Las palabras del arquero
por Ricardo Prieto

Todo está en todas partes,

y cada uno en Todo, y Todo en

cada uno.

Plotino

Hay tres clases de escritores: los que hacen un culto de sí mismos, los que viven inmersos en la sensación de fracaso y los que desean insertarse en la corriente de la vida cósmica.

 

Los que pertenecen al primer grupo son bastante aburridos como compañeros de mesa cuando uno quiere embriagarse y hablar del ancho mundo ajeno, suelen identificarse demasiado con su labor y piensan, casi siempre de manera errónea, que ésta es muy importante, que tienen razón los críticos amigos que proclaman su “genialidad”  y que son envidiosos o incapaces  los  que la cuestionan.

 

Dios me ha librado casi  siempre de pertenecer a ese grupo caracterizado por cierto ímpetu romántico: el de quemarse en y por la obra para que la inmolación le sirva de ejemplo al mundo.

 

Por el contrario, se sienten desahuciados los escritores convencidos de que, a pesar de haber publicado innumerables libros, no han logrado premios, fama o poder. Creen que son perseguidos por los editores, por los críticos, por los colegas y hasta por el público, al que confunden con una manada de fieras hambrientas de escritura anodina.

 

Dios no me ha librado ni guardado de ellos.

 

Finalmente, hay escritores que han comprendido que la literatura puede ser superflua si se la examina desde el punto de vista de la individualidad y de la tenebrosa inconsistencia del mundo, y fértil y reveladora si se la vincula a la Totalidad. Para ellos no hay ninguna diferencia cualitativa entre un escritor, un carpintero, un médico o un taxista, quienes expresan a través de su diversidad la inequívoca unidad de todo lo que existe.

 

Este grupo de autores que no siente interés por la literatura que sólo intenta regodearse en el propio yo, presiente que, a efectos de conocer el mundo invisible, por ejemplo,  da lo mismo producir novelas que podar árboles. ¿Por qué escriben entonces si  muchas veces piensan que sus textos quizá no lograrán sustraerse de las feroces leyes que regulan la extinción de todo lo que existe y saben que junto a un Esquilo, un Rilke, un Shakespeare, una Carson Mc Cullers, un Truman Capote o un Rimbaud que crearon obras inmortales, hay autores como Strindberg, Brecht, Arthur Miller, Paul Auster,  Ian Mc Ewan o Juan Carlos Onetti, por ejemplo,  cuya escritura envejece día a día de manera irremediable?

 

Escriben quizá porque han detectado un tufo maligno en lo que denominamos “realidad”, un velo que oculta la esencia del mundo fenoménico, e intentan, como los beodos según Henry James, “transportarse desde la periferia glacial  que los rodea al núcleo radiante de las cosas”, o, como los drogadictos según Huxley, aspiran a “obtener la revelación de algo que está fuera del tiempo y del orden social”. Si en muchas sociedades, situadas en diferentes niveles de civilización, se ha vinculado la intoxicación que causa la droga con la que produce lo divino, ¿por qué no pensar lo mismo de la literatura?

 

Hay autores que escriben por otros motivos, sin embargo. “Escribo porque se muere”, expresó cierta vez una colega partiendo de una premisa falsa: la de que nuestras ideas y nuestro breve y fantasmal pasaje por el mundo tienen posibilidad de perpetuarse a través de la literatura. Millones de galaxias, de formas de vida y de esperanzas distintas de las nuestras circulan por este universo indiferente a nuestra duración, a nuestras búsquedas y a nuestras penas. El orden universal no nos necesita tanto como creemos. Tampoco las otras almas. Ni siquiera este planeta. La oscurecida (y envanecida) percepción que tenemos de nosotros mismos nos impele a transformar la literatura en una endeble tabla de salvación que podría eternizarnos.

 

Generalmente, no hay un sustancial punto de encuentro entre el escritor y su público. El lector o el espectador teatral desean, o evadirse de la realidad, o identificarse con los modelos que impone la mente colectiva, o, simplemente, entretenerse. No escribimos para filósofos, por desgracia, sino para un público vasto, innominado, inidentificable y heterogéneo del que no obtenemos casi ninguna respuesta conceptual. La palabra que se genera en lo difuso y lo subliminal pocas veces es devuelta redimensionada a su emisor, y se desdibuja en el espacio habitado por un receptor que  -salvo cuando se escribe para el teatro o la obra es reconstruida por un crítico genial-  está diluido en la contención, la invisibilidad, el desconcierto o la indiferencia.

 

El escritor está siempre solo, y lo que el lector no sabe o no quiere saber, es que únicamente la inquietud filosófica vuelve tolerable su soledad: es decir, el afán de comprender a través de la escritura las causas primeras de las cosas.

 

Como ya sabemos, las respuestas a las preguntas sobre el sentido de la vida son casi siempre decepcionantes, pero las oscuras razones por las que todo movimiento progresivo y ascendente debe realizarse con el sudor de la frente, es algo que sólo presiente quien, a pesar de todo, sigue escribiendo. ¿Por qué? ¿Porque quiere identificarse con algo tan extraño como un libro? ¿Porque desea la devoción de un lector hipotético? ¿Porque  su propia vida le parece pequeña? ¿Porque los amores fueron como “verdura de las eras”? ¿Porque la moralidad social es una mascarada? ¿Porque una cosa oculta siempre otra cosa? ¿O porque es demasiado aburrido este mundo aciago y lleno de dolor?

 

Por todas esas razones, con seguridad; pero también porque escribir es quizá dar el primer paso hacia ese lugar de lo Absoluto que siempre hay que llenar.

 

La literatura es uno de los instrumentos para llegar a lo que Einstein denominó la religiosidad cósmica. Por eso conviene escribir con la misma actitud que tienen los arqueros japoneses cuando apuntan hacia un objetivo: ellos no intentan lograr algo exteriormente, acertando con la flecha, sino interiormente, con el propio yo.

por Ricardo Prieto

Publicado en www.geocities.com/opiniona2006  (Guatemala)

 

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                     Ricardo Prieto en Letras Uruguay

 

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