Fantasmas en tu coronación
cuento de Teresa Porzecanski
teporce@gmail.com

Yo era mucama en un hotel mediocre y barría los pisos de las piezas. A veces también hacía té o café para los huéspedes y me daban una propina. Hacía las camas, hurgaba en los roperos lejanas vetas de jabón y naftalina, escuchaba los susurros de las puertas en horas irreales de fantasmas.

Una tarde, el timbre de la pieza doce llamó insistentemente; terminé, sin embargo, de leer mi revista y subí sin apuro las escaleras. Abrí la puerta de la pieza y encontré un hombre caído sobre la pileta con agua. Desnudo, parecía una masa de budín enorme y crudo. Mientras el grifo llenaba la bañera con un cloqueo repetido, inspeccioné su cartera de viajante: había pomos de pasta dental, ropa interior, un cerrojo usado de puerta y dos paquetes indefensos de agujas de coser. Investigué en los apretados bolsillos del chaleco, y una media de mujer se desenroscó como una víbora. Debajo de la cama, los zapatos gastados guardaban celosos un par de medias grises ovilladas. El pobre había muerto en esa pieza apenas después del mediodía.

Vinieron policías, preguntaron: ¿conocía yo a aquel señor Eugenio López Biela?, ¿lo había visto alguna vez?, ¿de hábitos normales o más bien gelatinosos? En vez, subí corriendo hasta el cuarto de limpieza. Allí, detrás de palanganas y cepillos, escondí el portafolios con sus pomos de pasta, la ropa interior y el cerrojo con huellas de viruta en sus canales. El señor Eugenio López Biela resultó contrabandista de pompas de jabón con glicerina, según los policías. Aun cuando no se le encontró ninguna en su poder la tarde de su muerte, los datos así lo atestiguaban.

El hecho comenzó a ser inquietante, y cuando por la noche me encerré a leer mi revista –mi habitación, una especie de depósito de muebles en desuso–, me sobresalté al oír sonar la campanilla que, en el tablero, correspondía exactamente a la pieza doce. Clausurada desde el cruel incidente, ocupaba un espacio omiso y vedado en todo el hospedaje. Maldiciendo por dentro, subí como una ráfaga, pero en el mismo instante en que probaba con fuerza el picaporte sellado, la campanilla dejaba de sonar con un chirrido singular.

Regresé a mi cama y ya no pude leer más mi revista; mientras la fotonovela se disolvía ofendida por los recodos de mi miedo, yo sabía que él me buscaría detrás de los felpudos, debajo de los roperos, porque lo vi morir con su muestrario a cuestas y descubrí la historia de su media de mujer como un fetiche en el bolsillo, y el nieto que no nació y no dijo por qué cae ese trueno sobre el pasto, abuelo, –ahora tan remoto–, y los fantasmas, más que sábanas de horror son desquicios de ternuras trasnochadas, espectros tardíos vergonzosos y tímidos de pasto-sol-aire proscriptos y cerrados.

La campanilla siguió sonando a intervalos regulares pero ya no me molesté en subir: esperaba que un sueño pegajoso y negro se derritiera en mí como una droga, que temblaran de ausencia los osados muebles como monstruos en caprichosos merodeos.

En la madrugada ambigua que siguió, abrí los ojos y tomé la decisión insólita. No había nadie en la conserjería; lejos, detrás de la puerta cancel, se veía un recorte de la calle: una realidad confirmatoria que servía apenas para tomar aliento. Pronto estuvo en mis manos el libro de registros y recorrí sus hojas hasta las fechas más recientes. Entonces, ante mi propio vértigo, estuvieron todos sus datos a la vista, nombre de la esposa, dirección y espectros.

¡Ah!, la curiosidad de esos detalles arrancados sin piedad al secreto de la muerte: estirando la soga interminable de un hastío que no era mío ni debía importarme, un indicio que no debía investigar porque qué mejor que sellar las puertas como la piedra ahora sellaría la descomposición y transformación de la sustancia. Pero los vestigios atraen más que las propias esencias: quién puede resistirse a esa necesidad de hogar, de menudencia, de detalle al fin banal pero magnético; todos somos tal vez realmente hermanos, la alteridad quizá una trampa, tabúes antiquísimos, prohibiciones risibles, digamos, para este verdadero parentesco de la materia viva solazada.

