Cosa negra la m...
Juan Ramón Pombo Clavijo

Sólo se escuchaban, los ladridos y algún aullido de los perros a esa hora de la madrugada, en aquel apartado barrio de la periferia de una Ciudad que aún dormía, sus virtudes y sus miserias.

Había momentos en que el carrito que empujaba, lo arrastraba a él, en alguna calle de bajada.

Ya iba con rumbo a su vivienda, si se le podía llamar vivienda, donde moraba con su familia.

Pequeña choza construida con costaneras, alguna madera “extraída” de algún lado y con techo de chapas de cartón y algunas de zinc a las que se le taparon los múltiples agujeros con remiendos de asfalto y lana de vidrio, por lo menos adentro, no se llovía.

Dentro de aquella precaria vivienda, donde vivía ésta familia, compuesta de una Madre que trabajaba de doméstica en el centro de la Ciudad (varios años con la misma familia de Patrones), dos adolescentes, una nena de catorce años que estudiaba en un centro secundario que quedaba a unas quince cuadras de distancia que aquella cubría montando una vieja bicicleta y el pequeño hombrecito de la casa.

Un niño de doce años que concurría a una Escuela Pública a la que se trasladaba por medio del transporte público y al que accedía todos los días, junto con otros chicos del entorno, en un refugio-parada a dos cuadras de distancia de su hogar.

Allí todo quedaba a cierta distancia, la urbe aún no se engullía aquella apartada zona.

Si bien el niño concurría en el turno de la mañana a su sexto grado, su Mamá lo acompañaba hasta la parada, donde ella tomaba a su vez el transporte que la llevaba a su trabajo, del que retornaba a última hora de la tarde, casi de noche.

La familia se organizaba de tal manera que todo funcionaba de tal forma que se pareciera a lo que era, una familia que pese a su pobreza, quería vivir la vida que les tocara vivir, con dignidad.

Los fines de semana todos juntos, disfrutaban al tener la oportunidad de comer en familia.

Cuando Madre e hijo partían por la mañana, la chica se ocupaba de las pocas tareas que dejaba sin hacer la autora de sus días, mientras su Padre dormía.

Aquél, se levantaba cerca del medio día y de ese modo Padre e hija almorzaban juntos, luego ésta montaba en su biciclo y acudía a su estudio, regresaba al caer la tarde, según las clases (materias) que tuviera en cada jornada.

El Padre dedicaba las tardes a tratar de hacer más cómoda la vivienda y luego de construir un baño bastante completo con la comodidad que le permitía aquella precaria forma de vivir.

Pensaba con su mujer acceder algún día a su casa propia y para ello es que venían ahorrando peso sobre peso.

Luego de construido el baño con gran pozo negro incluido, el hombre se había abocado a cerrar cierto perímetro del terreno y aprovechar la buena tierra que contenía aquel y formar una quinta que les surtiera de verduras y hacer más liviano el presupuesto; aparte de disfrutar al comer lo que plantaban.

La pobreza tenía cierta comodidad, dentro de la precaria casa; la que constaba de varias reparticiones y que estaba forrada por dentro, de manera muy prolija en sus paredes, con cartón muy duro que el jefe de familia juntaba en su trabajo nocturno de “Cartonero”, lo que hacía a la morada, un lugar bastante habitable a pesar de la precariedad de la misma y si a ello se le suma la pulcritud y el orden que imperaba en el ámbito familiar, casi se diría que la pobreza se llevaba de manera muy estoica por los integrantes de dicho hogar.

Era lo que se dice, una pobreza digna.

Enclavada ésta vivienda a pocos metros de un alto muro que pertenecía a una fábrica de baterías, la que luego de años de conflicto con sus empleados, entre el que se contaba el ahora cartonero; de pronto los dueños desaparecieron dejando a sus empleados prácticamente y sin práctica, el la calle,

Largos meses sin poder pagar la renta, obligó a ésta familia a tomar la decisión de tomar una pequeña parcela que se decía que era propiedad de la misma ex industria, junto a uno de los costados de la cerrada fábrica y construir allí, un lugar donde vivir y poder criar a sus hijos; mientras el conflicto laboral, que sin duda sería eterno, se dilucidaba en los ámbitos de la justicia.

Obtenían la energía eléctrica y el agua, de las instalaciones del cerrado establecimiento; al que curiosamente nadie cortó los mismos, o sea que tomaban lo que consideraban de ellos aunque la palabra exacta era que robaban aquellos servicios, por los que no pagaban.

