Estofado de cordero
Juan Ramón Pombo Clavijo

No era  un Pueblo muy importante, es más, sus calles adoquinadas y sus veredas angostas, el apacible silencio de su entorno, sólo roto de cuando en vez, por el transito de algún vehículo no tan moderno, aunque también los había y de algún que otro carro tirado por algún noble caballo, muy ornamentados éstos, como era la usanza de aquella comarca.

Trayendo al pueblo y a los distintos comercios, el fruto de su producción agropecuaria, cerdos, frutas, verduras y aquellos embutidos que hacían tan famosa a ésta comarca.

En los últimos años, éste pequeño Pueblo, se había visto invadido, o tal vez esa no sea la palabra adecuada, pero es la que mejor le cabe en éstos casos, por una pequeña cantidad de  artistas o seudos artistas plásticos, escultores y escritores,  que habían tomado ese destino como una especie de retiro, luego de su jubilación o sea que habían optado por vivir en aquél apacible Pueblo, por encontrarlo alejado del bullicio mundanal de otras Ciudades de los alrededores.

Estaba éste enclavado, a unos ochenta o noventa kilómetros de la costa Bretona de Francia, en un hermoso valle rodeado de montañas y era tal vez la distancia, lo que formaba una barrera natural para que aquél, no fuera muy conocido ni invadido por turistas y el gran movimiento de marketing,  que se podía esperar de otras latitudes más emergentes que éste.

Dado la proliferación de artitas retirados; en los últimos tiempos, a los que acompañaron algún que otro “marchand “y la conjunción de todos éstos con algún artesano  de la zona, los que realmente hacían maravillas con sus manos, pero que no traslucían mas allá del entorno de la campiña, ya que toda ésta gente estaba embebida en la cualidad intrínseca de tener una vida sana, tanto alimenticia como separada de todos los nervios que en los últimos años se había adueñado del resto del Mundo.

O sea que éste pequeño villorrio, aún se jactaba de no estar contaminado por los virus del progreso.

 ¡Claro!, que tenia su hermosa parroquia, su pequeña pero muy pintoresca escuela de párvulos y algún que otro profesor o profesora de música, idiomas, o sea que no estaba desprovista de ninguna necesidad, que pudiera tener para su población ya que ésta, estaba constituida por mayoría de gente de avanzada en edad; algunos venidos últimamente como citamos antes y otros naturales de la zona, muchos de ellos luego de recorrer Mundo, habían vuelto y estaban abocados principalmente a las tareas rurales de pequeñas parcelas, donde se elaboraban los mejores vinos de Francia y por ende, del Mundo.

La gente, era muy propensa a comer y beber lo que se producía en la zona.

Si bien, no se carecía de energía eléctrica ni de señales de televisión, aunque ésta estaba supeditada a un par de canales y en base a alguna repetidora, de allí no pasaba el gran poco o no, deseado adelanto bursátil de ésta gente, la que con sus pocas horas de transmisión televisiva, aun en blanco y negro, congregaba en los atardeceres a la gente, en los crudos inviernos a disfrutar con el entorno familiar, de aquella parafernalia que representaba a la pantalla  chica.

Por supuesto, que toda aquella venida de gentes que habían elegido para vivir allí, no compensaba la gran emigración de gente joven, que por razones de estudio o laborales o por querer ver la otra parte del Mundo, hacían peligrar con dejar aquél Pueblo abandonado, con el correr de los años.

Sólo ésta pequeña inmigración de artistas retirados, pretendían nivelar la balanza de la población que se resistía con estoicismo al devastador progreso.

Lo típico en los largos periodos de verano, primavera y otoño, era muy común ver a la gente, sentada en la angosta vereda, o bien tomando el fresco o de tertulia entre vecinos y a su vez, también era común en la vereda de algún café, de los que habían dos, ver gente sentada junto a pequeñas mesas muy pintorescas y cubiertas todas con  llamativos manteles a cuadros y beber algún que otro coñac, vino, o pernot.

Aún quedaban algún par de fondas, con muy pocas mesas, pequeños salones y donde era típico que éstos tuvieran día a día, sus exclusivos menús y a los que ya la gente conocía de antemano las especialidades de cada uno de dichos lugares.

