Y la muda habló
Juan Ramón Pombo Clavijo

Hay en todo lugar, Aldea, Pueblo, Cuidad o paraje, algún ciudadano que sobre sale con alguna fama o distinción, a ello contribuye y mucho, la sociedad o entorno en que surgen estos particulares personajes, aunque casi siempre su pasado aporta la simiente para que éstas cosas acontezcan.

Ésta, a la que nos referimos, aún está vigente en el recuerdo de sus familiares, por ese detalle y por respeto, cambiaré los nombres de los personajes y los lugares de ésta real historia.

Hace ya unos años, en que viviendo en la periferia de un Pueblo del interior, que como todos los habitantes alejados de las grandes urbes, conservaban ese encanto intrínsico de mantener a sus comunidades dentro de tradiciones y costumbres que vienen de culturas ancestrales traídas por sus antecesores que emigraron de tierras muy lejanas.

Algunos de ellos, de lugares tan remotos y de culturas, que se pierden, en la noche de los tiempos.

Entre las referidas culturas o razas, están la de los Gitanos, que más allá de las historias, anécdotas  y relatos, la mayoría de ellos embebidos de fantasías.

En un terreno lindero a nuestro  hogar transitorio y de gran porte, dado que aparentemente, éste solar estaba compuesto por varios padrones y que pertenecían a un solo dueño.

Que lo alquilaba esporádicamente a distintos grupos trashumantes, como ser Circos o Calesitas que solían recorrer con su trouppe, por distintas comunidades del País.

Allí quedaban hasta que ya, entre las gentes no podían recaudar más un duro o bien porque las sucesivas actuaciones de éstos espectáculos, ya saturaban a la audiencia y ésta ya no concurría y por ende no generaba recaudación.

Desde hacía poco mas de un año, al lindero y gran lote, lo ocupaba una pequeña comunidad de Gitanos; de no más de veinte personas, entre adultos, jóvenes y niños.

En honor a la verdad que ésta gente nunca generó ninguna molestia a los vecinos y pese al poco tiempo en que se afincaron en el Pueblo, ya se habían ganado el afecto y el respeto de todos, por la educación de ellos, sobre todo la de los chicos y cosa rara, por la honestidad de los mismos.

Mientras que las mujeres, se dedicaban a vender distintos tipos de “cacharros” y a ofrecer sus ancestrales y milenarios servicios de “adivinar la suerte” o el futuro de las personas; casi siempre a consideración de la voluntad de éstas para el pago de dichos servicios.

Los hombres, compraban y vendían cosas de toda índole; desde hierros viejos, baterías de automóviles viejas y agotadas, hasta verdaderas artesanías que hacían con desechos.

En la plaza del centro del Pueblo y como se estila en todos los Pueblos del Mundo había un kiosco de revistas, juegos de azar y venta de golosinas, tabaco e infinidad de “chucherías”.

A él, yo acudía con asiduidad a comprar el periódico y como generalmente casi nunca llevaba mucha prisa, me sentaba a  leer el mismo en algún cómodo banco del entorno.

Eligiendo, según la época del año, la fresca sombra que daban los hermosos árboles de frondoso follaje o en los meses de frío, lo hacía en donde el sol regalaba su calor.

Era muy común que por las inmediaciones de dicha Plaza, me encontrara con otros jubilados que al igual que yo, invertían su tiempo en hacer mandados para su familia, o bien comprando al igual que yo, el “diario” y así todos teníamos la excusa de encontrarnos como por “casualidad” para poder ocupar algún rato del día, opinando y discutiendo de política, de las mujeres que pudimos tener y no tuvimos, del costo de la vida y del nunca bien ponderado deporte del balompié, el Fútbol.

Desde hacía ya algún tiempo, me era muy común encontrarme en aquellas inmediaciones, con una de mis circunstanciales vecinas; una típica y vieja Gitana, que con dos de sus muy pequeños nietos, solía pasar casi toda la mañana, cuidando a las criaturas, mientras ellos jugaban en el entorno de la seguridad que ofrecía la magnífica Plaza.

Ya la conocíamos en mi familia y en el vecindario, su nombre era Nicasia y tenía una grande y agradable cualidad, siempre andaba muy limpia y elegante con sus típicos vestidos, su larga trenza de pelo casi blanco, su fino pañuelo y sus joyas que completaban aquel atuendo tan pintoresco.

Pero había una cualidad distinta que la diferenciaba del común de la gente; era muda desde hacía muchos años , a consecuencia de un grave colapso de salud (según nos contaron algunos de sus congéneres) por consecuencia de una descompensación de la presión sanguínea y que le costara la pérdida de sus cuerdas vocales.

A pesar de su falencia, ésta se ganaba la confianza de quienes la conocían, por su simpatía que dejaba trasuntar al comunicarse por medio de señas, con todos, parientes o extraños.

