¿Me da fuego?
Juan Ramón Pombo Clavijo

Mis años de juventud, tuvieron épocas esplendorosas y otras muy aciagas.

 

Éstas últimas, fueron las más, sobre todo en las instancias de procurar subsistir como un prometedor estudiante de Derecho.

 

En esos años, formé parte de lo que hoy pomposamente, algunos nos endilgamos como de años de bohemia.

 

En mi caso particular, yo lo definiría, mas bien como, años de hambre y de acumular experiencia (que otro remedio) en base a las muchísimas necesidades.

 

Éstas últimas, estaban atadas a las peripecias que puede tener, quien siendo un muchacho, tiene que tratar de acudir con regularidad al aula de estudio, tener dónde pernoctar, tiempo para sacar apuntes en la Biblioteca (en ese entonces, ni siquiera había fotocopiado) empilchar, por lo menos decorosamente y lo más importante; poder comer todos los días o por lo menos con la regularidad suficiente, para que las sufridas neuronas, no sufran una conmoción anémica.

 

Estaba encasillado en lo que en esa época, se nos definía en algo así como de “Rebeldes”.

 

¿Quién no se revela contra la adversidad y la impotencia?

 

Era de los llamados “Rarus Bichus”, de los que pese a todo y a todos, queríamos salir adelante y estudiar.

 

Sin ninguna beca ni apoyo familiar, de ninguna especie.

 

Sobre todo, porque queríamos sobre salir, subsistir y soñar con triunfar, pura y exclusivamente por nuestros propios logros, rechazando toda ayuda de la familia.

 

Tiempos, muy, muy difíciles, donde la vida, se nos presentaba como un enorme lodazal, serpenteado de pequeñas piedras, sobre las que había que ir pegando pequeños saltos, a veces largos, otras cortos, para no caer en el lodo.

 

Las tentaciones eran muy agresivas y esquivarlas, se hacía cada vez más difícil.

 

Uno en base a vivir callejeando, estaba rodeado de delincuentes, de toda especie, muchas veces, algunos de ellos, cooperaba para que nuestras tripas se regocijen con holgura al sentirse abrumadas por el escaso y deseado alimento.

 

Realmente era muy difícil, no traspasar la línea de la honestidad, sobre todo acuciado por tanta adversidad.

 

Por suerte, si bien se tuvo que abandonar los estudios, con gran dolor, nuestra humanidad, se mantuvo incólume a tanta mala tentación.

 

El Montevideo de entonces, estaba empezando a recibir los estertores de los años sesenta, Beatles, hippies, pelos largos, pantalones ajustados de cuero, bocamangas muy anchas (casi ridículas), cualquier tipo de cosas raras, colgadas en el cuello, cuanto más estúpido mejor.

 

En la vieja Ciudad de San Felipe y Santiago, en aquel entonces, andar con pantalón gris, camisa blanca, saco azul, mocasines marrones, anteojos y cara de idiota, daba aire de intelectualidad, daba estatus.

 

Los almuerzos, de lunes a viernes, uno se las rebuscaba en económicos comedores públicos, las cenas eran todo un dilema que aún hoy no sé como pude dilucidar.

 

Los sábados y domingos, había que arreglárselas como se podía, conseguir alguna entrada para ir al Estadio, pasearse por el Parque Rodó, por si se podía enganchar algún “rebusque”, damas que se condolían de nuestra “trapense” peladera y luego a la noche, los interminables peregrinajes del Sorocabana de políticos, empleados, de Pintín Castellanos de damas de lujo y de las otras y de allí, al viejo “Tupí – Nambá”, vichando en cuanto café o cabarets se nos cruzaba en nuestro deambular.

 

Soportar a otros infelices como uno, que sin ningún recato nos contaban sus peripecias, que eran muy inferiores a las de uno, pero que en base de aguantar sus mojigaterías, pagaban alguna copa o lo más importante, a veces hasta llegaban al extremo de invitar a comer y aquello sí que se consideraba un verdadero lujo.

 

Cuantas veces tenía que dejar la ropa y los libros en casa de algún conocido y hacer noche, ora deambulando, ora haciendo pequeñas siestas en una terminal de ómnibus famosa en aquel entonces y que tenía sus instalaciones en pleno centro.

 

En una de esas aciagas noches, cuando veníamos caminando rumbo al centro, a la Ciudad vieja, donde en la calle 25 de Mayo al setecientos, alquilábamos  a medias con otro estudiante de medicina del interior como yo (hoy veterano Ginecólogo), una pieza en una otrora señorial casa, convertida como si fuera un castigo del tiempo, en una casi limpia pensión para estudiantes.

 

Se nos cruzó una pareja de hombres, que venían conversando entre ellos, llamativamente, recuerdo que lo hacían en voz alta.

 

Cinco segundos después de cruzarnos, uno de los dos, se nos apersonó, alcanzando nuestra marcha y nos llamó la atención con un solícito:

 

_ ¡Buenas muchachos! ¿Me dan fuego?

 

_ ¿He? ¡Sí claro! Tome…

 

Allí nomás en menos que canta un gallo; nos despojaron de los pocos y flacos pesos de que disponíamos, el reloj pulsera de mi compañero (menos mal que el mío, lo tenía a buen recaudo en el depósito de la Caja Pignoraticia de Empeños y que por generosidad del destino aun conservo) y del paquete de pizzas, del día anterior, que nos facilitara un amigo que trabajaba en una famosa pizzería, ubicada en aquél entonces en pleno parque de atracciones, del místico Parque Rodó.

 

¡Claro! Que nuestra voluntad de no entregarles lo que nos despojaron, se quedó sin argumento, frente a la boca de aquél enorme revólver que nos pusieron delante, como queriendo mostrarnos sus virtudes.