Los fines de semana, era muy común, antes de la consabida misa del Domingo, que muchas familias del campo, se trasladaran hacia el Pueblo y pasaran allí el resto del día, con sus amigos, parientes y de alguna forma conformar lo típico y las costumbres que todos traían ya ancestralmente arraigadas.

El hombre madrugó, como ya tenia acostumbrado en el corto tiempo en que vivía en aquella casa, que compartía con la dueña de la misma, a la que le había arrendado un par de habitaciones, compartían el único baño de la vivienda y a su vez, ésta buena señora, lavaba y planchaba su ropa y de cuando en vez, compartía con ella, algún café o té con que aquella,  se lucia invitándolo con alguna de las exquisiteces  culinarias que ella elaboraba, fruto del conocimiento de que de generación en generación, madres dejaban a hijas, como un pequeño tesoro de vivencias, la herencia de las ocultas y muy personales recetas.

Aquella buena señora, viuda desde hacia ya muchos años con  un par de hijos, muertos en acto de servicio en la guerra de Indochina y una hija que estaba muy lejos, en otro continente, la cual se había casado con un diplomático y que le había alegrado al darle cinco nietos, algunos de los cuales ya estaban estudiando en la Universidad.

Cada dos años, su hija con su esposo y algún nieto o nieta, solían venir a pasar unas pequeñas vacaciones de veinte o treinta días; entonces la casa cobraba el calor de hogar perdido hacia mucho tiempo.

Es por eso, que la habitación y un estar que había alquilado a éste hombre, que aparentemente también era artista, ya que lo veía entrar y salir con pequeños y grandes cuadros y rollos de tela y papel, ella no era afecta a indagar en la vida ajena, lo que la convertía en la anfitriona ideal.

Sólo se escuchaba dentro de la habitación de aquél, de cuando en vez, la melodía de algunos discos que éste, escuchaba por medio de una vieja victrola electrónica que poseía, música agradable y otras no tanta, lo que si era habitual la persistencia en tales melodías, la voz de la inolvidable Edith Piaf, ya que la mayoría de la veces parecía que tenia mucha afinidad con tal artista y en ocasiones escuchaba sus grabaciones hasta el fastidio de la dueña de casa..

Aquella, ya no tan muchacha pero que toda Francia bautizó, como el “Gorrión de Paris”.

Se levantó muy temprano y ocupó el baño como a el le gustaba, sin tener ruidos que lo pusieran nervioso a su alrededor, allí se duchó, se afeitó y luego de una hora, salió del mismo.          

Olfateó que por el vano de la escalera, ya que él ocupaba parte de la planta alta, se elevaba un exquisito aroma a café recién elaborado, se sonrió para sus adentros y con su toalla y su bata, se adentró a sus aposentos.

Aunque poseía un pequeño vehículo, de cuatro o cinco años de uso, salió de la casa con algunos rollos de papel, cartulina, tela y quiso ser participe de aquél hermoso día y se dispuso a ir caminando hasta su destino, el que distaba, unas ocho o diez cuadras.

En un pequeño “chalet”, que estaba casi en las afueras del pueblo, en una pequeña elevación o cuesta del camino y en la que vivía su “Marchand” de toda la vida, el que le había instigado a que él utilizara aquél pueblo como una especie de retiro espiritual, ya que en ese momento y fruto de varios amoríos y mujeres, condición a la que el, nunca se pudo sustraer ya que estaba pasando por un breve lapso de los que él, ya estaba acostumbrado, fruto de la desinteligencia de sus variados y complicados amoríos.

No obstante de que el alquiler de donde vivía terminaba en un par de meses, había pensado en seguir el consejo de su amigo y comprar alguna finca de aquél hermoso y apacible Pueblo.

Ya que había comprobado que éste lugar, no sólo era fascinante, por su gente, por su vivencia, por su tranquilidad y también que le servia para su cometido, ya que no era una distancia tan grande de algunos centros, donde el solía ir cada diez o quince días, a darse algunas vueltas y para no olvidarse del mundo del que venia.

De todas formas pensó que volvería a entablar la conversación pertinente con su Marchand.

Como era temprano aún, pasaría por lo de una pareja de artesanos, que él y ella, matrimonio ya entrado en años, los que tenían un pequeño negocio de encuadrado y vidriería, tienda ésta que era la única del Pueblo en esa especialidad.

