Marañas
cuento de Ricardo Prieto

del libro "La puerta que nadie abre"

Lúgubre y hastiado, el hombre no sabía qué hacer con su tiempo. Por eso pidió carne y empezó a comerla.

Miraba por la ventana el cielo inmóvil, muerto, y esas calles y esos árboles tristes del invierno que tú y yo tan bien conocemos.

Pero la tarde, a diferencia de la vida, era interminable, y nada había en este mundo capaz de colmar la antigua necesidad.

Después de comer con voracidad pidió más carne y exigió que esa vez la rociaran con vino. Mientras esperaba empezó a masticar un pedazo de pan mordido.

Vio algunas personas que caminaban con rapidez por la calle. ¿Hacia dónde iban? Porque el hombre, que era capaz de escudriñar hasta en el corazón mismo de lo indiscernible, no podía entender para qué se apuraba la gente en una ciudad distante, llena de subterfugios, incapaz de brindarle paz a ningún ser humano. Aunque se intentase neutralizar la futilidad de vivir yendo a los teatros, a los conciertos y a los cines, la esencia misma de lo fútil planeaba como una luz agobiante sobre quien supiese verla. Todo era vano, fugaz e incomprensible, y la voluntad de repetir gestos, dirigir miradas, abrir puertas, esperar a otras personas o llamarlas por teléfono encubría un pánico que, incapaz de ser asumido, se transfiguraba de manera conveniente: compromisos, espectáculos, fiestas, encuentros, trabajos y romances eran como un árbol florido empeñado en ocultar el abismo. Comer, en cambio, era como hundirse gozosamente en ese abismo llenándolo de una magnitud propia.

Devoró con rapidez la carne con olor a tinto y pidió una nueva porción. Esta vez exigió que le trajeran para aderezarla diez tostadas, aceitunas y papas fritas. También un ají.

Mientras esperaba los nuevos manjares bebió más vino, como hacemos tú y yo a veces, y masticó porque sí, por el simple afán de distraerse, pues en la mesa no había pan, ni siquiera migas.

Llamó al mozo para aventar la insatisfacción que le producía masticar lo imaginado. Pero éste no acudió. Entonces miró la calle y vio a una mujer y a un hombre discutiendo acaloradamente. Vestían atildadamente, no eran viejos, lo impresionaron como mal alimentados (para él estaban mal alimentadas todas las personas delgadas) y sus gestos eran feroces. Podría haberse dicho que uno defendía la tesis de la existencia del alma y el otro la de la inexistencia. Pero de pronto comprendió que estaba equivocado. Ningún hombre era capaz de discutir acaloradamente con una mujer por aquel motivo. Quizá peleaban porque la mujer quería ir por una calle y él por otra, o porque el hombre deseaba subir aun taxi, o porque la mujer se había puesto celosa de que el hombre mirara con deseo a otra mujer, a otro hombre o a un animal. Por esas insignificancias discutían los seres humanos.

Esta conclusión lo puso nervioso. Necesitaba masticar cualquier cosa, y aunque miró con deseo los pocos dedos de la mano que le quedaban, no quiso clavarles los dientes en un lugar público.

Llamó al mozo airadamente, exigiéndole la inmediata entrega de la comida. Pero el mozo, un hombre abúlico e imperturbable, en lugar de acercarse gritó a voz en cuello que el de la mesa quince tenía mucha hambre.

Sí, el de la mesa quince tenía mucha hambre. Tanta como ni tú y yo hemos tenido nunca. Porque tú y yo, paciente lector, nos enredamos con cosas más anodinas que el placer de deglutir, y al hambre la satisfacemos con casi todo lo que no es masticable.

Tanta hambre tenía el de la mesa quince, que yo, y esto puedo jurarlo, lo vi caminando en cuatro patas por el piso del restaurante engullendo aquí una miga, allá un pedazo de salame. Lo vi incluso chupar agua sucia y hasta gargajos. Y para atenuar la angustia que le producía el retraso de la comida, cada tanto se lamía los dos únicos dedos de la mano derecha.

Pocos minutos después llegó la carne, que el mozo, en razón de las circunstancias, le sirvió en el piso.

Y fue desde el piso, después de devorar la carne en un santiamén, que pidió seis pollos, diez kilos de lentejas, sesenta panes, o harina cruda, o un cadáver, cualquier cosa que pudiese hartarlo de una vez por todas.

cuento de Ricardo Prieto

"La puerta que nadie abre"

 

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                     Ricardo Prieto en Letras Uruguay

 

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