Los pies y la temperatura del mundo

Teresa Porzecanski

A veces se encajaba el tapado negro que había sido de su madre sobre el vestido de brocado escarlata que su tía había usado sesenta años antes, y así vestida -los trapos bailando en torno a su cuerpo esmirriado- salía por las calles, porque le habían enseñando que el mundo estaba afuera, residía allí en las aceras del Centro, sobre todo cuando se encendían las luces de las marquesinas de los cines y los mendigos comenzaban a organizarse en los portales. Las ropas habían integrado a su sustancia un olor a perfumes añejos, mezcla de leves vahídos de alcohol y aromas tropicales -ella nunca sabría con certeza por dónde habían andado esos vestidos antes de que quedaran enterrados en los roperos profundos de donde ella los había extraído- que la iba anunciando por las veredas.

 

Con esas trazas salía, pues, por las calles y caminaba sin propósito, deteniéndose aquí o allá para mirar una vitrina, un rostro que aguardaba en una parada de ómnibus o un grupo de muchachas que hablaban todas a un tiempo en derredor a una mesa. Eran caminatas en las que constataba el estado de las cosas: ¿había felicidad, había pesares, acaso las tragedias eran más abundantes que las rutinas? Nelly la loca tenía que evaluar el estado de cosas, tomar la temperatura del mundo en esas noches y hacer un cierto diagnóstico donde se anotaran los sutiles cambios, las pequeñas alteraciones que pasarían inadvertidas para cualquier otro.

Después, en su apartamento, ya despojada de esos ajuares y olores, se dejaba caer en una silla, y escribía listados que decían más o menos así:

"Noche del 23 de julio de 1997, diecisiete muecas de hastío, cuatro miradas desesperadas, tres sonrisas, seis llantos, veintidós gestos violentos hacia otros". Así eran los recuentos de Nelly la loca, seguidos de un balance final: "El declive constatado el mes anterior se mantiene todavía. No hay cambios sustanciales".

 

No era que con esa apariencia volviera a revivir a su madre, de ninguna manera. En ciertos aspectos, lo único que quería era distinguirse de ella, pues recordaba haberla compadecido y siempre haber necesitado ser otra persona. Pero la vejez de las ropas le comunicaba una cierta clarividencia ancestral a su cerebro, como si irradiara una cuota de electricidad que elevaba sus umbrales de atención. Necesitaba entonces medir alguna cosa del mundo, las multitud en las calles, los sonidos de las conversaciones, las risas, el desconcierto, las idas y venidas de los niños, como si al describirlos y clasificarlos se hiciese a la ilusión de comprenderlos, de encontrarles sentido.

 

"Estas listas, estas largas y detalladas listas..."-decía con pena doña Irma, la limpiadora que venía tres veces por semana a baldear el baño y la cocina- "¿Para qué las hace? ¿De qué le sirven ?"-Y volvía a acomodar los papeles que cubrían la mesa del comedor, las lapiceras con gotas de tinta coaguladas en las puntas y ese despliegue de las letras, grande, desparejo, con ejes que bailaban tanto hacia un lado como hacia el otro.

"Porque, sabe", respondía Nelly la loca, con timidez, casi con vergüenza, "yo tengo que registrarlo todo, ordenarlo todo, poner cada cosa en su lugar. ¿Me entiende?"

 

Después su mirada se distraía en el techo, en la ventana, planeaba sobre el mobiliario oscuro y moría en una pausa interminable.

"Pero, señora", volvía a decir Irma, más preocupada, "ya hace meses que está en esta tarea, hace meses que escribe estas listas, ha llenado todo ese armario con ellas. ¿No habría que tirar las viejas, las que ya no sirven?"

 

"No", se indignaba Nelly la loca, moviendo rítmicamente la cabeza y el pie derecho al mismo tiempo. "Nada de eso. Todo sirve. Nada nunca es inútil. Y ese es el secreto. Las listas de hace un año se comparan con las listas de hoy. Fíjese. Vea Ud. misma. Hay más muecas de asombro, hay más miradas de incomprensión, hay más preguntas en los diálogos de las personas que caminan por las calles. Son moléculas que se combinan. Bueno, quizá Ud. no sepa qué es una molécula. Pero le aseguro que existen, y no son todas visibles, sepa Ud."

 

Al final, doña Irma se callaba y seguía limpiando los pisos. Volvía luego a mirar a Nelly la loca, cuando estaba ensimismada sobre sus listas, y meneaba la cabeza. Después, la miraba de soslayo, como si mirara un espécimen, una curiosidad de la naturaleza.

 

Todo ocurría más o menos de la misma manera hasta aquella tarde fatal en que Nelly la loca descubrió los pies, sus propios pies, digo. No había reparado nunca antes en ellos. Cuando se ponía los vestidos de sus viejas tías, solía mirarse el torso en el espejo, pero nunca más debajo de las caderas. Ocasionalmente elevaba la vista hasta su rostro y lo encontraba diferente: a veces más parecido a Amelia que a Frida, otras más diferente de Rosa que de Camila. Aparecían en ocasiones rasgos nuevos en su semblante, surgidos sorpresivamente en las mañanas, y constituían fragmentos de antepasadas que venían de visita a través de un gesto, de una ceja, de un párpado con nuevas palideces, de una boca cuyo labio superior mostraba una mueca antes impensada.  