Como había ya realizado algunas tratativas y negocios con ésta gente, pasaría por aquél pequeño comercio y le dejaría algún material para que éstos los encuadren.

Gran decepción, luego de un poco de cansancio y algo de agitación por la caminata, ya que las callecitas tenían sus subidas y bajadas, típicas de los pueblos de montaña y al tabaco, en esos menesteres de hacer esfuerzos físicos, se dejaba notar como el gran degradador de aliento.

 Al golpear a la puerta de aquella hermosa casa, una vieja empleada, que él ya conocía, le transmitió que su patrón, no volvería hasta horas de la noche, ya que se había ausentado por todo el día, a hacer algunas diligencias en una cercana Ciudad de la costa.

Bueno, ésta vez y ahora en forma mas cansinamente; retornó hacia lo que era el centro del Pueblo,  con un plan de observación, que surgió en base a la decepción de no encontrar a su amigo, dirigiéndose a la cuadraría, fue disfrutando de aquél  panorama que todavía no se explicaba de que como lugares como aquellos, aún quedaban casi descontaminados de las grandes Ciudades.

Pensó que tal vez no era su día, porque cuando llegó a dicha cuadrería; la encontró cerrada y un cartelito colgado en la puerta, escrito éste de forma manuscrita que rezaba “Cerrado por duelo”.

¡Caramba! pensó, “hoy no es mi día” pero para ésta pobre gente tampoco ha sido muy bueno; quedándose unos pocos minutos al lado de la puerta y ya se disponía a volver con los bártulos que tenía, debajo del brazo, aquellos transportados en forma de rollos, pero que en base a la decepción ya era como que le molestaban y le pesaban más de la cuenta.

Alguien pasó y por supuesto que  lo saludó como era de estilo en las gentes de aquel lugar y le comunicó que en la noche anterior, habiendo fallecido un hermano del dueño de la cuadrería, éstos (el matrimonio) seguramente se habían trasladado a la vivienda de campo que aquél desafortunado hombre tenia, a un par de leguas del pueblo y donde lo estarían velando en esos momento y que luego, seguramente lo traerían al pequeño y viejo cementerio local,  que orillaba en las afueras del villorrio.

Se dijo, que como él ya conocía que la usanza era que cuando había alguien fallecido del lugar,  lo traían a su última morada, la iglesia hacia sonar su campana muy cadenciosamente en un lúgbreve responso y de ese modo todo el pueblo, o casi todo, acompañaba al enterramiento de los que hasta poco atrás, habían sido pobladores, o bien parientes, conocidos o amigos de todos.

Por una hora, o tal vez más, algunos negocios del Pueblo, cerraban sus puertas como homenaje al finado y para poder acudir a acompañar sus restos.

-“¡Que demonios!” se dijo, aquellas decepciones  y aquel esfuerzo, merecían un trago  y tomando por la vereda a, la que daba la sombra, se dirigió hacia el centro del Pueblo que era reinado por la única plaza del lugar.

Allí en sus alrededores, estaba casi toda la actividad comercial, la iglesia, la pequeña estación de Gendarmería, la botica, el “Café” grande del lugar, porque no era el único, puesto que a no más de unas decenas de metros, esta instalado un cómodo y apacible “Pab”; curiosamente ambos ubicados en la misma cuadra.

Solamente le abrigaba la duda de cual estaría mas fresco ya que el sol estaba picando bastante; había pasado la mitad de la mañana y se estaba acercando el mediodía, cuando por la vereda, saludando gente e intercambiando algunas palabras con algunos de ellos, paso distraídamente, por aquel lugar en que no se detuvo, simplemente miró que en la vidriera, en un ventanal, adornado por un cortinado, el que ya contaba algunos lustros y en una pequeña pizarra puesta contra el vidrio de la misma, se leía, HOY “ESTOFADO DE CORDERO”.

Aquel café ocupaba una de las esquinas mas ampulosas de la plaza, cuyos comensales solían usufructuar la vereda y sus mesas, las que estaban todas individualmente  alineadas y debajo, cada una,  de su correspondiente sombrilla.

