Parque Rodó

El hombre era grueso, de hombros redondeados. Ese tipo de persona que nunca ha hecho deportes en su vida, como no sea correr el autobús. Sí, la idea de verlo corriendo el ómnibus creo que es la que mejor lo representa. Un empleado en verdad puntual, de esos que deben soportar las bromas de sus compañeros cuando una vez al año llegan tarde a la oficina. Estaba bien vestido, tal vez con alguna ostentación que no se sabia muy bien en qué consistía, ya que la ropa no era tampoco de primera. Quizás fuera el tajo del saco, o los zapatos blanquinegros.

Pero lo que más impresionaba, era su expresión. Algo así como un exceso de quietud, algo detenido hacia mucho tiempo, o que quizás nunca se había movido. No era posible saberlo. Además, y esto es posible que fuera lo peor, parecía satisfecho de si mismo. Una seguridad que provenía de ignorarlo todo con respecto a su propia persona, a su fondo verdadero; además, se le veía ostentar su éxito con las mujeres —con determinado tipo de mujer—.

Y ahora que uno lo pensaba, esa ostentación contenida, como con sordina, provenía de cierta oscura conciencia de ser mirado sin disimulo por la mayor parte de las mujeres que paseaban en la plazoleta de los juegos.

Era sábado de noche y en el Parque se movía lentamente el gentío, un gentío de muchachas atraídas por la perspectiva de que les sucediera cualquier cosa que las sacara de la habitual rutina, que hiciera saltar bruscamente la púa del surco conocido a otro, secreto y nuevo. La música de la semana era demasiado trillada y tediosa; aquella otra podía resultar alegre.

Había también la cuota habitual de mujeres crepusculares, que acompañaban los últimos destellos de su envarado encanto con risas fuertes y bruscos movimientos de cabeza para sacudir el pelo, como suelen hacer las jovencitas.

Comenzaban a formarse largas colas frente a las boleterías de las diversiones. Aparte de los autitos —acaparados por los muchachos, casi unos niños, la mayoría de ellos con la tiesura de quien estrena el primer par de pantalones largos—, la gente prefería los juegos movidos, como el pulpo, o bien una especie de rueda pequeña con dos asientos, que, al detenerse abruptamente, podía invertir y mantener suspendida a alguna pobre mujer en una involuntaria exhibición de piernas. Allí se agolpaban los más sabios y prudentes mirones, que despreciaban el tumulto juvenil de los autitos y  del pulpo. Acá ellos sabían que las mujeres iban conscientes de los los riesgos. Aquel demudado valor les atraía irresistiblemente y ello compensaba en algo, el posterior desencanto ante las mustias y evidentes pantorrillas.

La más desolada era la rueda giratoria, iluminada y enorme. Por instantes giraba casi vacía —un solo asiento ocupado por una abstraída pareja— dominando con ociosa majestad el resto de los juegos. Giraba, incansable y solitaria. En eso se parecía a alguna de las empleaditas que paseaban incómodas en sus zapatos rígidos y sumaban a esta incomodidad el desencanto del poco éxito, la conciencia de que esta noche, aguardada toda la semana con impaciencia, esperanza y un poco de inconfesado temor, no era distinta a aquellas otras, con idénticas promesas, que luego resultaban frustradas; todo lo cual no impedía que el miércoles siguiente olvidaran de nuevo, prometiéndose para el sábado próximo una noche feliz.

El hombre del saco tajeado, miraba con insistencia a una mujer no muy joven. Su experiencia le indicaba que con ella podía saltar etapas, ahorrarse los consabidos paseos en la rueda o los botes del lago y en cambio sentarse juntos a mirar las variedades en alguno de los Recreos; después, seguramente se las sabría arreglar.

Ella también lo miraba con ese disimulo que quiere ser notado. Y entonces él se acercó.

—Buenas noches. ¿Está sola?, dijo, luego de haber desechado otras fórmulas de abordaje.

—Buenas —contestó ella sin mirarlo de frente—. ¿Y usted?

Enviaba señales con los ojos, como los heliógrafos de un acorazado: "Buque a la vista, todos a sus puestos". Repitió:

—¿Y usted?

—Yo también, por eso me acerqué. Y aventurando con rapidez uno de sus cumplidos profesionales, agregó:

—Por eso y porque es usted muy linda.

—Qué amable—. Y antes de que él pudiera añadir: "Amable no, es la verdad", siguió diciendo:

—Cuánta gente, ¿verdad? ¿Usted viene a menudo? Ella salpicaba su conversación con preguntas y caídas de ojos. Eran como veloces cortinas de humo. Además si se la miraba bien de frente, se notaba que era algo estrábica. De ahí sus inevitables poses de tres cuartos perfil.