 

Pero los pies, ay los pies, allá abajo, tan olvidados. Apenas los había distinguido durante todos esos años. Habían sido dos sombras apenas, dos apariciones lejanas, desconectadas de su cuerpo, como si este hubiera estado durante toda su vida flotando sin sustento sobre una superficie gaseosa. Nelly la loca había comenzado a mirarse los pies mientras caminaba. Se inclinaba sobre uno u otro lado y se miraba los pies. Lo primero que la sorprendió fue que aquellos pies parecían autónomos: iban por sí solos. Aun así, debían ser suyos, claro, y le inquietaba especialmente una pregunta: ¿cuál era exactamente la relación entre ambos?, ¿marchaban a unísono o se contradecían?, ¿había entre ellos coordinación, emparejamiento, placidez o era todo inarmónico y arrítmico?

 

Una mañana en que la señora estaba en la bañera, doña Irma encontró sobre la mesa una página extraña de su puño y letra. Leyó, furtivamente: "El derecho va, se mueve. El izquierdo está inmóvil, se detiene. El derecho da un paso, pisa fuerte. El izquierdo se arrastra, no queriendo. El derecho maldice, pisotea y se planta. El izquierdo se cuelga, contempla su propia huella, se descalza. El derecho toma decisiones, insiste. El izquierdo se queja, se colapso. Esta es la historia de mis pies, la historia de mis plantas". Sin entender, pero asustada, la mujer dejó rápidamente el papel sobre la mesa y reanudó sus tareas.

 

-Con los pies, Irma, con las plantas de los pies, se toma la temperatura al mundo-dijo Nelly la loca, al tiempo que emergió del baño. Recién ahora, después de tantos años de escrutar las caras y los gestos de la gente en busca de señales del estado de cosas, me doy cuenta de que debí haber empezado por los pies. Debí haber investigado los pasos, las pisadas de los otros, pero también las mías, sobre todo las mías, Irma.

Así fue como la mirada sobre sus propias pisadas cambió el destino de Nelly la loca para siempre. Como si un antiguo homínido se hubiera puesto de pie por primera vez sobre la pasta blanda de un suelo esponjoso de cenizas volcánicas, Nelly la loca intentó comprender su propio andar, a fin de lograr un nuevo equilibrio que la sostuviera y la hiciera segura y bien plantada. La mirada al ciclo, alta la frente, esa columna que la vertebraba, por fin, derecha, ah sí, lo humano le iba naciendo mientras los pies dudaban, tenían miedo de zozobrar, de hundirse en lodo caliente,

de marcar su huella.  

 

-Señora, por favor, señora -pedía doña Irma- deje de hacerse la renga. Si Ud. siempre ha caminado bien, señora. ¿Acaso está enferma?

Escribió esa tarde que la pisada de su pie derecho era segura, profunda, bien marcada, pero que la de su pie izquierdo era borrosa, trémula, vacilante. Escribió que la relación entre sus pies era difícil y que, cuando ella los desnudaba, a sus pies, digo, cuando se quitaba las gruesas medias y los liberaba del zapato, allí estaban ellos mirándose uno al otro confundidos, avergonzados. Si ella los acercaba, no querían tocarse, le explicaba Nelly la loca a doña Irma, pues tenían miedo de que el contacto hiciera estallar alguna cosa, como si la tensión entre ellos pudiera producir una reacción inesperada. Así pues, cada uno de sus pies se apartaba del otro, establecía su distancia. Uno descansaba sobre el talón; el otro hacía movimientos compulsivos con los dedos. Después, cuando se iban ambos enfriando y la piel comenzaba a palidecer, y aparecían a la luz las viejas marcas, las cicatrices en las plantas y los túneles entre los dedos regordetes, entonces, los pies solían mirarse de reojo, parcos, renuentes a comunicarse.

 

-Señora, deje de temblar, deje de temblar, señora Nelly. Voy a llamar al médico, enseguida lo llamo. Alguien tiene que ayudarla, señora.

Claro que necesitaban uno del otro, sus pies, quién lo dudaba, pensaba Nelly la loca. A veces, mancomunados en una especie de incesto espontáneo, se detenían frente al escaparate de una tienda de barrio y veían otros pies, de plástico, mutilados en el tobillo y puestos puntas arriba, exhibiendo medias de colegio, estúpidos engendros tejidos por las abuelas. Parecían votos religiosos esos pies, reclamos a Dios, promesas parecían, pedidos sagrados de mejores andares, rezos por destinos más prósperos.

 

Cuando llegó el galeno y antes que le inyectara la dosis justa que la dormiría por varias horas, Nelly la loca creyó haber descubierto por fin el rasgo central que caracterizaba la temperatura del mundo. "Doña Irma, preste atención: los pies, como las personas, son esencialmente dispares y el amor entre ellos será siempre ambiguo, contradictorio.

 

Atados por la fatídica y ciega corporalidad, no pueden, aun si quisieran, librarse uno del otro. Se tienen para siempre, pero eso es justamente lo que los agobia. ¿Se da cuenta, Irma?"

 

Ya se estaba adormeciendo cuando escuchó una conversación susurrada. Eran sus pies que hablaban y se increpaban el uno al otro, como amantes, el otro al uno, hasta que sus pequeñas voces se fueron disolviendo en la laxa concavidad del sueño.

 

Teresa Porzecanski
Boletín de la Academia Nacional de Letras
Tercera época - Número 10 - julio - diciembre 2001

 

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