“Donde la claridad misma es noche oscura”
Prólogo de Mercedes Ramírez

Ediciones De La Banda Oriental – Montevideo, 1994

Desde hace doce años la obra de Ricardo Prieto configura un caso realmente excepcional. No tenemos en el cuadro de nuestra literatura, que es pródiga en calidad y número de escritores, otro creador, aparte de Prieto, que haya escrito con igual felicidad narrativa, poesía y teatro.

 

Es frecuente que en una carrera literaria se registren intentos en algún género diverso de aquel que originaria y naturalmente inauguró la profesión de las letras. Esas incursiones suelen ser eso y no más: incursiones. A veces afortunadas, a veces infelices. En el caso de Ricardo Prieto la excepcionalidad se cumple también por otro costado del hecho: rompe con la tradición del dramaturgo que, elegido por un código arduo, poco transitado y excluyente como el teatral, queda soslayado definitivamente para otro código escriturario.

 

En este escritor –en este polígrafo diríamos, si estuviéramos en el siglo pasado- coexisten el narrador de “El odioso animal de la dicha”, de “Desmesura de los zoológicos”, de “La puerta que nadie abre” con el poeta de “Figuraciones” y “Juegos para no morir” que comparte excelencias con la su ya abundante literatura teatral aparecida en los tomos I y II de Teatro, amén de otras obras recogidas en antologías, y el recordado premio Tirso de Molina de la Fundación de Cultura Hispánica de 1982 obtenido con la obra “El desayuno durante la noche”.

 

El lector de este volumen de Lectores de Banda Oriental se internará en la materia narrativa de siete cuentos, uno de los cuales, el que da título al libro, merece estar en la más estricta antología de los diez mejores cuentos de la literatura uruguaya.

 

Ricardo Prieto, uno de los “raros” que Ángel Rama no alcanzara a conocer, parece quebrar también la parábola que habitualmente va del realismo al hermetismo, de lo concreto a lo abstracto, de lo directo a lo críptico.

 

Quien antes se había animado a leer libros tan terribles como “Desmesura de los zoológicos” y “La puerta que nadie abre” encontrará en estos siete cuentos de hoy, decodificados, aquellos universos horripilantes y dolientes poblados de monstruos no conocidos pero adivinables.

 

No era difícil conjeturar que por detrás del siniestro desfile de criaturas insólitas practicantes de ritos asqueantes o insoportables había una experiencia de sufrimiento que legitimaba aquella parafernalia del horror.

 

En “Donde la claridad misma es noche oscura” Prieto decide prescindir de las claves esotéricas. Ahora los monstruos son los padres divorciados que repiten diariamente frente a sus hijos el ritual del odio y el agravio. No son viscosos, no tienen filamentos ni tentáculos. Viven en Pocitos y son atroces. No corresponde a la pequeña porción de crítica que compete a este modesto prólogo proceder al relato de los argumentos de cada cuento, como es costumbre entre nosotros. Prefiero señalar, ahora que ha caído la escenografía con que Prieto antes administraba la dura verdad de sus temas, lo que podría llamarse el cerno de su cuentística: los niños testigos y la casa como elemento determinante del hombre que la habita.

 

Es en la carne del niño donde se infligen las heridas irrestañables que el hombre conllevará hasta su muerte. Pero Ricardo Prieto sabe otra verdad más terrible: es peor la condición de testigo que la de víctima.

 

En “La lámpara”, “Donde la claridad misma es noche oscura”, “Niñas con niñeras”, “Otro pescado muerto” y “Manuela”, es decir, en cinco de los siete cuentos que integran el volumen, los niños son testigos, indefensos y silenciosos, del mundo abominable de los adultos. Nadie los agrede o tortura o golpea: esa sucia tarea quedará a cargo de sus propios futuros en los que habrán de sobrellevar el recuerdo de algo monstruoso que no terminaron de comprender. A veces prefieren la muerte.

 

La página final de “Otro pescado muerto”, es sin duda uno de los grandes momentos de nuestra literatura. Río abajo, noche adentro un adolescente de trece años flota hacia la muerte:

 

“Al final piensa en el amor de que habla la gente, y en lo difícil que le resulta a él sentir algo parecido al amor, a él, que en ese momento, mientras nada, se siente como un animal minúsculo, desarraigado, ceñido pero también sin límites, como si fuera el mar mismo y anduviera de aquí para allá sin ton ni son.

 

Cuando siente sueño, se pone de espaldas y empieza a flotar.

 

Y flotando boca arriba se aleja por el río huyendo de sus pensamientos, del bosque, de la casa, de los perros y de los padres que son dueños de su vida.

 

Al amanecer, desde la barca donde lo ven, creen que es otro gran pescado muerto flotando a la deriva”.

           

El tema de la casa, un tópico psicoanalítico, aparece en los cuentos “La lámpara”, “Donde la claridad misma es noche oscura”, “Un lugar de este mundo”, “Otro pescado muerto” y “Sin protestar”, es decir, en cinco de los siete cuentos presentados. En cada ocasión la casa significa algo diferente. Es el status social y el dominio, (“La lámpara”), es el derrumbe de la finca que va acompañando la degradación del padre (“Donde la claridad misma es noche oscura”), son las paredes que contienen el recuerdo del pasado feliz –juventud, belleza, amor- (“Un lugar de este mundo”), es la opresión, el acoso (“Otro pescado muerto”), es finalmente el último patético refugio alquilado de un solitario (“Sin protestar”).

 

Como Onetti. Ricardo Prieto ha leído El Eclesiastés. Bajo su advocación presenta esta obra y del texto bíblico toma la línea que da título al formidable cuento “Donde la claridad misma es como noche oscura”.

 

Como en la obra de Onetti, en la de Prieto está implícita la nostalgia de la inocencia, la sed de pureza, la melancolía del paraíso perdido. El aparente regodeo en lo abyecto, o los monstruos y los corruptos de ambos escritores no son sino formas de denuncia del mal, y un clamor iracundo por la ausencia del bien.

 

Dante, el poeta de la salvación lo sabía cuando tuvo que escribir primero el Infierno para que pudiera esplender el Paraíso.

 

Siempre he creído que el arte no es verdadero si no ayuda a mejorar la mera condición humana; si no es capaz de elevarla, de purificarla del lastre animal.

 

Solo el escritor que ha descendido a los cráteres apagados del dolor es capaz de saber que a veces, el sumo mal no es más que un atajo desesperado para tratar de apresar el bien. ¿Qué cosa, si no, puede explicar que Ricardo Prieto haya podido escribir en un estado de belleza perfecta una historia que congrega las más imperdonables transgresiones? Incesto homosexual y suicidio; una historia de amor nunca esperada que arranca del lector una emocionante piedad.

“Donde la claridad misma es noche oscura”
Prólogo de Mercedes Ramírez

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