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Salir en la tele
por Soledad Platero
soledadplaterop@gmail.com

 
 
 

Es difícil, con todo el ruido que hacen y todo el humo que siguen mostrando en la tele los motines carcelarios, evadir ese tema tan espinoso como apto para la exacerbación afectiva. Pero es justamente la exacerbación lo que debería encender nuestros sistemas de alerta.

 

Dos noticias que salieron en la prensa este jueves muestran caras de la temperatura social que son anteriores -no diría más importantes, pero sí anteriores- a los desbordes de afectividad descontrolada que ocurren en las cárceles: uno es la excarcelación de un hombre que mató, hace un par de meses, a un ladrón que trataba de robarle la camioneta (en El País digital); el otro es la demanda civil que una familia presentó contra los canales 4, 10 y 12 por el caso de una bebé que murió en el año 2009 (en portal 180).

Recordemos. En el primer caso, un ciudadano suizo residente en Lagomar se despertó de madrugada y escuchó que dos ladrones intentaban llevarse su camioneta. Tomó su arma 9 mm y disparó contra ellos, matando a uno. Fue en febrero de este año. El hombre fue procesado en primera instancia por homicidio doloso agravado por el empleo de arma de fuego pero, según se supo recientemente, la defensa del hombre consiguió que se le cambiara la carátula a homicidio culposo, es decir, sin intención de muerte. El diario El País lo explica con claridad: la justicia entendió que "el disparo fue lanzado para defender su propiedad", por lo que el buen hombre ya goza de libertad, tras menos de tres meses de prisión.

En el segundo caso las cosas fueron así: la muerte de una bebé a causa de una infección pulmonar fue diagnosticada erróneamente por la médica que la vio en Salud Pública como muerte violenta con probable violación. El padre y el tío de la niña fueron sospechosos del abuso y detenidos inmediatamente, y entró en escena la tele. El padre y la madre de la niña fueron abordados despiadadamente por los cronistas policiales que, no conformes con el hostigamiento a dos personas que acababan de perder a su hija, se apostaron frente a la casa como buitres a esperar que les cayera encima algún trozo de cadáver todavía caliente. Los vecinos, como en el caso de la niña violada y asesinada hace poco en Paysandú, prendieron fuego la casa de los presuntos homicidas. Sólo que en este caso los presuntos homicidas no eran homicidas, ni violadores, ni nada. Eran los padres de una niña que acababa de morir. Cuando, pocos días después, la familia regresó a la casa, ya no había casa.

Entre un señor que se siente habilitado a disparar con una 9 milímetros para defender su camioneta y una turba de vecinos que se sienten habilitados para linchar a un abusador hay un elemento aglutinante y homogeneizador inconfundible: la tele. La magia de la tele que legitima cualquier histeria, cualquier desborde cometido en nombre de un sentimiento cualquiera (de indefensión, de miedo, de indignación, de antojo) y promete llevarnos al paroxismo de una sensibilidad compartida en la que no hay Ley, ni Estado, ni moral, ni reflexión que pueda arrancarnos del goce elemental y puro del pasaje al acto. La tele, esa droga dura que hizo del mundo algo equiparable a la vecindad del Chavo: un sistema simple y autorregulado en el que el débil se revuelve con astucia y el fuerte se protege como puede. (Dicho sea de paso, el coqueto edificio de Bulevar Artigas frente al Golf fue violado, pese a sus sofisticados sistemas de seguridad, por unos audaces amigos de lo ajeno. El diario El País de hoy nos explica cuánto cuestan los equipos de vigilancia más completos y qué empresas los suministran, pero aclara algo desde el principio: el flanco débil es siempre el ser humano.)

Durante esta última semana hemos visto varias veces al día las imágenes de archivo que los canales privados tienen de un motín especialmente vistoso (sale humo por las ventanas y los techos; los presos, con las caras cubiertas por trapos, se pasean por la azotea; los alrededores están llenos de gente ansiosa y desesperada que no sabe muy bien qué sucede) que no es el que se produjo en el CNR ni tiene nada que ver con los últimos hechos desencadenados desde la muerte de un policía a manos de un preso. Es, simplemente, el más espectacular. Es una pena que la tecnología al alcance de los canales no haya llegado más que a un modesto HD, porque son imágenes como para disfrutar en 3D. Todas las intervenciones que rozan el tema (interpelación al ministro, recambio de autoridades carcelarias, repercusiones en la oposición, declaraciones de los sindicatos de policías, preguntas al Presidente) tienen como escenografía esas imágenes de archivo (que es como decir que tienen imágenes de otra cosa). La tele arma sus relatos con una simplicidad tan ramplona como hipnótica y adictiva: inmediatamente quedamos atrapados en su cóctel de escandalete y urgencia, ávidos de saber más. Pero rápido nos damos cuenta de que no podremos saber nada verdaderamente creíble, así que lo único que queremos es pasar a otra cosa.  

Sin las exigencias de la verdadera ficción (un constructo imaginativo que siempre nos obliga a llenar los blancos y proveer de sentido al relato), y sin las obligaciones de rigor que tendría exponer los hechos desnudos, la falsa ficción (mero montaje mentiroso que remite a hechos reales) nos abruma y nos excede, sin exigirnos nada. Pura empatía, nos produce horror, nos conmueve, nos enoja y nos satura, pero no nos interpela. Nos pierde en el azoramiento de lo que pasó (no importa mucho cuándo, no importa mucho cómo) y no nos exige preguntar por qué pasó.

La semana pasada hablábamos de la infantilización a la que somos sometidos constantemente, y de cómo esa infantilización se torna irreversible en contextos fuertemente regimentados como las cárceles o los hospitales. Lo genial de la tele, lo verdaderamente mágico de su alcance consiste en hacer del afuera de esas instituciones un espejo de lo que hay adentro. A los desbordes de los presos les corresponden los desbordes de los familiares que quedaron sin visita, y a la respuesta policial adentro corresponde la represión policial afuera. Pero la máquina no se agota en presos y vigilantes, con sus correlatos en el mundo exterior. Resulta que los vigilantes también tienen demandas, aunque no tienen mucha experiencia en esto de ser una organización social de trabajadores (en definitiva, por más que se armen en sindicato, son gente armada que responde a un estricto orden vertical), así que sus intervenciones también son ansiosas, desmesuradas, inconducentes. Suspenden la visita, amenazan con demandar al Estado ante la OIT, se ponen en situación de ser llamados al orden, como nenes desbordados. Y resulta que del otro lado de los delincuentes están las víctimas, que no quieren ni pueden ser otra cosa que víctimas: la carne y el cuerpo sobre los que se inflige un daño (aunque esa carne y ese cuerpo se expresen, metonímicamente, en la camioneta, o el negocio, o el patio del fondo). Y en suma, no hay sino partes de una escena desgarradora e intensa que admite todo el espectro de las emociones básicas pero no deja lugar para la reflexión o la crítica. Un mundo incomprensible y masivo que sólo nos promete una última delicia: si hacemos bastante ruido podremos salir en la tele.

 

Soledad Platero
soledadplaterop@gmail.com

 

Publicado, originalmente, en uy.press el 3 de mayo de 2012


uy.press - http://www.uypress.net/index_1.html

Link de la nota: http://www.uypress.net/uc_27819_1.html

Autorizado por la autora - En Letras-Uruguay desde el 20 de mayo de 2012

 

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