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Cuentos de hombres solos í [1]
Soledad Platero
soledadplaterop@gmail.com

 
 

Algo así como "medio centenar de cuentos", dice Oscar Brando, constituyen la Obra de Mario Arregui (1917-1985). A esos cuentos deben agregarse los prólogos escritos para las distintas ediciones de sus libros, así como algunos otros textos de carácter ensayístico que continúan o afinan su constante reflexión a propósito de la literatura, los relatos y la propia escritura. Pero esas son notas, acotaciones, apuntes. El lenguaje verdadero de Arregui fue el cuento. Escribir cuentos fue su modo de acoplarse, o mejor, de entregarse al torrente de la literatura sin pretensiones de hacerlo explotar, de cambiar su rumbo o siquiera de cuestionarlo. Sus apuntes metadiscursivos se ocupaban de cuestiones técnicas o de estilo, del problema del género (entendiendo género como se entendía hace más de veinte años: como la corriente estética o temática; como la inscripción bajo una etiqueta específica que podía ser "criollista", "policial" o "de aventuras", por ejemplo), pero no ponían en duda el hecho transparente y rotundo de que la literatura era capaz de decir las grandes cosas del Hombre.

FATALIDAD DEL CORAJE. El cuento fue la materia de Arregui y, aunque toda la literatura y buena parte del cine le sirvieron de apoyo y de horizonte, se ha señalado con razón que Borges fue su gran influencia. Sin embargo, en ese parentesco hay algo que no termina de condensar, y que posiblemente constituya el gran nudo problemático de la escritura de Arregui. Hay algo inexorablemente triste, algo desencantado que atraviesa su obra y que no está presente en la de Borges ni siquiera cuando, bordeando pero sin tocar el ridículo, pone a morir a sus personajes. Porque Borges disfrutaba de lo trágico. Celebraba infantil, ingenuamente los instantes de coraje, las misteriosas oportunidades que cualquier infeliz podía tener de emparejarse con los héroes. Arregui no. Aunque su escritura merodea siempre en torno de esos asuntos -el coraje o la cobardía; la muerte- no hay en ella nada como la celebración o la envidia. Arregui no parece admirar la tragicidad de la vida, y la inevitable interpelación al coraje suena en sus cuentos más como una fatalidad absurda y ciega que como una redención o una gloria. Una interpretación que apelara a la biografía debería señalar que Borges fue un señorito de ciudad, hijo de un profesor de psicología, admirador confeso de lo militar y de lo épico, de temas como el del linaje y el del honor, capaz de celebrar lo militar por lo militar mismo, oteador siempre externo y fascinado de los hechos de sangre y de las guapeadas, mientras que Arregui fue un hombre de campo, familiarizado pero no deslumbrado con las obligaciones del valor y del encono.

Puede parecer al principio que "Un cuento con un pozo" -un relato que hasta para él mismo era algo demagógico- termina cobrando un alto precio a la cobardía del personaje. Sin embargo, lo que aparece como el primer acto de cobardía de Martiniano Ríos (esconderse de la partida que está llegando al rancho; dejar a su suerte a la mujer y al niño) es una acción hija del sentido común, de la lisa y llana sensatez. Es la decisión tomada por un hombre que no cree que tenga que seguir mostrando su valor al servicio de otros. Y como bien señala Oscar Brando, la segunda claudicación (el suicidio, apenas evocado por el narrador) es, una vez más, una forma extrema de ejercer la libertad. Martiniano Ríos no pertenece al universo antiguo de los héroes trágicos, aunque sea un hombre solo en medio del campo.

Diego Alonso, protagonista del cuento del mismo nombre, siente la humillación y la vergüenza de un ataque que lo toma por sorpresa. Escapa, todavía confundido y desorientado, sintiendo vagamente que las cosas no son como deberían. Pero al poco rato entiende que "lo esencial, lo suyo no estaba tocado, y que la raíz de donde puede nacer el coraje continuaba también intacta...". La respuesta de Diego Alonso a aquella provocación constituye un desafío más complejo, más sofisticado que el mero pasaje al acto: ofrece a su adversario la rotunda soberanía de un individuo que ha puesto distancia de su propio miedo, y que no obedece ciegamente al mandato de pelar el facón.