 

Otra vez, en  que yo salía de un trabajo que hacía a destajo, en una muy conocida librería de aquellos años, la muy popular “Rubén”.

 

En donde, a la salida de la Facultad, el dueño de la misma, me daba, para pegar, remendar y reacondicionar los viejos y algunos bastante maltrechos libros de estudio, que comercializaba y me pagaba de acuerdo a la cantidad de volúmenes que remendaba en unas tres horas, mas o menos, menos mal que me abonaba todos los días, mi trabajo.

 

En ese entonces fue mi ¡otra vez!

 

Caminaba rumbo a la pensión, la que de ese punto me quedaba a unas, veinte cuadras de distancia.

 

Un hombre muy gordo, me abordó y sin decir agua va, me abrazó muy afablemente como si me conociera de toda la vida y con una de sus manos metida dentro de uno de los bolsillos del gabán.

 

Me presionó en la parte donde solía tener  mi sufrido estómago y gentilmente me pidió que le dé lo que tenía en mis bolsillos, no mi pañuelo, ni el peine (adminículos que no podían faltar en el bolsillo del caballero).

 

La gente que pasaba a nuestro lado, pensaría que aquél afectuoso individuo, tal parecía que estaba abrazando a un hijo o un sobrino.

 

Sobrino-hijo que se quedó sin los magros pesos que había ganado, pegoteando “desasnadotes” de seres humanos.

 

Mucho, muchísimo tiempo después, tanto como unos cuarenta años de aquellos hechos, tuve ¡por fin!, mi oportunidad de revancha y de poder beber en la copa de la dulce venganza.

 

De los muchos metieres y oficios que uno tiene que asumir en pos de la vieja necesidad; tenía un vehículo de alquiler, en el que me dedicaba, entre otras cosas, a llevar y traer pasajeros de la terminal aérea de Carrasco.

 

Sucedió una madrugada del mes de marzo, allá por semana santa, que esperando un matrimonio que venía de la añeja Europa, un vuelo que en principio llegaba a la una y treinta de la madrugada, por esas cosas que también tienen las cosas extranjeras, el mismo llegaría con tres horas de retraso.

 

La impuntualidad, no es ni por asomo patrimonio nuestro, pero que fuerza hacemos para apoderarnos de ella.

Como andaba bastante falto de dormir, ajetreos de fin de semana, me fui a tratar darme una pequeña siesta de unas dos horas, en la apacible comodidad de mi automóvil.

 

El que había dejado estacionado  a unos cincuenta metros de la entrada de dicha terminal, en un espacio que las potentes luces que pendían de unas altas columnas, se habían puesto de acuerdo para que una de ellas, la que estaba cerca de  mi auto, estuviera apagada.

 

Aquello me regalaba un cono de oscuridad, que al parecer, era todo para mí solo.

 

Si bien en el estacionamiento había un guardia, éste a esa hora, lo que hacía era estar metido dentro de la pequeña cabina- refugio, escuchando música y leyendo algún periódico del día anterior.

 

Esa zona, siempre fue proclive al delito, por los alrededores y a pesar de que la Policía montaba guardia en los lugares estratégicos, por allí deambulaban delincuentes de todo tipo y calibre.

 

Así que los que estábamos expuestos, de alguna forma a ser pasto de aquellos “malandras” por lo general portábamos arma, con el consiguiente permiso para hacerlo, por supuesto.

 

Dentro del móvil, me arrellané en mi asiento, puse mi arma entre las piernas y prendí un cigarrillo, prendí el radio y lo programé con el volumen bajo.

 

Así estaba esperando que Morfeo, me asista por un par de horas cuando, por el vidrio de mi puerta, el que había dejado unos cinco centímetros abierto, para que saliera el humo…

 

Alguien golpeando el mismo y hablando a su vez y dándome un gran susto, que casi me trago el ya casi consumido pucho, me pedía fuego sin tener la generosidad de por lo menos saludar antes.

 

_ ¡Jefe! ¡Jefe! ¿Me da fuego?

 

Lo miré a través del vidrio y lo vi allí solo aparentemente o no, alto, muy delgado y con una extraña gorra.

 

Casi repuesto del “jabón” que pe pegué, miré por el espejo retrovisor y por las ventanillas de mi derecha, por si, éste inoportuno visitante, tenía algún “socio” y allí sí.

Allí estaba la oportunidad que esperaba desde hacía tanto tiempo y pensando…

 

_Otra vez no, ahora ya estoy algo “grandecito”, para que me vuelva a suceder.

 

Así que pensando esto, rápidamente tome el revólver (mágnum 3.57) y poniendo en el caño de ella, el casi pucho y a la vez que habría casi con violencia la puerta del vehículo, me apeé del mismo y puse debajo de sus narices, el caño de mi potente arma.

 

Recuerdo que en un rincón de mi vengadora mente, algo se regocijaba de estúpida hambre de revancha.

 

Hombre que cayó de espalda al suelo, clamando que, no le hiciera daño.

 

¡Ah! Por lo menos le devolvía el “jabón”.

 

Todo aquello para comprobar de que aquél pobre individuo, estaba como yo, esperando pasajeros, en un auto estacionado a pocos metros de donde yo estaba y que el encendedor de su vehículo no le funcionaba y se había quedado sin fósforos.

 

Como me viera arribar a mi coche y al observar que yo fumaba, se arrimó inocentemente a pedir lumbre.

 

Aquella sed de revancha, me costó renunciar a mi sueño, quedar en ridículo, pagar un par de capuchinos con medias lunas y pedir mil disculpas, aún sigo esperando mi ocasión.

 

Que ojalá, no llegue nunca.

Juan Ramón Pombo Clavijo
Del Libro “Perros alados”

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