La Grieta
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El hombre vaciló al subir la escalera que conducía de un andén a otro, y al producirse esta pequeña indecisión de su parte (no sabía si seguir o quedarse, si avanzar o retroceder, en realidad tuvo la duda de si se encontraba bajando o subiendo) graves trastornos ocurrieron alrededor. La compacta muchedumbre que le seguía rompió el denso entramado -sin embargo, casual- de tiempo y espacio, desperdigándose, como una estrella que al explotar provoca diáspora de luces y algún eclipse. Hombres perplejos resbalaron, mujeres gritaron, niños fueron aplastados, un anciano perdió su peluca, una dama su dentadura postiza, se desparramaron los abalorios de un vendedor ambulante, alguien aprovechó la ocasión para robar revistas del quiosco, hubo un intento de violación, saltó un reloj de una mano al aire y varias mujeres intercambiaron sin querer sus bolsos. El hombre fue detenido, posteriormente, y acusado de perturbar el orden público. Él mismo había sufrido las consecuencias de su imprudencia, ya que, en el tumulto, se le quebró un diente. Se pudo determinar que, en el momento del incidente, el hombre que vaciló en la escalera que conducía de un andén a otro (a veinticinco metros de profundidad y con luz artificial de día y de noche) era el hombre que estaba en el tercer lugar de la fila número quince, siempre y cuando se hubieran establecido lugares y filas para el ascenso y descenso de la escalera. El interrogatorio se desarrolló una tarde fría y húmeda del mes de noviembre. El hombre solicitó que se le aclarara en que equinoccio se encontraba, ya que a raíz de la vacilación que había provocado el accidente, sus ideas acerca del mundo estaban en un período de incertidumbre. -Estamos, por supuesto, en invierno- afirmó con notable desprecio el funcionario encargado de interrogarle. -No quise ofenderlo- contestó el hombre, con humildad-. No sabe hasta qué punto le agradezco su gentil información- agregó. -Con independencia del invierno- contemporizó el funcionario-, ¿quiere explicarme usted qué fue lo que provocó este desagradable accidente? El hombre miró hacia un lado y otro de las verdes paredes. Al entrar al edificio, le había parecido que eran grises; pero como tantas otras cosas, se trataba de una falsa apariencia, salvo que efectivamente, en cualquier momento, volvieran a ser grises. ¿Quién podría adivinar lo que el instante futuro nos depararía? -Verá usted- se aclaró la garganta. No vio un vaso con agua por ningún lado, y le pareció imprudente pedirlo. Quizás fuera conveniente no solicitar nada. Ni siquiera comprensión. Paredes desnudas, sin ventanas. Habitaciones rectangulares, pero estrechas. El funcionario parecía levemente irritado. Parecía. Nunca había conocido a un funcionario que no lo pareciera. Como una deformación profesional, o un mal hábito de la convivencia. -De pronto- dijo el hombre-, no supe si continuar o si quedarme. Sé perfectamente que es insólito. Es insólito tener un pensamiento de esa naturaleza al subir o bajar la escalera. O quizás, en cualquier otra actividad. -¿En qué escalón se encontraba? -interrogó el funcionario, con frialdad profesional. -No puedo asegurarlo -contestó el hombre, sinceramente. Quería subsanar el error-. Estoy seguro de que alguien debe saberlo. Hay gente que siempre cuenta los escalones, en uno u otro sentido. Vayan o vengan. -Usted, ¿iba o venía? -Fue una vacilación. Una pequeña vacilación, ¿entiende? De pronto, al deslizar los ojos, otra vez, por la superficie verde de la pared, había descubierto un diminuto agujero, una grieta casi insignificante. No podía decir si estaba antes, la primera o la segunda vez que miró la pared, o si se había formado en ese mismo momento. Porque con seguridad hubo una época en que fue una pared completamente lisa, gris o verde, pero sin ranuras. ¿Y cómo iba a saber él cuando había ocurrido esta pequeña hendidura? De todos modos, era muy incómodo ignorar