UN MUNDO VIRIL. Arregui, que vivía en una estancia de Flores que había sido de su padre, respiraba el aire algo antiguo de los hombres de campo, pero había sido formado intelectualmente en las tertulias montevideanas y había abrazado la causa comunista desde la época de la guerra civil española. Sus inquietudes eran profundamente existencialistas; marchaban al paso de la época en que vivió y en que adquirió sus convicciones.

También es de época su escritura "de hombre", si no machista, sí resueltamente masculina (sólo el horror a hacer de esta nota una lectura en clave de estudios culturales sugiere a esta cronista no usar la palabra falocéntrica). En su obra están presentes todos los atributos del varón (los exteriores, pero también los interiores, evidentes en la capacidad reflexiva, en el ejercicio de la libertad y en la interrogación sobre la vida y la muerte), mientras que la mujer ocupa apenas el lugar de un bulto cálido, de una presencia muda y sorda que se deja sentir en la materialidad indisimulable de la carne y sus manifestaciones: calor, olor, suavidad. Incluso en relatos como "Un cuento con insectos", en que la mujer es objeto y vehículo de algo superior -la locura, la pasión, la muerte- su existencia no llega a ser humana. Más próxima al animal o al demonio, ni siquiera hay hipótesis para su demencia, vagamente atribuida al soplo del viento norte o a la luna llena. Más cerca del hombre están el perro y el caballo, compañeros leales y dotados de cierta capacidad de comprensión, o de cierto lenguaje compartido con el amo.

ALGO DISONANTE. Arregui fue un escritor de notable precisión, de gran virtuosismo. Su escritura es de una calidad tan asombrosa que llega a distraer, por momentos, de la trama. Sus relatos se van armando sobre una prosa tan cuidada, sobre reflexiones tan certeramente expuestas, en un clima que se enriquece de modo tan atrapante que muchas veces la anécdota parece quedarles chica. Hay algo disonante, algo que no termina de cerrar en la obra de este escritor tan preocupado por su materia y por la forma de presentarla. Sin la efectividad tipo latigazo de Quiroga, sin la admiración abombada de Borges por el arrojo y la cuchillada, sin la piedad de Paco Espínola, las preocupaciones de Arregui por la vida y la muerte (por la decisión personal sobre la vida y la muerte) parecen exceder las posibilidades de las historias de pueblo. Sus mejores momentos (tal vez el mejor cuento de esta selección sea "El canto de las sirenas") son los que se distancian de la anécdota de fogón. Los peores son los que se le arriman, incluyendo los que lo hacen de modo más cercano a lo ensayístico. Oscar Brando los agrupó en la sección III del libro, que incluye a los llamados "El narrador", "Un cuento de fogón" y "Contaba don Claudio".

 

 

 

Mario Arregui

 
 

Una selección anterior de cuentos de Mario Arregui había sido publicada por Banda Oriental en 1996, con prólogo de Pablo Rocca. El volumen de la Colección de Clásicos Uruguayos casi duplica el número de relatos de aquel libro, repitiendo los mejores y agregando otros. No incluye "El gato" ni "El regreso de Odiseo González", aunque Brando menciona este último en el prólogo.

UN CUENTO CON UN POZO Y OTROS ESCRITOS, de Mario Arregui. Selección y prólogo de Oscar Brando. Biblioteca Artigas - Colección Clásicos Uruguayos, Vol. 182, 254 págs. Montevideo, 2009.

 

[1] publicado originalmente en El País Cultural, el 28 de mayo del 2010

 

Soledad Platero
soledadplaterop@gmail.com
Gentileza del blog "Formato Texto"
http://soledadplatero.blogspot.com/

Autorizado por la autora - En Letras-Uruguay desde el 16 de abril del 2012

 

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