Sus clientes, la gente de los alrededores que solían ir, o los que  se adentraban al Pueblo, por algunos menesteres o al Banco (el único) ubicado en otra de las esquinas, no menos importante y con frente a dicha plaza.

Aquella en la que solían pasar sus horas de ocio algunos de los “viejos” del poblado..

Acostumbraban también los viajeros pasar el mediodía y luego de algunas compras o visitar  amigos, o algunos de los dos médicos del pueblo, se retiraban a sus fincas campestres.

Cuando estaba decidiendo a cual de las mesas ocuparía, se decidió por una que estaba bastante solitaria.

Siguió su camino sin detenerse y allí en una mesa que eligió, por estar ésta aun cubierta por sombra tomo asiento en una confortable silla y pidió una refrescante copa de vino.

La misma venia acompañada por la consabida botella y una pequeña picada de panecillos caseros, (siempre calientes) salchichón y pequeños trozos de queso, uno muy blando y otro muy duro, de los que usualmente se usaba a modo de costumbre para acompañar las pastas.

Los sabrosos tragos de vino a los que ésta buena gente de la comarca acostumbraba y más que tragos, eran una botella que se servía a cada comensal, máximo a dos.

Cuando había transcurrido un buen rato y estando a punto de repetir el servicio, mirando el viejo reloj de la iglesia se percató que ya estaba a una escasa hora del medio día y de pronto recordó aquella pequeña fonda que a unos cuantos pasos antes de llegar al café, había mirado de soslayo y que en una pizarra contra el ventanal del frente y que rezaba el menú del día HOY “ESTOFADO DE CORDERO”; pensando esto se levantó casi de inmediato, le pagó al mozo, dejándole una generosa propina, tomó sus bártulos y salió raudo hacia el comercio de marras.

Dirigiéndose hacia el lugar observó movimiento de gente, algunos en forma apresurada,  otros al ritmo normal del Pueblo y pensó, que tal vez la gran mayoría de ellos, vinieran del acompañamiento al muerto.

Entró a aquél lugar y vio que éste era de pequeñas dimensiones, apenas seis u ocho mesas con cuatro sillas cada una de ellas, cubiertas con manteles que casi rozaban el piso y muy blancos, algunos con  rayas rojas, otros rayas azules que armónicamente estaban distribuidos sobre aquellas mesas, escasas mesas.

Salón de  dimensiones no tan grandes, pequeño mostrador a la derecha, un par de mesas contra el ventanal que había visto desde el frente y cuatro o cinco distribuidas contra una pared en la cual se veía muy viejas pinturas, algunas escrituras, cuadros de paisajes y algo que le llamó poderosamente la atención, algunas escrituras echas sobre la misma pared.

No bien había entrado, salió a su encuentro a recibirlo en forma muy amable, un hombretón de buenas dimensiones de altura, ya un poco encorvado por el peso de sus años, el que lucía alrededor de su cintura colgando, un largo delantal blanco, que mas que delantal parecía ser un mantel, acondicionado a ésos efectos.

El hombre muy solícito, le recibió y él se decidió que aquel le condujera hacia la última mesa, tomando como referencia del frente hacia el fondo; allí dejó sus rollos sobre una silla y en la misma depositó su chaqueta, se arremangó las mangas de su camisa y tomó asiento en otra silla, mirando hacia el frente y se dispuso a disfrutar de aquel acogedor y típico lugar.

Percibió que hacia un costado, había un par de mesas con manteles blancos, una pegada a la otra y contra la pared, sobre ellas, una respetable pila de platos o dos, un montón de servilletas, cubiertos y sobre la otra varias paneras preparadas y algún que otro adminículo que se prestaba para la atención a los clientes.

 Hacia un costado de la misma, en la pared, un ancho hueco como un ventanal o sin ventanal en forma de arcada, con una ancha tabla que hacia las veces de mostrador y que imaginó por el ruido que se dejaba traslucir el movimiento al otro lado que era de donde se pasaba la comida desde la cocina al comedor.

Allí en la misma, del otro lado se veía movimiento de gente y ruido de platos, ollas y enseres de cocina, también le pareció ver un par de cabezas que se movían y que le parecieron mujeres en el metiere de la cocina.

El señor, el fondero, le comunicó que la comida aún demoraba algunos treinta o cuarenta minutos, pero que gustoso la casa le invitaría con una botella de vino y algo para picar.

