociedad médica para él, ni en los remedios, ni en la comida especial, ni en las inyecciones. Mi espantoso reuma necesita un tratamiento más riguroso que no se podrá hacer si este maldito sigue despojándome de mis bienes. - Tus bienes son mis bienes, comadreja- exclamó José Enrique con ira. Después, fatigado, añadió: -Y el perro es mío. -¡Tuyo! ¡Tuyo!- gritó "mami" asestándole varios golpes al pobre animal, que se extendió sobre el piso medio muerto -. ¡Y no me llames comadreja!- concluyó mirándole con odio atávico. Al advertir que Malaquíades había quedado inerte José Enrique lo tomó en sus brazos y lo acunó como a un niño, sin observar que el animal, que era ladino y estaba mimetizado con el clima de teatralidad que cundía en el apartamento, exageraba el dolor con creces. -Ojalá esté muerto- dijo "mami" alejándose con lentitud hacia su cuarto, en donde entró dando un portazo. Después empezó a llorar. Allá lloró largo rato mientras José Enrique, con Malaquíades entre sus brazos, se había sentado frente a la ventana del comedor, a pesar de que su cabeza no llegaba siquiera al marco inferior de la misma y que desde allí sólo podía atisbar el cielo. Durante mucho tiempo "mami" le oyó hablarle sin parar y con contenida emoción al animal, como si estuviera contándole toda su vida. Media hora más tarde sonó con insistencia el teléfono, y el viejo, que tenía el oído hipersensibilizado por la constante tensión que había a su alrededor, oyó atribulado el extenso parlamento que su mujer le espetó a Rosa Boudrillón. -¡Ah, sos tú, querida! ¡Si supieras lo que me ha pasado! Sí: ya sé que habría que echarlo, o matarlo, o enviarlo a la perrera. La patente y la sociedad médica salen una fortuna. ¿Si me mordió? Ojalá lo hubiera hecho. Bien sabe Dios que soy capaz de perdonar un mordiscón y hasta tres, considerando que tienen algo de sensualidad y en una época ¡ay!... hasta me los daban. ¡Qué tiempos aquellos, querida!- su voz melancólica se replegó. Después añadió con ímpetu -: Pero este perro sarnoso tuvo el tupé de orinar sobre la alfombra. No, la verde no; la marrón. La marrón grande no, la persa chica, la que está al lado del dressoir. Orinó y diseminó el orín con las patazas enclenques, más pesadas que las mías. El aire de esta casa está contaminado, querida. Siempre digo que entre José Enrique y yo tenemos ciento cuarenta y cinco años, que sumados a los diecisiete de Ulrico dan ciento sesenta y tres, los que sumados a los ochenta que tiene este can -pronunció la última frase con absurdo regodeo- suman la friolera de ciento ochenta y un años de vida reptante y densificada desplazándose por un apartamentucho de setenta y cinco metros. Como ves, Ana L., hay poco espacio para contener las malignas irradiaciones y los microbios. Poca amplitud para que circule tanta pesadez -. Hizo una marcada transición y utilizó uno de los tonos a los que debió haber recurrido Sara Bernhardt en su memorable carrera teatral -: ¡Oh Ana L.! ¡Ulrico no vino! No, no, no -. Le gustaba repetir más de dos veces los adverbios de negación o afirmación -. Digo que no. Se fue ayer de noche y todavía no volvió. ¿Te imaginás el terror que siento? Estoy muy con-mo-vi-da-. También le agradaba fragmentar las palabras que consideraba dramáticas -. Desde que los muchachos empezaron a cantar por las calles y a tomar vino y a fumar mezcla -llamaba mezcla a la marihuana -, las autoridades se han vuelto eficaces pero muy crueles. Y si no fijate tú. Se ha sabido de un chico que hizo auto stop en una calle, lo levantó un policía en su auto y lo violó. ¡Lo violóóó! ¿Te imaginas, Ana L.? ¿Te imaginas a mi Ulrico violado, él, que tiene ese aire de rufián tierno, libidinoso y atolondrado pero es vulnerable y sensible? Sería un trauma tan espantoso que aniquilaría nuestras vidas. No, no, no. No quiero atraer a los sabuesos. No debo llamar a la Jefatura porque me preguntarían cuáles son sus características físicas, harían un inventario de sus costumbres y saldrían a cazarlo por ahí como a un vulgar perro para llevarlo a la otra perrera. Sí, sí, sí, es probable que esté dormitando en algún tugurio después de una juerga. ¿Pero qué quieres que haga? ¿Qué querés que haga?- Solía repetir la misma pregunta en sus versiones castiza y rioplatense -. ¿Dormir? No puedo. ¿Llorar? Me cansé de llorar. ¿Pensar que cuando llegue a la vejez no seré feliz?-. Ella pensaba que todavía no era vieja -. Eso es imposible. ¿Buscar consuelo en José Enrique? Ese inconsolable nunca consuela a nadie, ni siquiera a la mujer que pasó toda la vida con él. ¡Cuando pienso que podría haber sido la esposa de Pico Ulrías, un médico eminente que me habría llevado a París y a Ginebra y a Londres, y que me habría conectado con el gran mundo. Sí, sí, sí. Reza para que yo halle consuelo, Ana L. Quiera Dios traerme vivo y sano a Ulrico, que aunque me enloquece con el rock and roll, la cumbia, el incienso, la pereza y la mugre que desperdiga en el apartamento, es la luz de mi vida. Media hora más tarde sonó el timbre y se vio a Malaquíades caminar hacia la puerta renqueando, olfateando y moviendo la desquiciada cola. Tras él, arrastrando sus piernas llenas de várices, iba el viejo apoyando el bastón sobre el piso de