Con los datos en mano tomé entonces mi duplicado de llaves, y en la frescura silenciosa de la madrugada de verano, irrumpí en la famosa pieza. Lucía triste en la penumbra de sus postigones cerrados, telarañas recientes hilvanaban el polvo en los rincones elevados hasta el techo profundo, del que pendía, ingenua, la misma lamparita. La cama doble, con el colchón raquítico y el elástico expandido en el centro como una hamaca de alambre en un jardín sombrío. Había otros muebles así de deslucidos: un ropero imponente enlacado a la china, con sus puertas abiertas y los cajones suspendidos como costillas de un esqueleto atónito y demasiado obeso. Y en todo ello, ningún indicio del fantasma de la campanilla, solamente ese espacio que terminaba abruptamente en el pasillo, como si la realidad toda, insubordinada y sola, naufragase en un ámbito extraño y taciturno.

Así pues, el jueves partí para Joaquín de los Milagros. Una copiosa lluvia se desgajó desde el cielo cuando descendí en un camino barroso y encharcado, rodeado de casas lejanas diluidas a los lados. El autobús partió y tres perros vinieron a mi encuentro. Enrejados de alambre separaban los lotes y una sarta de portones estrechos, de madera a veces, y de hierro otras, daba paso a los terrenos. Intenté la primera casa.

Era tanto el ladrerío al atravesar la improvisada cerca que un viejo se acercó a desgano, arrastrando los pies. Sin hablarme, llamó a los perros, desafiantes. Le pregunté por la casa de un tal López Biela. Hizo un pausado silencio, luego estiró su amplia boca oscura y desdentada. Su risa discordante, se elevó levemente por encima de los ladridos: “Vayasé”, murmuró alejándose hacia el barro.

Me quedé clavada allí, tercamente mirando la casa de material grisáceo y su techo de latón acanalado. Hice sonar el timbre y esperé un buen rato. Finalmente, la cortina de tejido antiguo de la ventada inmediata a la puerta, se movió abruptamente, unos rápidos pasos se acercaron y una hendidura apareció como una herida: un vestido a lunares, una mano huesuda que se apoyaba contra el marco. “Qué quiere”, irrumpió.

–¿Conoce a Eugenio López Biela? –pregunté–. Soy prima de un tío lejano que lo anda buscando –inventé.

Hubo un temblor al otro lado; luego de un momento la puerta se abrió:

– Pase –dijo la voz– soy su mujer.

Ese salón frío, de baldosas dibujadas y carpetas bordadas, sostenía grandes macetones somnolientos, una mesa, cuatro sillas de ángulos demasiado rectos y una mujer de vestido a lunares y cuerpo enjuto. Su rostro alargado, de pequeños ojos hundidos en remotas cuencas, estaba enmarcando por un pelo hirsuto que con severidad desaparecía en la nuca.

–Está de viaje –dijo la mujer apenas nos sentamos–, hace un mes ahora.

Yo intenté explicar el supuesto parentesco perdido pero intuí a tiempo que las historias le sobraban, porque seguía hablando con voz lejana y monocorde, moviendo rítmicamente las manos envueltas en refranes, construyendo, paso a paso, una monotonía interminable que ni la luz rosada de la claraboya podía modificar. Correntadas de palabras, una tras otra, desgranaban los años que habían pasado juntos, las bondades, las charlas con el loro ahora desaparecido, y súbitamente aquella insospechada ansiedad que, inexplicable, había ganado al marido, esa inquietud creciente que había ido atrofiándolo hasta hacerle perder el buen sentido, y finalmente, mandarse a mudar; así, con la única idea de dispersarse. Aquí las palabras se apresuraban unas sobre otras, entreverándose, y un quejido gutural que producía la mujer subía hacia los floreros y anegaba las pausas y volcaba las frases. La miré y vi que se estaba desgastando; su cabeza empezaba a latir en un solo deseo:

–Dijo que me mandaría a buscar cuando le encontrara sentido a la vida –concedió al fin.