Acto seguido colocó sobre la mesa, una limpia copa, una botella de vino, una panera con varios trozos de pan “baguette”, sin duda casero y alguna galleta (le pareció un poco grande la panera que ostentaba dentro, una servilleta blanca y que estaba construida en mimbre), casi de inmediato, el fondero trajo una tabla con salchichón picado y pedazos de quesos de dos clases, uno blando y otro duro que se le antojó a nuestro hombre que éste último era del mismo que se usa para rallar sobre las pastas y un tercero, un trozo del exquisito roquefort.

Dejó el mesero servida la copa con aquel vino fresco y con amable postura se retiró a seguir acondicionando las restantes mesas, que era lo que estaba haciendo cuando nuestro personaje entró a aquel negocio, donde se olía un hermoso aroma, a carne y especies que se le antojó por demás delicioso.

El hombre iba y venia con platos, servilletas, cubiertos, paneras y en pocos minutos acomodando alguna que otra silla y bajando un toldo que daba a la vereda, el que irradiaba sombra sobre el ventanal de entrada y sobre la puerta, lo vio venir hacia su mesa al dueño de la fonda, con una copa en la mano y pidiendo éste permiso se sentó, en una silla que daba a la izquierda de nuestro personaje, (al pasillo) allí le solicitó permiso al comensal y sirvió de la botella.

Izo una ceremonia de brindis con el cliente y escanció de un sólo trago aquella mitad de copa de vino que se había servido; luego de haber roto el hielo, con palabras muy usadas en éstas ocasiones y con algunas preguntas de rigor, ya que el fondero nunca había visto entrar a su negocio a éste comensal, pero que se imaginó por lo que veía, aquellos rollos puestos sobre la silla, que daba a la pared lateral, junto a la chaqueta, que éste parroquiano seria otro pintor o dibujante, de los que últimamente estaban proliferando en el pueblo.

El Mundo aún se lamía de las heridas de la última guerra, pero el avance al futuro promisorio, era avasallante en pos de un futuro en Paz y armonía, entre la raza humana.

Muchos combinando aquel retiro, de otras Ciudades con su jubilación o retiro de actividades, aunque sabía muy bien que nadie dejaba de realizar su arte exitoso, o no.

Sabia de mil historias de aquellos personajes, que los había en el pueblo de toda la vida y que la gran mayoría dependía de otra actividad para vivir, ya que lo que expresaban como su arte, no le alcanzaban para subsistir.

Luego de unos minutos, el simpático fondero volvió a servir en ambas copas hasta tres cuartas partes de ellas y haciendo otro alarde de pequeño brindis; empezó a relatarle al comensal, una muy pequeña historia que sólo se vio interrumpida en algún momento cuando de la cocina, una voz femenina le preguntaba cosas, o le hacía ciertos recuerdos o le daba diversas órdenes.

 Le refirió aquel hombre que luego de muchísimos años de tener éste comercio, la fonda, la cual había recibido como herencia de su suegro en vida de aquél y que luego explotaría el mismo junto a su mujer y una hija, que eran las que estaban trabajando en la cocina y que tenían también un joven que hacia las veces de ayudante, el cual se dedicaba a la limpieza del local, a pequeños mandados y otros metieres y que ya pronto el mismo emigraría como la mayoría de su generación.

Contaba éste buen amigo que lamentablemente esa jornada, hoy, sería el último día que abriría la fonda, puesto que se cernía sobre la familia un remate judicial, que ya venía siendo postergado desde hacia dos o tres años por la acción de los abogados y el cual inevitablemente seria ejecutado en los próximos días.

Dijo a modo de alternativa, que como ya tenían edad suficiente, su esposa y él para retirarse, se quedarían en su pequeña granja que estaba en las afueras del Pueblo y allí tratarían de vivir sus últimos años con una vida sana y austera; tal vez junto a su hija ya que ésta, no tenia ningún ánimo aún de desarraigarse de sus padres a pesar de ya contar con sus treinta y largos años.