Él lo había notado, pero ya era tarde. El combate se había entablado y no podía dar marcha atrás. Por lo demás, aquello no le importaba demasiado. Sólo le molestaba un poco no haberse dado cuenta. Ya le había sucedido en otra ocasión engolosinarse prematuramente con alguna mujer vista de espaldas. Y la experiencia resultaba en verdad desagradable. Pero entonces le faltaba experiencia.

—Sí, yo no vengo nunca —mintió. Estoy por lo general muy cansado para salir de noche, Pero hoy ya ve que tuve suerte; la encontré a usted.

—¡Qué suerte!, ¿no es cierto? —pero en seguida, ya en guardia:

—Digo, la noche, qué preciosa. Todos los sábados llueve, y hoy ni una nube. Pero qué calor ¿no? Y miró ávidamente hacia un puesto en que vendían refrescos.

Pero él, magnánimo y feliz porque se iba confirmando su idea de mesitacerveza— y después veremos, la invitó a sentarse en un recreo próximo, en el que alguien, desde el tablado, intentaba entonar con poca fortuna un aire de moda.

Pidieron algunos sandwiches y cerveza (todo previsto) y siguieron conversando, de lugar común en lugar común, ordenadamente, parapetados en su experiencia, sin apresuramientos, como buenos turistas de su propia vulgaridad. Saboreaban con los sandwiches y la cerveza, el encanto de sentirse adultos y seguros; sabían que ellos no corrían riesgos, que no exigirían juramentos ni promesas. Esa era su fuerza y tal vez —aunque no se lo confesaran— su fracaso. Ciertas frases: "Para siempre", "No me olvidarás" habían sido cuidadosamente eliminadas del diálogo. Acaso si fueran jóvenes de nuevo les gustase decirlas y escucharlas, o, mejor dicho, les fuera imposible no decirlas. Pero para eso se necesitaba volver, digamos, unos veinte años atrás.

Ya a la segunda cerveza, ella estaba poniéndose íntima y descuidada. Su tres cuartos perfil era cada vez menos frecuente. Y él sabia que, luego, a más tardar dentro de medía hora, ella le contaría la historia de su vida, naturalmente apócrifa. Después le llegaría el turno a él de confiarle sus éxitos comerciales, para insinuarle a continuación la complaciente soledad de su apartamento.

Desde el tablado, una mujer disfrazada de española y que intentaba patéticamente ganarse el público, anunciaba que su Hermanito les cantaría un lindo bolero. Y agregaba:

—Espero que aplaudan a mi hermano tanto como a mí. (Lo que no era mucho pedir,) Y, tras un mohín que quiso ser gracioso, dejó en el tablado a su crecido Hermano, que resultó extremadamente rubio en contraste con la cetrina cantante. Una pegajosa canción comenzó a envenenar el aire: "Nosotros, que nos queremos tanto, que del amor hicimos un sol maravilloso..."

—Si usted supiera cómo me emociona este bolero—, le confió ella mirando el fondo vacío de su vaso, como si allí estuviera el residuo de su emoción.

—No sé por qué —agregó luego de una pausa—, me hace recordar que cuando niña, mi padre me traía acá.

Él se sobresaltó. Algo andaba mal, los turistas abandonaban al guía, y realizaban peligrosos paseos particulares. La infancia era un tema prohibido allí, entre las mesas atestadas y las parejas escurriéndose hasta los coches que luego enfilaban hacia las canteras propicias. Era una falta de tacto evidente.

—No veo por qué— intentó atajar, casi desesperado.

—Yo tampoco— confesó ella. Pero es así. Me parece ver los preparativos que se hacían desde temprano, después de la siesta. Mamá peinándonos y calzándonos los zapatos nuevos, papá limpiando su viejo rancho de paja. ¿Se acuerda de los ranchos de paja?

Ella intentaba, con desconsideración, asociarlo a aquel incongruente mundo de niñez e inocencia. Pero él se resistía:

—Si, contestó algo hiriente, como buscando la saludable reacción. Me acuerdo de los ranchos de paja, no son tan viejos.

