Tristán e Isolda
Cuento de Cristina Peri Rossi

Me pasé la adolescencia, desde los doce a los diecisiete años, escuchando todas las tardes el aria de amor, de locura y de muerte de Tristán e Isolda, cantada por Kirsten Flagstad. Los agudos subían, en círculos concéntricos, como las olas, como las obsesiones, como —suponía— los besos, las caricias que seguían un ritmo creciente, y de pronto, retrocedían, como retroceden las olas, para volver a formarse y llegar a la costa. Hasta la apoteosis, el gran estallido final del orgasmo. No conocía la palabra, y era hipersensible con el lenguaje. La expresión hacer el amor me parecía poco adecuada: el amor no se hacía (imaginaba) sino que se sentía. Prefería un solo verbo, pero los que conocía eran muy vulgares, groseros, para algo que yo imaginaba apasionado, lírico, hermoso. Fornicar era brutal; fornicaban los animales y el amor era poesía, exaltación, ternura, complicidad. Joder era todavía más brutal, y coger, prostibulario.

Tristán e Isolda cantaban al unísono: «Ist es kein Traum? O Wonne der Seele, o süsse, hehrste, kühnste, schonste, seligste Lust!» (¿No es un sueño? ¡Oh delicias del alma, oh placer dulce, nobilísimo, osadísimo, bellísimo, el más bienaventurado de todos!), y mi perro Jack aullaba, enloquecido de dolor: sus tímpanos eran demasiado sensibles para los agudos de la Flagstad, los cristales vibraban y yo pasaba de la exaltación paradisíaca a la melancolía profunda, convencida de que el amor era eso: un sueño, una delicia del alma, un placer nobilísimo, osadísimo, bellísimo. No sabía alemán, pero había conseguido la traducción de esa aria gracias a Albert, brillante estudiante de matemáticas, guapo y culto, de familia europea que viajaba todos los años al festival operístico de Bayreuth y al que yo, daba calabazas de manera implacable.

Las palabras de ambos amantes me parecían la mejor definición del amor: un sueño, una delicia del alma, un placer nobilísimo, osadísimo, bellísimo. Un sueño: nada que no sea un sueño realizado podía provocar auténtica felicidad (no sabía, todavía, que eso ya lo había escrito un genio, Sigmund Freud), una delicia del alma (al alma se llegaba a través de los sentidos, un saber tántrico intuitivo con el que nací), un placer dulce (la delicuescencia de las emociones), nobilísimo (el amor no estaba al alcance de todos, sino de los espíritus nobles), osadísimo (¿había algo más expuesto, más vulnerable que amar? Para amar era necesario ser muy valiente, muy audaz: no era un sentimiento para burguesitas provincianas ni para timoratos funcionarios públicos).

Luego venía la turbulencia del Bolero de Ravel. El amor era eso: compases obsesivos, repetitivos, in crescendo. Y Jack (le había puesto ese nombre en homenaje a Jack London) aullaba, con los tímpanos destrozados, mientras mi abuela miraba con reprobación la puerta cerrada de mi dormitorio de donde salían aquellos gemidos agudos, desgarrados de Isolda, enloquecida de amor, y del esfuerzo del maestro Furtwangler por intentar que la orquesta, ancha, crecida, no tapara su voz.

A mi abuela no le gustaba que leyera, ni que escuchara a Wagner, y mucho menos, que me enamorara. Porque cuando escuché por primera vez el Bolero de Ravel y el aria de amor, de locura y de muerte de Tristán e Isolda yo no estaba enamorada, aunque soñaba sado-masoquistamente con el amor (placer y sufrimiento iban juntos, como en la historia de Cristo y de los santos), pero a los diecisiete sí, lo estaba. Seguía drogándome con música, pero ya sabía quién era Isolda: una bellísima compañera del preuniversitario, cuatro años mayor que yo, rubia, alta, de ojos negros, piel delicada, blanquísima y pómulos salientes, de origen italiano e increíblemente parecida a Silvana Mangano. No la Silvana de Arroz amargo (no pude verla en el estreno, yo era menor de edad, pero tenía los carteles), sino la que vendría después, la estilizada por Luchino Visconti (director con el que yo compartía el amor por la belleza aristocrática y la ideología socialista).