Todo lo contrario al hijo mayor de unos cinco o seis años de diferencia, el que desde muy joven se había ido a estudiar a una de las Ciudades cercanas y que había dejado sus estudios lamentablemente en medio de una carrera promisoria de Abogacía; éste muchacho que obnubilado por los negocios de la gran Ciudad, se había enredado en algunos proyectos, junto a otros socios que conoció por allá y luego de fracasar en todo lo que había intentado emprender.

En un momento dado, en que  había solicitado la garantía de sus padres para emprender por sí mismo lo que el aseguraba iba a ser el gran negocio que sacaría adelante a toda la familia.

Lamentablemente las cosas se fueron dando en su revés y éste muchacho simplemente desapareció hacia ya unos tres o cuatro años, sabían que había cruzado el continente y se había ido a buscar fortuna a un país lejano; dejando a los acreedores y sus abogados tratando de resarcirse de sus deudas con la garantía de sus padres, con el aval que le habían otorgado los mismos.

Hizo una pequeña pausa el fondero, el que se levantó presto para alcanzar otra botella de tres cuartos de litro  de vino y que depositó en la mesa luego de servir en ambas copas y preguntarle a su cliente, si quería más salchichón o queso.

A lo que nuestro hombre se negó rotundamente; porque quería dejar espacio en su estómago para degustar aquél estofado que se veía prometedor por medio del aroma que venia de la cocina.

Continuó éste buen hombre (el fondero) diciendo que esa noche iban a hacer una especie de fiesta con sus amigos y clientes viejos, que no eran muchos y que para la ocasión tenia reservado desde hacia varios años, una pequeña barrica de vino, en el sótano, la cual había añejado para una ocasión diferente, como alguna alegría grande de su hijo o de su hija, pero que dadas las circunstancias esa noche, la abriría y escanciarían su contenido con los amigos y los allegados a la familia, como una forma de brindar con todos los que hasta allí, habían apoyado comercialmente a él, su señora e hija.

Adelantándole a su comensal que él estaba invitado para esa ocasión y que esperaba que viniera, lo cual le daría mucha satisfacción de que lo hiciera, ya que  un cliente nuevo, justo el último día de cierre, era como una premonición y que se sentiría halagado de la presencia de aquél y lo esperaría.

A lo que nuestro hombre no dio inmediatamente una contestación en afirmativo o negativo, porque el fondero, pidiendo las excusas del caso y viendo que empezaban a entrar algunos clientes, que lo hacían en forma bastante continua, se levantó presto a darles atención.

Aquellas seis, ocho  o diez personas, que entraban, lo hacían al unísono, tal vez fuera costumbre del lugar, gente que se citaba justo a la hora de almorzar o tal vez por el anterior motivo expuesto del acompañamiento del finado y que retornaban del mismo.

Vio como el fondero en forma muy afable, ya que parecía conocer a todos los clientes, los que ocuparon las mayorías de las mesas que estaban esperando, hablaba con unos y otros a la vez que traía las consabidas bandejas de quesos y salchichón, las paneras y copas y botellas de vino; vio que algunos de los comensales dejaban colgados en un perchero que recién ahora veía, grande de dimensiones éste, el que estaba a un costado de la puerta, sus abrigos y sus chaquetas.

El bullicio se elevó y notó que aquella gente pueblerina de muy buenas costumbres, a los que a algunos de éstos, ya había visto o que conocía en el poco periodo en que llevaba habitando transitoriamente en el pueblo y que todos al sentarse de una manera muy educada, lo saludaron a la distancia, integrándolo de esa manera al común de los conocidos habitúes de la fonda.

Bien con gestos y moviendo sus cabezas o agitando delicadamente sus manos.

Se sintió unos golpes, como que alguien golpeaba una bandeja o un cacharro de la cocina que luego se dio cuenta que era como una especie de aviso o campanada de la cocinera, que empezó a depositar un plato tras otro sobre aquél pequeño mostrador, para que el mesero los repartiera a los comensales.

Eran platos rebosantes de aquél guisado que olía al decir del “vox populi” como los Dioses; se imaginó él y por fortuna fue el primer agraciado en el reparto de aquel estofado.

Bueno, sin mas tramite y colgándose una enorme servilleta en el cuello de su camisa, se dispuso a degustar de aquello que parecía muy prometedor.

