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Juan Ramón Pombo Clavijo

Samuel, no era de andar visitando gente en horario de trabajo, aunque siempre se lo veía deambular por todos los espacios y calles de aquel entorno.

Esa mañana cuando se izo presente en su trabajo, luego de faltar una semana por prescripción médica, debido a una gripe que lo sorprendió después de una mojadura, se enteró que el día anterior, su viejo amigo Don Zoilo; con el que él solía conversar todas las mañanas de paso y cuando se desplazaba a su laboral.

Se había radicado en las cercanías y le pareció propicio darse una vuelta hasta donde aquél estaba, para tener ocasión de ponerse a las órdenes como corresponde y como lo hacía cada vez que tenía algún nuevo vecino de ese barrio que sin ser tan grande, ocupaba mucha gente.

La ocasión surgió al medio día de aquella fría pero soleada jornada de otoño, cuando en su trabajo él y sus compañeros de labor, se tomaban un par de horas para almorzar y descansar, como era norma según la ley laboral.

Comió Samuel su almuerzo, el que calentó en la cocinilla que había en una pieza que servía de depósito de herramientas y que a su vez, servía de cocina, estar, depósito de ropa y lugar de reunión de cinco a seis trabajadores que conformaban la cuadrilla que regenteaba éste.

Degustó el guiso que su Esposa le acondicionara en una pequeña cacerola y que era parte de la cena de la noche anterior.

Siempre su vianda venía acompañada de pan, alguna fruta y el infaltable vino correspondiente, medio litro.

Por lo general luego de degustar su frugal comida, todos los compañeros de labor, se dedicaban a escuchar en un pequeño y viejo receptor de radio, las noticias de los informativos y hacer los comentarios y las acotaciones correspondientes, ya sea de política, fútbol (las más acaloradas) y algún que otro chisme que aportaban todos.

Tenía a muy pocos metros de allí, Samuel su lugar de trabajo, en  una pequeña oficina con una mesa que le servía de escritorio, alguna silla una especie de perchero acondicionado de unos cuantos ganchos de los que pendían un montón de llaves y un par de ficheros bastante añejos que hacían juego con una estantería que le sobraban papeles que por el accionar del tiempo, lucían de color blanco casi amarillentos.

Él como responsable de esa pequeña cuadrilla, por el conocimiento y por los largos años de trabajo en el oficio y porque los que lo sucedieron se habían acogido a la merecida jubilación, se sentía verdaderamente orgulloso de su puesto.

De inmediato, cuando terminó de almorzar, armó un cigarrillo con hojilla y tabaco, que encendió y como ya era la costumbre de años, armó otro pitillo que depositó en su oreja.

Luego se calzó su vieja gorra, la que formaba parte de su uniforme de trabajo y se dirigió sin más al encuentro de su buen amigo y compañero de largas charlas.

Siempre apreció a aquel buen veterano, lástima que su familia medio lo abandonó cuando éste quedó viudo.

Notó que el sol estaba bastante fuerte a pesar de que algunas nubes se confabulaban para esconderlo, de cuando en vez por largos minutos.

Cuando llegó a donde estaba Don Zoilo, no necesitó llamarlo, aquél lo estaba esperando, lo saludó y buscó un hueco de sombra que generosamente daba un viejo alerce y se sentó sobre lo que parecía ser un pequeño muro que circundaba un prolijo cantero de flores.

Tiró su pucho y lo pisó en un acto reflejo de costumbre, hasta se permitió lanzar un pequeño escupitajo, luego dijo a modo de saludo:

_¿Cómo anda Don Zoilo? Perdone que no lo fuera a ver al Hospital, estos días atrás, pero me agarré una gripe de Padre y señor mío, que me dejó de cama, todavía estoy medio clueco, pero con tanto antibiótico, espero que se vaya del todo.

<¡Hola Samuel! ¿Cómo estás? Bueno ya veo que estuviste enfermo y la verdad que me extrañó no verte, de hecho nadie me dijo que estabas convaleciente>

<Si hubiera sabido, te hubiera ido a ver>

_No, no se haga problema, ya estoy mejor por suerte.

<No, si no es problema, hubiera ido y de paso te tomaba una buena dosis de la caña con arazá, que dejaste añejar tanto>

Ambos rieron con ganas.

_Me imagino que sus hijos y parientes, vendrán medio seguido a visitarlo.

<Sí, estimo que si, por lo menos los primeros tiempos, mas que nada por la novedad de mi nueva morada; después y con el correr del tiempo, tu sabes como es esto, se iran distanciando>

_¡Si sabré como es esto! Aunque, no se haga mucho problema, me tiene a mí, que siempre ando por aquí cerca o sino le avisa a cualquiera de los muchachos y que usted los conoce a todos, que ellos me avisan.

<¡Gracias! Mi buen amigo, sabía que podía contar contigo ¡ha! la verdad, que tengo algo que pedirte...>

<¿Me harías una gauchada?>

_Pero, con todo gusto Don Zoilo, diga usted.

<Bueno, cuando pases por lo de mi hija, la mayor, la casada con el panadero, por favor, dile que cuando pueda; me traiga la maceta con la planta de Malvones, que dejé en el alféizar de la ventana que da a la calle y que con todo el apuro del traslado no tuve ocasión de traerla>

Prendió Samuel el cigarro que estaba esperando turno en su oreja y de paso, se fijó en su reloj la hora; lo izo usando un poco de exageración como para ir terminando el diálogo con su interlocutor.

Sabía de la locuacidad de aquél y de lo mucho que le gustaba conversar, pero ya se acercaba la hora de volver al trabajo y tenía que repartir las órdenes a sus compañeros de trabajo.

Ya tendrían bastante tiempo de hacer comentarios con respeto a la familia, a los nuevos vecinos, a discutir de fútbol y de política (tema que realmente lo apasionaba) y de darle a la lengua.

Más ahora, que lo tenía tan cerca y sabía que a Don Zoilo, le sobraba el tiempo y los temas.

Se acomodó la gorra al tiempo que se levantaba de su improvisado asiento y le dijo a modo de despedida:

_No se haga problema que hoy mismo cuando salga de trabajar, me daré una vuelta por la Panadería y le trasmitiré de su deseo a su hija, ahora me voy antes que los muchachos me anden buscando.

_Así que lo dejo Don Zoilo, nos vemos en cualquier momento.

<¡Chau! Muchacho, por aquí estaré ¡Cuídate mucho!

Samuel apuró el paso porque realmente se estaba atrasando varios minutos y él tenía que dar el ejemplo ante sus compañeros, aunque también se dijo:

_¡Qué diablos! Después de todo, él era el Jefe.

Después de todo, él ya llevaba media vida en aquél trabajo y pronto le llegaría su retiro.

Sumido en éstos pensamientos, llegó a la puerta de su oficina y antes de entrar a la misma, se acordó que tendría que hacer repintar el cartel sito a un costado de la entrada y que rezaba: “OFICINA DEL SEPULTURERO”

Juan Ramón Pombo Clavijo
Diálogos de boliche
Del Libro “Batuque”

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