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Bye bye Lenin
por Soledad Platero
soledadplaterop@gmail.com

 
 
 

La televisión propone un universo delirante, como todo el mundo sabe. Encenderla es lanzarse al mundo chillón y siniestro que esperaba a la pequeña Alicia del otro lado de la madriguera del conejo blanco: nada es como debería ser, pero todos se comportan como si lo fuera.

En ese universo psicótico en el que las empresas juegan a la responsabilidad social y las personas responden sin inmutarse a preguntas como "¿cuál es el objeto que más usás?" ha aparecido en estos días una nueva campaña del Banco de Seguros del Estado para ofrecernos diversos modos de garantizarnos un futuro venturoso.

En una de ellas nos enteramos por Roxana, 44 años, de que si invertimos una suma equivalente a U$S 150 durante veinte años tendremos derecho a una renta personal vitalicia equivalente a U$S 256. Al principio pensé que las cifras estaban mal, pero no. La cosa es así, tal como dice el aviso. Una persona con capacidad de ahorro de más de tres mil pesos mensuales (al precio actual de la moneda norteamericana en nuestro mercado de cambio) durante nada menos que veinte años, tendrá unos seis mil por mes durante el tiempo que le quede de vida. Pensándolo en dinero, no parece un gran negocio.

Pero más sorprendente me pareció el otro corto publicitario, también del BSE, en el que Guzmán, de 35 años, nos cuenta que  estaba preocupado por el futuro de sus hijos (la universidad, aclara) pero por suerte encontró una propuesta tranquilizadora a través de la cual, entregando US$ 15.000 recuperará algo más de U$S 25.000 (lo que, sin duda, le permitirá asegurar la educación terciaria de su descendencia).

O yo me perdí algo, o este país ha cambiado mucho. Yo solía creer que, en el Uruguay, cosas como las pasividades y la educación eran derechos de todos, garantizados por el Estado, sin necesidad de planes de ahorro personales por fuera de los que exige la seguridad social. Pensaba que aportar a la seguridad social durante toda la vida activa garantizaba un fondo de retiro vitalicio, y que a eso se le llamaba, simplemente, jubilación. Pensaba que la Universidad de la República, aun con sus defectos y sus carencias, garantizaba la educación terciaria de todos los uruguayos que hubiesen completado los ciclos educativos previos, sin necesidad de contar con un patrimonio en moneda extranjera que es necesario poner a engordar en un banco.

Y pensaba, sobre todo, que en la base de ese sistema de cobertura social había una concepción solidaria, de justicia, que permitía que los aportes de todos los trabajadores activos, así como los impuestos de todos los ciudadanos y las rentas de las empresas estatales formaran un patrimonio común: una bolsa de la que se beneficiarían, además de los que habían podido ahorrar mucho, los que no habían podido hacerlo.

La campaña del Banco de Seguros es chocante, no porque trate de capturar fondos (que es lo que los bancos hacen, al fin y al cabo) sino porque parece legitimar un estado de cosas en el que la jubilación y la universidad dependen del esfuerzo individual. No sería raro que otro corto del mismo tipo buscara tentarnos con la posibilidad de garantizar (¡Dios no lo quiera!) una complicada intervención quirúrgica, o un trasplante, o una prótesis, mediante el mismo sistema de ahorro personal.

Así, en ese mismo mundo en el que una señora responde sin inmutarse que el objeto que más usa es el sofá (otra mencionaba una cartera), de pronto también es natural y transparente el hecho de que la educación de los hijos o la jubilación ya no dependen de un sistema colectivo de protección social, sino que corren por cuenta de cada uno y de la energía emprendedora que pueda ponerle a la vida.

El avance de este corrimiento de las responsabilidades de lo social a lo personal no es tan evidente en Uruguay como en otros países de América en los que desde hace ya mucho tiempo las personas se han resignado a morir si su plan de asistencia médica no les cubre los remedios, o donde los estudiantes deben dar la pelea -que a nosotros todavía se nos hace extraña- por alcanzar el derecho a una educación terciaria gratuita. Pero aunque no lo veamos tan claramente, también acá las cosas van tomando ese rumbo. Las universidades privadas se fueron instalando y ya cubren buena parte del espacio educativo nacional (aunque su prestigio académico todavía no sea alto) y todo el mundo parece resignado a buscar alternativas a la miseria que promete la vieja Caja de Jubilaciones. Era cuestión de tiempo que la tele nos ofreciera el paraíso del Nuevo Uruguayo bajo la forma de un discurso de "ahorrar para la educación de los hijos", esa muletilla de las películas norteamericanas a la que parece que por fin podemos asomarnos.

Y sin embargo, no dejo de observar algo siniestro en el hecho de que la empresa detrás de esta legitimación del fin de la protección social sea el Banco de Seguros del Estado. Una empresa, sí, pero una empresa estatal. Una empresa que debería responder a la orientación de un gobierno cuya preocupación esencial debería ser (y no digo que no lo sea) asegurar la fortaleza de las redes de protección social, enfatizar la imperiosa necesidad de su existencia, combatir las tentaciones egoístas y ramplonas del nuevo individuo nacido y engordado en la sociedad de consumo.

Pero la fragmentación del discurso parece haber llegado también a la conducción del Estado, de tal modo que se vuelve posible hablar en planes de inclusión para los más pobres (para los muy, muy pobres) al mismo tiempo que se naturaliza la idea de que el futuro es cosa de cada uno.

Muchos autores han hablado ya de la transferencia de responsabilidad del Estado hacia las empresas privadas mediante la invención de la "responsabilidad social empresarial" (esa que consiste, por ejemplo, en cuidar una plaza o donar pañales y al mismo tiempo pagar salarios misérrimos al grueso de los trabajadores), pero habría que detenerse también en la esquizofrenia de un Estado que promueve constantemente las soluciones individuales en las más diversas formas (incentivo a los pequeños emprendimientos, convocatoria a las donaciones personales para fines colectivos, estímulo a las iniciativas que corren por fuera de los carriles institucionales) al mismo tiempo que rezonga como un vecino veterano porque se están perdiendo los valores y la gente cada día está más en la suya.

Hace un tiempo, en una entrevista, el antropólogo francés Dany- Robert Dufour citaba a Adam Smith y su idea de que "para esclavizar a un hombre hay que dirigirse a su egoísmo y no a su humanidad". Ya estamos un paso más allá de eso. Ya las interpelaciones masivas apelan no sólo al egoísmo del hombre, sino a su codicia y a su pereza moral. Vivimos en ese universo en el que un televidente alcanza algo parecido a la tranquilidad cuando se entera de que Guzmán, quien a los 35 años cuenta con quince mil dólares para depositar en el banco, podrá darle a su hijo una educación universitaria. Vamos que se puede.

 

Soledad Platero
soledadplaterop@gmail.com

 

Publicado, originalmente, en uy.press - Agencia Uruguaya de Noticias - el 10 de agosto de 2012


uy.press - http://www.uypress.net/index_1.html

Link de la nota: http://www.uypress.net/uc_25181_1.html

Autorizado por la autora - En Letras-Uruguay desde el 27 de setiembre del 2012

 

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