pinotea. -Enciende la lámpara del vestíbulo- gritó "mami" desde el comedor, usando el tono de una duquesa para hablarle al mayordomo, pues uno de los precisos placeres de que disfrutaba era el de abrir la puerta del apartamento para que se viera el vestíbulo, donde la luz de la vieja lámpara art déco iluminaba el rostro de María Antonieta, convenientemente encuadrado en un marco antiguo, desvencijado y rococó. José Enrique obedeció, como lo hacía siempre cuando se trataba de cosas que consideraba superfluas, abrió con previsión la puerta y vio los pequeños ojos ansiosos, brillantes y pérfidos, la boca diminuta, el pecho liso y las manos llenas de sortijas de Ana L. La pequeña estatura de la mujer parecía acentuada por el extravagante y antiquísimo vestido de seda que tenía puesto. -Perdona, José Enrique -dijo ella con sinuosidad -. He traído para mami un pedazo de torta de anís. -Pasá- exclamó José Enrique, quien a pesar de que sentía que cada aparición de Ana L. era como el comienzo del derrumbe de todo, creyó oportuno en ese momento diluir la tensión que había en el lugar ofreciéndole un entretenimiento a
"mami". Ana L. se relamió con la invitación. Ella amaba la guerra desde la primera década del siglo, cuando en su juventud estaba por empezar la primera conflagración mundial. Amó después la segunda guerra mundial, y a Churchill y a Eisenhower, y hasta veneró a los japoneses. Tiempo después, cuando la guerra concluyó, se convirtió en una fanática consumidora de libros, artículos periodísticos y películas sobre Viet Nam. Su amor por los combates era tan grande que disfrutaba incluso rememorando los pormenores de las guerras púnicas. También disfrutaba de los pequeños enfrentamientos domésticos, como los que solían entablar "mami" con José Enrique, o éste con Ulrico, o aquella con el marido y el nieto. Esa tarde, quizá porque estaba aburrida en su apartamento aguardando el informativo de la noche, decidió regocijarse un rato en la caldeada vivienda a la que, para que le franquearan el difícil acceso, sólo era necesario llevar un trozo de la torta preferida de
"mami". -No, no quiero molestar- dijo con voz sibilina. -Pero pasá, mujer- ordenó el viejo con su gastada violencia viril mientras la obligaba a entrar, confirmándole de ese modo a la nostálgica virgen que lo mejor que le había ocurrido en la vida era el no tener que compartir la cama con machos como aquel -. Mami está en el cuarto. Voy a llamarla. -¡Ay José Enrique, eres tan insistente!- dijo olisqueando al mismo tiempo en derredor con deliciosa malignidad. -Erres, erres- exclamó riéndose por lo bajo. -¿Dijiste algo, José Enrique? -Dije que ya vuelvo. Al verla acercarse, Ana L. advirtió con satisfacción que su vecina estaba cada día más gorda, y que las abultadas pestañas postizas ya no la favorecían como antes, y que el carmín con que embadurnaba sus gruesos labios era demasiado fuerte para alguien que tenía puesta una bata amarillenta, y que sus chinelas estaban rotosas, y que el vientre voluminoso debía encubrir algún fibroma o tumor maligno. Incluso le pareció, aunque no podía asegurarlo porque era una fumadora consuetudinaria, que "mami" tenía mal olor, pero ahuyentó de inmediato ese pensamiento repugnante pensando que la vecina fumaba mucho y que su alimentación sobre la base de grasa y embutidos no era la más propicia para alguien que transpiraba tanto. -Te trrraje tu torta de limón, querida. La hice hoy, y quedó tan exquisita que no pude resistirme a convidarte- gritó casi, abriendo y cerrando los ojitos malignos con nerviosismo, porque la mastodóntica presencia de "mami", y la melancolía de sus ojos, y su densa sensualidad eran capaces de excitar hasta a las personas de imaginación
escuálida. A ella, por ejemplo, nada en el mundo la intrigaba más que