Así transcurrieron dos largos años en que el hombre, luego buscar afanosa y desesperadamente trabajo, solamente encontraba “changas” que duraban poco, un día se decidió, luego de conversarlo con un ex compañero de labores y que actualmente , por paradojas del destino, volvieron a serlo; a tomar aquella función de juntar cartones que tiraban los comercios del centro de la Ciudad por la noche y venderlos a un acopiador, que les pagaba lo menos posible, pero al contado, todas las noches.

De esa manera y de forma metódica, noche a noche, sin tener ni una jornada libre en todo el año, salvo los Domingos y excepciones, (había que cuidar la plaza, el lugar) éste hombre se ganaba el sustento de forma digna, como “cualquier hijo de vecino”.

El amigo y compañero de éste, había sufrido casi lo mismo con el cierre de la antedicha fábrica y se había echo su vivienda, donde vivía con su numerosa familia, mujer y cuatro hijos, del otro lado de la construcción del abandonado establecimiento y casi con las mismas condiciones de aquél.

Ambas familias tenían una sana amistad de años y en ocasiones se juntaban para pasar juntos, alguna jornada, cumpleaños, Navidad o Año Nuevo etc.

Decíamos que aquella madrugada donde aún la noche reinaba sobre el día, nuestro personaje venía en compañía de su compañero  y amigo, ambos con su carro vacío, aunque siempre se traían alguna cosa que la gente tiraba y que a ellos les podría servir.

Siempre al llegar a la bifurcación de una esquina, un par de cuadras antes de la abandonada construcción, ambos hombres se despedían hasta la noche y atravesaban un pequeño puente que atravesaba una cañada y cortaban camino por unas pequeñas sendas de tierra que solo eran transitables cuando no llovía, de lo contrario ambos seguían por la calle de cemento, por el camino más largo.

Aquel pequeño paraje había estado destinado a ser un parque, cosa que nunca se llevó a cabo.

La cañada atravesaba un pequeño monte que pese a que en invierno, varias personas se abastecían de leña, estaba bastante sucio por efecto de que el pasto, los yuyos, las ramas y los seres humanos desaprensivos del entorno, arrojaban basura.

Se entretuvo un momento nuestro hombre a prender el “pucho”, que se le había apagado y a esputar algo de aquel inacabable catarro que estaba seguro lo llevaría antes de lo debido a conocer a “Mandinga”, allí lo vio, no muy claro porque la luz de la calle no llegaba con suficiente intensidad.

Aquello parecía ser un gran muñeco de los que se usaban para lucir en las tiendas de ropa, o algo parecido.

Se acercó a aquello, saliendo del sendero y con la ayuda del encendedor, el que se le apagaba de continuo por causa de la fuerte brisa que se levantara y que traía olor a lluvia; pudo percibir que se trataba del cuerpo de una niña.

¡Dios mío! Pensó en voz alta y mirando hacia el lugar donde hacía pocos minutos, se separara de su compañero, solo vio las luces de un camión que solía pasar por la calle cercana muy asiduamente y que ya era como parte del entorno por la regularidad, siempre pasaba a las seis y cuarto de la mañana.

Casi por instinto se tocó entre sus ropas el “caronero”, aquel pequeño puñal que lo acompañaba desde que ingresara en el gremio no reconocido de los cartoneros (aquel adminículo-herramienta daba “status”) y con la poca luz que aportaba el amanecer, debido a la tormenta, se agachó y se cercioró de que efectivamente se trataba del cuerpo de una niña.

Estaba casi desnuda y semi tapada por una frazada de buena calidad, la que estaba empapada de viscosa sangre ya bastante seca.

Haciendo un acto de constricción, la tocó en la cara y se dio cuenta que ésta, estaba fría con el frío inconfundible de la Muerte.

Sus cabellos, algo largos y muy rubios (ahora el día casi había corrido a la noche) estaban manchados con sangre algo seca y que se pegaran a parte de su cara.

¡Que horror! ¿Quién puede hacer algo así, con aquella criatura que debía tener la edad de su hija?

Se dijo, dándose cuenta de que alguien, había tirado aquel cuerpo allí, luego de ultimarlo.

Su cabeza empezó a pedirle a su corazón mucha mas sangre de lo normal y solo atinó a tapar mejor con la frazada a aquel cuerpo muerto y salir disparado a pedir ayuda a alguien, a avisar a la Policía.