Mujer de avanzada edad, que se veía que en su lejana juventud, había sido dueña de una particular belleza, como la generalidad de las mujeres de esa raza.

En algunas ocasiones, ella y yo compartíamos banco, bien al sol o bien a la sombra y aunque ella no hablaba, yo le hacía algún comentario que ella se amañaba para contestar de alguna forma.

A veces con un simple movimiento de cabeza, otras con la ayuda de sus manos y yo, tratando a duras penas, a veces  lo conseguía de interpretar lo que quería decir aunque a veces, no la entendía.

Entonces en esas ocasiones, ambos nos reíamos con sana alegría, aquello elevaba mi concepto de buena persona que ya tenía formado de ella; quién se ríe de si mismo o de sus propias falencias, deja traslucir su sabiduría de la vida.

 Muchas veces y mientras ella no perdía de vista a los chiquillos, yo le comentaba alguna de mis lecturas del periódico, incluso le prestaba el mismo o parte de él.

En referencia a los títulos del mismo, no era raro que nos enfrascáramos en largos coloquios, yo conversando y ella haciéndolo a su manera, por señas.

Dado por la velocidad con que la observaba leer, se veía que era dueña de una cultura muy particular.

Así las cosas sucedían de tal modo que, los transeúntes que solían pasar por allí, incluso mis amigos o conocidos, muchas veces compartían nuestro circunstancial banco y se sumaban al coloquio.

Claro que dado a mis mayores conocimientos de mi interlocutora, yo hacía cuando así lo demandaba la situación, de traductor o mejor dicho de interpretador de gestos de aquella señora.

Muchas veces, cuando aquella se alejaba con sus queridos nietos rumbo su morada carpeada, quedábamos comentando con algún interlocutor circunstancial, las particulares opiniones de Nicasia, en cambio cuando ella y yo, quedábamos solos, solíamos reír a veces tenuemente y otras a mandíbula batiente.

Aunque a veces no nos veíamos, o bien porque ella no venía con sus nietitos a la Plaza, o bien porque yo estaba con poco tiempo y no me quedaba a leer en uno de los bancos o porque simplemente nuestros horarios no coincidían

La cuestión que en una ocasión en que la ausencia de la Gitana, se extendió por varios días, le pregunté por ella a otra integrante de su cofradía, lo hice a través del fondo de mi casa, ya que era muy común hablar con distintas personas de aquella familia de trashumantes a través del tejido; incluso mi familia y ellos, intercambiaban muchas veces algún envite de confección culinaria y agún que otro comentario.

Por ella, me enteré de que la “vieja Nicasia”, como la llamaban, estaba internada en el nosocomio local desde hacía varios días y si bien su situación era estable en esos momentos, aún no le daban el alta porque querían cerciorarse los Médicos de que no tuviera un retraso que le traería consecuencias muy nefastas, dado a su avanzada edad.

Con quien me anotició del estado de salud de la anciana, averigüé su número de sala y cama para irla a ver; de echo, lo ice esa misma tarde a pesar de que llovía “a cántaros”.

Provisto de ropa acorde y paraguas, me apersoné a la sala de guardia, ya que conocía a varios de los trabajadores de aquél lugar, incluso a algún Galeno.

Allí pregunté por la anciana Gitana, lo que me dijeron no fue para nada halagüeño, sino que más bien me resultó bastante lastimoso.

La situación de la enferma, era tan grave que los Médicos, no se atrevían a intentar nada, ya que argumentaban que aquella no resistiría, mejor dicho, su corazón que se apagaba con el transcurrir de las horas.

Me indicaron como llegar hasta ella y hacia allí me dirigí, le llevaba unas flores que me dieron en mi casa y unas rojas manzanas que compré por el camino, un libro de poesías y el periódico del día..

Como era el horario de visitas, en los pasillos, se veía mucha gente circulando.

En una pequeña sala de sólo dos camas, una de ellas ocupada, la otra vacía, allí estaba la “vieja Nicasia”.

Al verme (estaba sola) me pareció que se le encendían sus grises ojos, al verme llegar.

Tímidamente me incliné y rocé con mis labios su cara, su mano tomó la mía, la que le di las flores que ella me devolvió para que yo y de acuerdo a sus señas, las ponga dentro de un jarro con agua que estaba sobre una mesita; al lado de éstas dejé las manzanas y al periódico con el libro, lo deposité en su mesita de luz al costado de una botella de agua y un pequeño vaso.

Me señaló una silla que estaba cerca y tomé asiento, largo rato nos miramos, sólo se oía el ruido del pasillo, gente que iba y venía, conversando.