En cuanto a ella, a quien todavía no le había declarado mi amor, parecía complacida con nuestros largos paseos bajo el viento y la lluvia de una ciudad de clima inestable, aguas abundantes, que da a un río ancho como mar y donde, además, habían nacido los mejores poetas franceses: Lautréamont, Supervielle, Laforgue. El amor empieza por la conversación y me gustaba contarle historias de mi saga familiar, donde se mezclaban la ironía, la ternura y el humor y me gustaba escuchar sus proyectos revolucionarios: la toma de las fábricas, la alianza de obreros y estudiantes, la patria para todos o patria para nadie. Lo haríamos todo juntas: los paseos por las playas y arboledas desiertas, la lectura de Carson McCullers, Salinger y Faulkner, compartiríamos los cigarrillos Unión, el estudio de las plantas y la casa donde soñábamos vivir. Por el momento, teníamos familias controladoras y conservadoras, pero la ansiada libertad llegaría para ambas.

Una afortunada desgracia familiar obligó a mi abuela y a su hijo, mi tío, a realizar un viaje de urgencia, en auto, a otra ciudad. Me dejaron la casa libre y numerosos recados; por suerte, no había teléfono y los móviles no se habían inventado. El momento había llegado. Cité a mi amiga, temblorosamente, y aceptó con una rapidez que me hizo temblar más aún. O sea: yo no era la única que había soñado con ese momento de soledad y entrega, de emoción y deleite, de osadía, valor y dulces placeres.

Compré velas. Rescaté unos delicados candelabros de plata que habían permanecido en la oscuridad del sótano durante mucho tiempo. Rapté una botella de Lacrima Christi de la bodega de Albert, a cambio de un beso, solo un beso, y estrené el pantalón blanco y la blusa blanca que me habían regalado el día de mi aniversario y guardaba para una ocasión como esa.

Llegó a las siete, puntual, hermosa, con un vestido color perla y unos aros de plata brillantes, de los cuales me hubiera colgado con gusto. Me sentí completamente turbada. La belleza turba, anonada, vuelve tímida. Nadie es valiente ante la belleza, aunque lo sea en su corazón. Me quedé con la boca abierta, mirándola, embobada. De pronto me di cuenta de que ella estaba haciendo el mismo gesto: mirándome con la boca abierta, embobada. Sin hablar. Sin hacer un movimiento. Solo el latido del corazón, como en un cuento de Poe. Solo el acelerado corazón, el rubor de las mejillas, la palpitación de la vulva. Nos besamos en la boca. Un beso apasionado y absorbente, largo, sensual, con los ojos cerrados o medio abiertos, un beso que no se podía suspender ni para respirar y que nos obligaba a cambiar de posición la cabeza; un beso sofocante y a la vez líquido, carnal y húmedo, que sorbía el pensamiento, las mejillas, el píloro, la lengua, los lóbulos y estremecía desde los cabellos a los dedos de los pies. Sin dejar de besarnos me fui aproximando al pasadiscos. Sobre el plato, aparentemente inofensivo, estaba el lp: Kirsten Flagstad cantando el aria de amor, locura y muerte de Tristán e Isolda. Solo me solté para sugerirle: «Con la música». Fue innecesario. Sentíamos lo mismo. Wagner había conseguido capturar el amor, la obsesión, el pathos de dos cuerpos que se aman y se entregan como en un sueño, osados, placenteros, gozosos y compenetrados. Acabamos con el aria, pero yo había oprimido el botón de repetición. De modo que volvió a sonar.

A la mañana siguiente, cuando despertamos, Jack estaba al pie de la cama. Miraba a mi amiga completamente arrobado, en estado de éxtasis, como hipnotizado.

—¿Qué pasa, Jack? —le dije—. ¿Te has enamorado?

Miró el plato del pasadiscos con la lengua afuera. Quería escuchar Tristán e Isolda.

 

Cuento de Cristina Peri Rossi

de: Revista de la Academia Nacional de Letras Año 2018, Número 14

 

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