Debía de llegar hasta su casa y darle la mala noticia de su hallazgo a su Esposa, trataría de no asustarla con aquello tan triste y luego tomaría la bicicleta de su hija para ir hasta un teléfono Público a llamar a las autoridades.

 ¡Que engorro, todo aquello y justo hoy que venía bastante cansado!

¿Porqué pasaban esas cosas? ¿Quién sería el hijo de “Puta” que ultimara de esa manera a la muchacha?

Estaba en camino rápidamente a su casa, empujando su carro casi con violencia, cuando su paso se vio interrumpido por un automóvil que lo iluminaba con sus faros y que sobre su techo, lucía una luz que giraba con intermitencia, la Policía.

Casi con brutalidad, los ocupantes del mismo, bajaron y lo estaban apuntando con sus armas y gritando órdenes que el asustado hombre tardó unos segundos en comprender.

<Las manos en la cabeza y de rodillas>  <Rápido>

Alguien lo esposaba y luego le palparon su cuerpo en busca de alguna arma; allí le encontraron el pequeño cuchillo.

Se sintieron varias sirenas de otros patrulleros que se acercaban a la escena, también escuchó que alguien pedía a gritos una ambulancia, todo sucedía a gran velocidad.

Su carrito quedó solo, como mudo testigo de aquella parafernalia que se desató de pronto.

Quiso nuestro hombre balbucear alguna palabra, pero su voz quedó interrumpida por un fuerte golpe que recibió en su rostro, más precisamente en su boca, al tiempo que alguien le gritaba...

<Cállate, negro asesino o te matamos a palos>

En ese momento nuestro hombre sintió todo el peso de una raza, se sintió de pronto como aturdido por aquélla anónima afirmación que lo persiguió toda su vida, como una maldición.

A él y a toda su familia “Negro”, aquello le quemaba en sus vísceras.

Sus Padres habían sido negros y los Padres de éstos lo habían sido y los ancestros de éstos, como los de su mujer, eran descendientes de esclavos que fueron arrancados de sus tierras y traídos al “Nuevo Mundo”, donde nunca se les dio oportunidad de poder superar ese síndrome que heredaron de su raza, en minoría de las demás y por lo tanto “maldita” en su destino.

La suerte siempre les resultó esquiva por ésta razón y por ello todo el que quería agraviarlos, tenía un dicho a flor de labios “Cosa negra la morcilla”, como si aquél alimento tuviera que ver en su color con su raza.

Vinieron días de zozobra, palos, calabozo, falta de alimentos, noches sin poder dormir por los largos y crueles interrogatorios, negación de poder avisar a su familia donde estaba y sin tener siquiera la posibilidad de poderse bañar o lavar y de esa forma poder mitigar en algo a su ego que se encontraba bastante mancillado.

Nadie escuchaba sus verdades y querían que dijera lo que no era verdad, que se culpara de aquél atroz crimen; él, que jamás tuvo un  antecedente de mala conducta, sólo era culpable de estar en el lugar equivocado y en el momento menos oportuno.

Y de ser “Negro”, “Negro”, aquello lo golpeaba en su cerebro como un sonsonete.

Siempre había escuchado del grito de Libertad de su raza, pero a él, que gritó tanto en sus penurias por el dolor de las torturas, nadie lo escuchó, nadie lo asistió y ni siquiera le asistió el derecho de que escuchen su sagrada verdad.

Supo que a su compañero lo interrogaron y que luego lo liberaron a las pocas horas, era de tez blanca, como toda su familia.

Se necesitaba un culpable y allí estaba él como si fuera el pavo de la boda, al que le querían culpar del horrendo crimen.

¡Pobre mi mujer y mis hijos, por la que deben de estar pasando!

Esperaba que éstos no creyeran en lo más mínimo, en lo que él se había visto involucrado; si ello así aconteciera por un casual, la Muerte sería poca cosa para lavar su honra y su inocencia.

A la salida del Juzgado, su suerte estaba echada ¡¡Culpable!!

Cerró fuerte sus ojos y solo pensó que una dama lo esperaba al cercano final del camino; “Cosa negra la Muerte” 

{ La Vida viste de mil colores, pero el negro es exclusivo de la Muerte}

Juan Ramón Pombo Clavijo
Diálogos de boliche
Del Libro “Batuque”

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