Las feroces transgresiones de Ricardo Prieto

Ricardo Prieto, a partir de una sólida y reconocida experiencia como autor teatral vanguardista en la mejor tradición de Ionesco, Adamov y Beckett, se ha incorporado con Desmesura de los zoológicos (1987), La puerta que nadie abre (1991) y Donde la claridad misma es noche oscura (1994) a la línea de los heterodoxos uruguayos que han hecho estallar los estrechos límites del realismo en el ángulo oblicuo de la mirada transversal de lo extraño y lo absurdo inscrito en lo cotidiano. Su puerta aunque sea “la que nadie abre” —como titula uno de sus volúmenes de cuentos— es, en realidad, la más sugerente desde el punto de vista alegórico.

En Desmesura de los zoológicos, presentado a modo de álbum fotográfico, Prieto crea una galería de personajes capaces de confundirse con los animales que poseen o por los cuales son poseídos. En “Usurpación”, Elisabeth, la gorda que siempre ha querido pasar desapercibida descubre asombrada que el hecho de que “su cuerpo ocupaba demasiado lugar” impide que nadie la vea a ella, a la excepción de un insecto antropormorfizado capaz de reprocharle la gordura de los muslos sobre los que se instala antes devorarla para asumir su forma.

Una curiosa forma de suicidio —una experiencia de zoofilia con una serpiente venenosa (“Aprendizajes”)—anuncia otra variante de las “desmesuras” zoológicas de inspiración kafkiana, “metamorfosis” que recuerdan los peligros de la lógica librada a sí misma. En “Jugando sola”, la protagonista, Dionisia Font, realiza apuestas consigo misma y cada vez que pierde se amputa una parte del cuerpo

Lo peor que puede ocurrirle a una mujer que tiene una sola mano es perderla. Si la pierde por una apuesta lo que le ocurre es absurdo. Si, finalmente, la apuesta la hace con una parte de si misma, el absurdo se vuelve incomprensible.(La desmesura de los zoológicos, 23)

No es extraño recomendar sensatez en un juego de auto mutilaciones. Con tono de predicador apocalíptico, relatos como “Venganzas del porvenir” recuerdan que “el porvenir no debe contarse”, algo que “acatan casi todas las personas sensatas”. Sin embargo, la destrucción del propio cuerpo persigue a otros antihéroes de Prieto: los que se devoran a sí mismos, los que se penetran para desaparecer en el interior del ser amado, los que interponen extraños monstruos en el centro de juegos eróticos, todos ellos oficiantes de ceremonias secretas regidas por estrictas normas no develadas. La desmesura de los zoológicos no es otra cosa que un bestiario alucinante, como surgido de las descripciones del Apocalipsis de San Juan o de un cuadro de Jeronimus Bosch, en todo caso poblando con lúbricos y aterradores seres un universo viscoso digno de Lovecraft. Cuando tras treinta años de matrimonio, en que ambiguamente se ignora si se ama u odia a la esposa que acaba de morir, el acto de necrofilia con que se la despide puede ser un desesperado homenaje póstumo o una venganza tan fría como el cadáver que viola (“No es bueno morirse solo”, La desmesura de los zoológicos).

En La puerta que nadie abre, se franquean otros límites y Prieto proyecta auténticas alegorías a modo de metáforas continuas, proposiciones de simultaneidad de sentidos que lanza, con cierto agresivo regodeo, a la faz del lector desprevenido. Estamos, tal vez, en otro planeta, donde todas las transgresiones son posibles. Sus pobladores, divididos entre Primarios, Esotéricos, Eróticos y Brujos comparten un destino grotesco e hiperbólico, difícilmente soportable, en todo caso expresión de una imaginación liberada y desbordante, donde —como ha sugerido Mercedes Ramírez— no es “difícil conjeturar que por detrás del siniestro desfile de criaturas insólitas practicantes de ritos asqueantes o insoportables”[1], haya una experiencia de sufrimiento que legitime “aquella parafernalia del horror.”

En Donde la claridad misma es noche oscura, Prieto aparentemente se ha calmado, aunque la cita bíblica del Libro de Job que da título al volumen de cuentos: “tierra de espantosa confusión, donde la claridad misma es noche oscura”, anuncia nuevas ordalías. El mundo pesadillesco es ahora el de viejos caserones que pueden ser tanto la nostálgica morada que abrigó la felicidad, como el descalabrado refugio donde se aísla un solitario, un universo poblado de niños portadores de una inocencia que es siempre mancillada en un mundo regido por leyes implacables (“Otro pescado muerto”).

En el cuento que da título al volumen, se narra la más sórdida de las historias posibles: el amor incestuoso y homosexual entre dos hermanos bajo la tolerante mirada de un padre de vida disoluta, relación propuesta en forma exhibicionista para asegurar así la “consolidación” de una “definitiva transgresión”. En ese acomplamiento, tras haberse acariciado palmo a palmo, se consustancian “con algo más que los cuerpos: la casa misma, todo el pasado, el confuso porvenir” (Donde la claridad misma es noche oscura, 23).

El inventario de crueles ignominias de estos cuentos se revela igualmente feroz que la de las obras anteriores donde había sido explícita. La violencia conyugal a la que asiste el niño protagonista de “La lámpara”; el despojamiento de una casa a una anciana a la que se empuja al suicidio (“Un lugar de este mundo”); la tensión a la que está sometido el hogar sobre el que va progresivamente reinando la empleada de la casa (“Manuela”), no dejan ni un resquicio a la piedad o al perdón. Por ello, con tono de resignado entregamiento, digno del mejor Onetti, Prieto narra en “Sin protestar” como un jubilado sin aspiraciones acepta sin resistencia la injusta acusación de haber seducido a una niña de comportamientos provocadores, tal vez porque Ricardo Prieto cree —como ha sugerido Gustavo Seija— que “estamos inmersos en la abyección, el egoísmo, las bajezas de una escala de valores que no conocemos ni nos importa que exista”.


[1] Mercedes Ramírez, prólogo a Donde la claridad misma es noche oscura de Ricardo Prieto, Montevideo, Lectores de Banda Oriental, 1994, p.8.

Fernando Ainsa

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