Él no quería, por nada del mundo, entrar en el juego, no pensaba dejarse arrancar del fácil convencionalismo de su noche de sábado. Y menos aún ser arrastrado a ese terreno en que uno no sabía qué podía hallar: recuerdos, una sonrisa, un perfume olvidado. Acaso él mismo, tal como era en realidad; ese algo que asomaba a veces cuando perdía la tensión habitual y aparecía en sus mansos rasgos de perdiguero. Acaso surgiese aquella cara que poco a poco había ido suplantando con esta otra (más dócil), como si en lugar de usar una careta por un momento, la usara toda la vida y exhibiera momentáneamente y con desconcierto, su propia cara irreconocible.

Pero ella se había lanzado por aquella pendiente, y nada podía detenerla. Los recuerdos de niñez se habian instalado en la pequeña mesa y algo asi como un reflejo de aquel tiempo asomaba a sus ojos, hechos al cálculo rápido, a la simulación, a fingir interés ante los aburridos compañeros ocasionales. Parecían no los de una mujer todavía joven, sino los de un niño que ha aprendido cosas que todavía no puede descifrar. Pero ese estado también duró poco, la tensión era insoportable. Se recuperó:

—Ah, estas canciones sentimentales me ponen siempre así.

Y en seguida, tratando de quitarle importancia a su renuncia:

—Las mujeres somos más sensibles que ustedes los hombres, siempre pensando en los negocios y en las cosas prácticas.

El lugar común era un cable tenido a su compañero para que éste depusiera su malhumor. Pero ya no se podía recuperar el equilibrio. Algo más hondo que un simple desagrado había ensombrecido al "Hombre de negocios" su reciente jovialidad.

Uno piensa que nada puede destruirle esa especie de felicidad lograda con renuncias, con trabajo, sin permitirse ninguna concesión. Y de pronto una empalagosa canción perturba a una desconocida que hasta ese momento nos era indiferente, y todo el trabajo de años resulta vano. De nuevo nos encontramos en el mundo; esta mesa pierde su mágico encanto, la puerta de escape se cierra y nos volvemos a encontrar con nuestra propia imagen, la verdadera, aquélla que habíamos ocultado por tanto tiempo.

Él ya ni siquiera estaba enojado con ella. Simplemente, le había entrado un desgano mortal; su noche de sábado se le había esfumado sin remedio.

A esa hora la gente ya se retiraba. El Parque comenzaba a adquirir una fisonomía distinta. Los juegos seguían funcionando (la hora reglamentaria no había llegado) pero ya casi completamente vacíos. La enorme rueda continuaba elevando hasta la parte más alta un solo asiento ocupado; alguien gritaba ocasionalmente, las carcajadas sonaban extrañas. La noche de sábado llegaba a su fin y los tranvías pasaban atestados; todos parecían ansiosos de llegar a sus casas. Tal vez a la mañana, se pudiera contar al vecino —claro que magnificado— cualquier pormenor insignificante. La diversión era un rito que exigía ser cumplido e incluso podía resultar más agotador que la jornada de trabajo. Sobre todo porque era posible encontrar de golpe, la inutilidad de todo aquello; podía desconfiarse entonces del brillo afiebrado de los ojos, de las risas demasiado estridentes.

Se pusieron de pie. Él odiaba ahora aquella pose, aquella cara inexpresiva que sin embargo podía dejar paso a una expresión peligrosa. Nunca se puede estar seguro, la experiencia jamás es suficiente. De todos modos, tenía que continuar.

—¿Cuándo la puedo ver de nuevo?

—¿Para qué? Ella insinuaba una coquetería que resultaba fuera de lugar.

—No sé... Por algo me le acerqué esta noche. No es lógico que no la vea más.

La palabra lógico sonaba hueca, sin sentido. ¿Podía existir lógica en este tipo de relación?

—Bueno, llámeme mañana. Éste es mí número. Es decir, del almacén de la esquina, allí me conocen por Beba nomás.

—Y ahora, ¿qué ómnibus toma?

—El ciento cuarenta y nueve.

Seguían el diálogo como una obligación, desde que poseían la desdichada certeza de su inutilidad.

Por un momento, al pasar un tranvía, casi se rozaron para dejar paso a un grupo de gente que buscaba ascender. No pudieron evitar observarse con franqueza. Y una mirada desalentada respondió, como desde el fondo de un espejo, al desaliento del otro; ambos se contemplaban, como si recién se hubieran descubierto.

Cuando llegó el ómnibus y ella subió, él ni siquiera esbozó un saludo. Encendió un cigarrillo y entonces notó que la rueda giratoria se había detenido, con las luces apagadas, aguardando al nuevo día de diversión.

Omar Prego Gadea
Número
Año 5 Nº 25, octubre - diciembre 1953

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