Me incorporé y salí hacia el camino. Había anochecido: las luces distanciadas y el fuerte croar de las ranas me recordaban nuevamente ese cuerpo desnudo que había visto morir en un baño de un hospedaje céntrico. Ya los finales estaban decididos: ese esqueleto atónito que también la mujer pronto sería, ---cuando el marido la mandara a buscar, y ella no imaginara que sus huesos libres de movimiento se instalarían por fin en un equilibrio único y eterno, el de la muerte,----dejaría de involucrarse en rezos.

De pronto, allí, por el camino oscuro, el barro sobre los pies y un olor a esa humedad terráquea infaltable en la idílica manufactura de los sueños, concebí al fin el motivo por el que esos dos, como tantos otros, habían decidido su gran momento en la pieza doce de un hotelucho céntrico. Solos desde antes de la tumba, sombrío el cuerpo y fantasmagórico, ya era hora de irse, dejar el esqueleto en el piso segundo de algún albergue –un colchón ahuecado por tantos cuerpos idos también– porque llega el tiempo de fenecer y hay necesidad –más que necesidad– de una hierba verde y cándida, y de olorosos gusanos que repten entre raíces y plantas monstruosas por las piernas: después de todo, para buscar lo puro hay que morir primero. Porque llega el tiempo de descalzarse y con los pies desnudos tocar la ingenuidad, y esa es la silueta disímil de la perfección.

El viernes a la madrugada preparé mi valija. El patrón preguntaría, observaría los pasillos sucios y los felpudos sin sacudir, subiría las escaleras –de a dos los escalones– y probaría el picaporte. Gritaría con energía: “Levantesé, esta chica, o quiere que la levante yo”. Si yo desterrara los fantasmas, vestiría con desgano mi uniforme, alzaría los cepillos, el trapo, el detergente, escondería discretamente mi fotonovela debajo del delantal, y saldría sin culpas al aire matutino, sin la pesada tarea de reivindicar legados no deseados de piezas ajenas con muertes anónimas.

En cambio, en puntas de pie cargué mi valija hasta la conserjería. Pero, antes de finalmente traspasar el umbral, descubrí que aún había una cuota de verificación inconclusa.

Tomé mis llaves, subí a la pieza milagrosa y, sin vacilar, me dirigí al ropero gordo e imponente. Chirriaron las bisagras de sus puertas con gemido siniestro: efectivamente, adentro yacía el cuerpo pequeño y encogido de la mujer que yo había conocido. Su mueca final era apenas un principio. Pronto llegaría el numen, y los olores genéticos inundarían sus entrañas, la lluvia derretiría sus células en efervescentes pastizales, germinarían movimientos imperceptibles y raudos hervideros de energía se cocinarían a partir del estiércol. (Una vez más, lo humano no es sólo lo que está allí y lo que allí termina: vendrán abejas a libar de tus néctares y ornarás tu coronación ahora escindida; redentores de un humilde linaje, los fantasmas).

“Usted que comprende, explíqueme”, le dije entonces al conserje. Usted que trabaja aquí hace veinte años y lo ha visto todo, deje de leer y míreme: dígame qué significa que yo ahora me tenga que marchar por no poder aguantar este dolor, sabiendo que están allí detrás de cualquier puerta, esos fantasmas, obligándole a uno a contemplar esas vidas que a uno ni le importan, esas vidas que uno no quiere ni ver, que nunca pero nunca salen en las revistas. Y lo peor, créame, es tener que entristecerse uno: si se quieren morir, digo yo, que no dejen zapatos-direcciones-cepillos o alfileres. Si se quieren morir, por qué amargarme yo, por qué tener que marcharme escuchando este coro invisible y sofocante que aúlla dentro mío: “Cepillos, cepillitos de alborada, fantasmas en tu coronación, ahora que ya sabes lo que sabes, tendrás que irte a la estación.”

 

Teresa Porzecanski
Del libro "Construcciones"
(cuentos). Editorial Arca, Montevideo, 1979
Aportado por la autora

 

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