"mami". -Gracias, querida. No te hubieras molestado. Pero siéntate, por favor. Lamento no poder ofrecerte té ni café. Hoy no tengo nada preparado ni ganas de hacerlo. Sabrás que mi Ulrico hace dos días que no viene a casa. -Pero qué horrror!- exclamó Ana L. con falsedad, ansiosa de entrar en detalles sobre el asunto que más le interesaba -. ¿Dónde puede andar ese descarriado muchacho? -Sólo Dios lo sabe, querida. Salió para ir a bailar a una de esas discotecas donde van los de la caravanita, y hasta fue vestido con sobriedad, a pesar de que si nuestros padres se levantaran de la tumba volverían a meterse en ella otra vez si hubieran visto su atuendo- exclamó "mami", quien vivía tratando de dejar bien establecido frente a los vecinos que ella y José Enrique consideraban que la vestimenta, el peinado y las costumbres del hijastro eran inadecuadas socialmente. -¿Cómo iba vestido?- preguntó Ana L. con morbosidad. -Un poco mejor que siempre: pantalón roto, rompevientos negro y sucio, botas, gabardina rotosa y guantes verdes. -¿Y el pelo?- preguntó Ana L. con velada sorna no exenta sin embargo de conmiseración. -Se hizo la colita- dijo "mami" suspirando. -¡Qué horror! ¿Pero cómo pretenden regresar sanos y salvos a la casa?, me pregunto. Estos no son tiempos para andar así por la calle. Y apuesto a que llevaba reloj -añadió Ana L. deseando acrecentar la inquietud de su vecina. -No, no. Llevaba en la muñeca una de esas piolas de color que se pone a veces. -Es preferible- dijo aliviada Ana L. mientras se preguntaba qué habría sido del reloj del muchacho, pues la verdadera situación económica de "mami" y de José Enrique, sobre la que ellos levantaban un muro protector, la tenía muy intrigada. -De todos modos estoy temblando -añadió "mami" de manera quejumbrosa -. Pero dime tú: ¿tanto le cuesta llamarnos para decirnos dónde está? -Lo hacen a propósito, querida. Esta es una guerra de ellos contra nosotros y de nosotros contra ellos. Por eso hay que afilar las armas y preparar las municiones- exclamó Ana L. usando un tono aguerrido, porque la enumeración de objetos bélicos producía en ella una especie de orgasmo que compensaba tantas horas aburridas
-¿Quieres que llame al sargento Muiño, que es íntimo amigo mío y tiene importantes contactos en la Jefatura? -No, no, no- repitió tres veces "mami" presa de convulsiones. Su obesidad se expandió dentro de la bata. Sus gruesos labios se fruncieron. Sus ojos se posaron anhelantes sobre el cuadro de la reina Isabel II de Inglaterra. -Es Ulrico, mami. Quiere hablar contigo. - Ana L. observó con desagrado que los ciento diez kilos de "mami" se expandieron aliviados dentro de la bata, y que sus ojos habitualmente tristes se anegaron en una especie de odiosa plenitud. La vio caminar como una foca hasta el teléfono, y la escuchó hablar alborozada. -¿Dónde estás, Ulrico? ¿Por qué nos haces esto? -Ulrico está preso- dijo "mami" apenas hubo colgado el tubo. |
- II - |
La prisión de Ulrico fue el acontecimiento que sumió a los residentes más viejos del edificio en el espasmo, el miedo y el goce. Los casi novecientos años de vida desquiciada, rapaz y monótona, vibraron al unísono cuando el temido adolescente del último piso fue apresado por algún delito que imaginaron gravísimo: violación, asalto a mano armada, tráfico de drogas o estupro. Con harta frecuencia le habían advertido todos a "mami" y a José Enrique muchos años atrás que no adoptaran a aquel pequeño canalla que, después de haber sido criado entre seda y algodones, les retribuía tanta bondad con disgustos y penas originados por su mala conducta. El último jueves de ese mes, cuando gran parte de los propietarios se reunían para tomar el té en el apartamento de Rosa Boudrillón, ella arreglaría las cosas de una vez por todas, había proclamado Ana L. a diestro y siniestro obteniendo la aquiescencia de los honorables vecinos: ella misma, en nombre de todos, y a pesar de la inmemorial amistad que la vinculaba a "mami" y a José Enrique, exigiría que el muchacho no reingresara al edificio, en donde mujeres solas como ella, Luisa K y Rosa Boudrillón vivían solas, solas, solas. Poco importaba que también residiera allí Rita Pedrera, la inmunda tupamara, o vivillos como el escribano prestamista y su señora, o vecinos antipáticos e incapaces de confraternizar con nadie, como el doctor Ramírez. Esas eran personas despreciables que no merecían ser consideradas, pero ella y la gente bien que residía en el edificio no estaban dispuestos a ser víctimas de un ladrón que probablemente era hijo de algún asesino. |
Ricardo Prieto
Editada en el año 1997 por la editorial SOLARIS, Colección Carabelas.
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