Aquello no sólo prometía ser bueno, sino que estaba muy bueno, pensó que no recordaba haber comido durante mucho tiempo aquel tipo de estofado, cuyas carnes estaban aromatizadas de una manera muy especial y muy típica de la zona y muy personal de la cocinera del pequeño establecimiento.

Cuando estaba terminado y luego de bastante trabajo, el contenido de aquél enorme plato de comida, se le acercó solícito, el  mesero y le consultó si deseaba repetir, a lo que nuestro personaje se negó rotundamente, puesto que entre el vino, el pan, el salchichón, el queso y el estofado, veía que su abdomen ya de por si abultado, amenazaba con estallar.

El solícito mesero, le ofreció algunos postres propios de la casa, como torta de manzana, tarta de frambuesa y alguna otra cosa, a lo que el comensal directamente se negó y de ninguna forma aceptó; sino que, lo que trataría de hacer, era, beber algún resto de vino que quedaba en la botella, luego de una breve pero necesaria incursión al reservado.

Sonriendo el mesero,  se alejó y siguió con sus actividades, nuestro personaje vio que el bullicio era bastante, la conversación de los otros comensales había tomado un tono alto y escuchaba risas y algún que otro grito, que casi todos ellos iban dirigidos a la persona del mesero, éste contestaba y reía y en aquél pequeño trote en que se movía, se desvivía en atenciones hacia los habituales clientes.

Como nuestro personaje también se negó a alguna tizana o café, puesto que tenía intención de caminar hasta su vivienda y lo tomaría en la misma, si es que la cafetera de la casera, estaba cargada con aquél aromático café que ella solía invitarlo; de paso confiaba que su ejercicio de caminata, ejerciera el poder de que aquella exquisita comida que había engullido, hiciera pronto parte de su digestión.

Pagó su consumición y viendo que el mesero le había cobrado un precio bastante irrisorio para lo que había consumido, se dio cuenta de que el invite de botellas de vino y picada no había sumado en la factura, a lo que él dejó algún billete apretado debajo de la copa junto a la pequeña factura y poniéndose su chaqueta, tomó sus pequeños rollos y buscó la salida.

En el corto trayecto hasta la puerta, saludó a unos y a otros comensales, los que aún estaban degustando de la comida, algunos de ellos ya de sobremesa y salió a la calle.

No había recorrido ni veinte metros por la vereda, cuando sintió que alguien detrás de él, lo llamaba...

< ¡Señor! ¡Señor! ¡Señor!>

Dándose vuelta tras haber reconocido la voz del mesero, lo vio a éste venir muy apresurado hacia él con un pequeño rollo de tela en la mano y que le dijo...

<Señor, - tomando aire - se ve que se le olvidó éste pequeño rollo de tela y que por suerte que me percaté de él, al levantar los platos y enseres de su mesa>

 A lo que nuestro hombre respondió:

_ ¡Ah! Buen hombre, bueno, le agradezco mucho, pero voy a confesarle algo muy brevemente, ya que usted está atendiendo a sus clientes y no quiero tomarle tanto de su valioso tiempo; sabe que me pareció justo dejarle como un pequeño presente mío, por todo lo generoso que usted a sido conmigo y la fina atención que tuvo y sumada a la invitación de ésta noche, es que me imagino que mas allá de la tristeza que le debe embargar en su corazón a usted y a su familia; ésta estará impregnada de alegría al ver el apoyo moral de sus amigos, amistades y clientes.

_Yo humildemente, quería contribuir de ésta forma, dejándole el simple rollo de una simple pintura, como pago a su amabilidad,

El fondero que ya peinaba canas en lo que le quedaba de cabellos, se sonrojó de tal manera y sólo alcanzó a balbucear...

<No, no señor por favor le agradezco mucho su generosidad y su atención y como no nos habíamos presentado antes>

Dándole aquél pequeño rollo de tela a nuestro hombre), le extendió aquella grande y generosa mano y le dijo:

<Mi nombre es André Millet, para lo que guste mandar, caballero>

Nuestro hombre que se sintió doblemente conmovido por la humildad de aquél gran hombre que tenia en frente, sólo le atinó a decir, extendiéndole a la vez su mano...

_Mi nombre es Pablo...? Pablo Picasso.-

Juan Ramón Pombo Clavijo
Diálogos de boliche
Del Libro “Batuque”

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