Yo, como para romper el silencio, comenté:

<¡Que manera de llover! Afuera ya se parece a un diluvio, veo que no la han venido a ver o tal vez estuvieron en otro momento ¡claro! Con tremendo temporal, anda poca gente por la calle.>

Ella asintió y con gestos que yo ya conocía, me preguntó por mi familia y yo aproveché a despacharme con un pormenorizado relato de ésta, lo hacía más por ocupar el tiempo y llenar el espacio que le correspondería a ella en una charla normal, donde ambos interlocutores con posibilidad de emitir sonidos con sus cuerdas vocales, lo harían.

 Largo rato duró mi perorata, tanto que cuando concluí, ambos, como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, nos reímos con ganas.

Luego vino un espacio de nuevo silencio, dentro de éste, aproveché a acomodarle sus dos almohadas y preguntarle si deseaba que le sirviera agua, le pelara una manzana o alguna otra cosa.

Sus señas fueron contundentes, su movimiento de la cabeza de lado a lado y con una de sus viejas manos cerradas, dejando en ristre su dedo índice, me izo el clásico gesto de negativo.

Así en ese tenor, fueron pasando los minutos, yo ya me sentía incómodo de a ratos.

De pronto, aquello sucedió, no lo podía creer, en un primer momento creí que mi cerebro me estaba jugando una mala pasada o que algo se había movido dentro de mi veterana cabeza y me estuviera dando un ataque de in cordura.

Por favor cierre la puerta.- Me dijo nuevamente.

Lo ice, obligando a mis piernas a que respondan al estímulo del cerebro al que aquellas se rebelaban.

Por favor tome asiento y escuche lo que le voy a relatar y no se asombre; eso sí, no se lo cuente a nadie de que yo le hablé y de lo que le voy a contar, de todas formas (sonriéndose), ¿quién le va a creer?.

Si entrara alguien, yo dejaré de inmediato de hablar y le pido que usted lo sepa simular.

Me senté impávido a escuchar a aquella vieja Gitana que me propinó la sorpresa más grande de mi vida.

Cuando sufrí mi colapso a consecuencia del mal funcionamiento de mi gastado corazón, mis cuerdas vocales realmente se anularon, lamentablemente me quedé sin habla por muchos años.

Mi vida fue muy azarosa: la segunda guerra Mundial, encontró a mi tribu en las inmediaciones de Budapest y los nazis nos hicieron sus prisioneros, luego vino todo lo conocido.

A mi familia la mandaron a un maldito campo de exterminio y a algunas niñas como yo, las utilizaron para satisfacer los bajos instintos de algunos oficiales de aquellos realmente, hijos del demonio.

Cuando terminó la guerra, los que pudimos nos vinimos a ésta parte de la Tierra y como pudimos y con la ayuda de otros Gitanos y de algún “Payo” (gente común) comenzamos nuevamente a construír nuestra vida.

Algo en mi silla, no me resultaba cómodo.

Yo, en mis peores momentos, le hice una promesa a la Virgen; que si ella me salvaba de morir en aquellos infernales “campos de concentración”, yo le ofrecía la penitencia de no usar mi voz de por vida.

Luego vinieron los años de juventud en tierras que se presentaban promisorias y donde la naturaleza nos regaló el don de encontrar a nuestro gran amor y reproducirnos como Dios manda, por eso tuve cuatro hermosos hijos y ahora ¡catorce nietos! y seis bis nietos, dos de ellos usted los conoce muy bien.

Lo dijo como escupiendo  su orgullo.

Cuando me quedé sin habla me dije que aquello era el castigo por haberme olvidado de mi promesa a la “Santísima Virgen”, así que asumí mi desgracia como una penitencia que debía de cumplir, pero un buen día que en nuestra tribu se festejaba el casamiento de mi hija menor, yo tengo, no sé si lo sabe, dos cazales, yo me encontraba sóla en un aparte de la demás gente que festejaba, ¡menos mal! porque de pronto me escuché cantando una muy hermosa canción Gitana

_De inmediato me callé y en vez de festejar de que me hubiera vuelto la voz, tuve miedo de que mi Virgencita me estuviera poniendo a prueba y me juramenté nuevamente a guardar silencio, hasta la muerte, aunque aquello me hiciera sufrir cada minuto de vida.

_Usted a sido por demás bueno conmigo y como ya tiene bastantes años, aunque muchos menos que yo (aquí su risa se izo muy tierna) y yo sé que estoy más cerca, como dicen los Payos, del arpa que de la guitarra, decidí que no podía irme de éste Mundo sin contarle a alguien mi secreto.

_Perdone que lo aya elegido a usted; no me haga ninguna pregunta por favor y ¡Muchas gracias por su amistad!

_Ahora váyase que se terminó la visita.

Cuando salí de vuelta a la lluvia, llevaba en mi cabeza un torbellino de preguntas sin respuestas.

¿A quién le contaría de todo aquello?

La premonición de aquella vieja Gitana era cierta, ¿quién en su sano juicio me creería? ¡Nadie!

Juan Ramón Pombo Clavijo
Diálogos de boliche
Del Libro “Batuque”

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