si se trataba de una grieta antigua o moderna. La miró fijamente, intentando descubrirlo. -Repito la pregunta -insistió el funcionario, con indolente severidad. Había que proceder como si se tratara de niños, sin perder la paciencia. Eso decían los instructores. Era un sistema antiguo, pero eficaz. Las repeticiones conducen al éxito, por deterioro. Repetir es destruir-. ¿En qué escalón se encontraba usted? Al hombre le pareció que ahora la grieta era un poco más grande, pero no sabía si se trataba de un efecto óptico o de un crecimiento real. De todos modos- se dijo-, en algún momento crece se trata de estar atentos, o quizás, de no estarlo. -No puedo asegurarlo - afirmó el hombre-. ¿existen defectos ópticos en esta habitación? El funcionario no pareció sorprendido. En realidad, los funcionarios casi nunca parecen sorprenderse de algo y en eso consiste parte de su función. -No -dijo con voz neutra-. Usted, ¿iba o venía? -Alguien debe saberlo -respondió el hombre, mirando fijamente la pared. Entonces era posible que la grieta hubiera aumentado en ese mismo momento. Estaría creciendo sordamente, en la oscuridad del verde, como una célula maligna, cuya intención difiere de las demás. -¿Por qué no usted? -volvió a preguntar el funcionario. -Ocurrió en un instante -dijo el hombre, en voz alta, sin dirigirse expresamente a él. Trataba de describir el fenómeno con precisión. Ahora el agujero en la pared parecía inofensivo, pero con seguridad era sólo un simulacro. -Supongo que bajaba, o subía, lo mismo da. Había escalones por delante, escalones por detrás. No los veía hasta llegar al borde mismo de ellos, debido a la multitud. Éramos muchos. Vaga conciencia de formar parte de una muchedumbre, Repetía los movimientos automáticamente, como todos los días. -¿Subía o bajaba? -repitió el funcionario, con paciencia convencional. Él sintió que se trataba de una deferencia impersonal, un deber del funcionario. No era una paciencia que le estuviera especialmente dirigida; era un hábito de la profesión y ni siquiera podía decirse que se tratara exactamente de un buen hábito. -Se trataba de una sola escalera -dijo el hombre- que sube y baja al mismo tiempo. Todo depende de la decisión que se haya tomado previamente. Los peldaños son iguales, de cemento, color gris, a la misma distancia, unos de otros. Sufrí una pequeña vacilación. Allí, en mitad de la escalera, con toda aquella multitud por delante y por detrás, no supe si en realidad subía o bajaba, No sé, señor, si usted puede comprender lo que significa esa pequeñísima duda. Una especie de turbación. Yo subía o bajaba . en eso consistía, en parte, la vacilación -y de pronto no supe qué hacer. Mi pie derecho quedó suspendido un momento en el aire. Comprendí- con terrible lucidez- la importancia de ese gesto. No podía apoyarlo sin saber antes en qué sentido lo dirigía. Era, pues, pertinente, resolver la incertidumbre. La grieta, en la pared, tenía el tamaño de una moneda pequeña. Pero antes, parecía la cabeza de un alfiler. ¿O era que antes no había apreciado su dimensión verdadera? La dificultad en aprehender la realidad radica en la noción de tiempo, pensó. Si no hay continuidad, equivale a afirmar que no existe ninguna realidad, salvo el momento. El momento. El preciso momento en que no supo si subía o bajaba y no era posible, entonces, apoyar el pie. Por encima de la grieta ahora divisaba una línea ondulada, una delgada línea ascendía -si miraba desde abajo- o descendía -si miraba desde arriba-. La altura en que estuviera colocado el ojo decidía, en este caso, la dirección. -En el momento inmediatamente anterior a los hechos que usted narra -concedió el funcionario, casi con delicadeza-, ¿recuerda usted si acaso subía o bajaba la escalera? -Es curioso que el mismo instrumento sirva tanto para subir como para bajar, siendo en el fondo, acciones opuestas -reflexionó el hombre, en voz alta-. Los peldaños están más gastados hacía el centro, allí donde apoyamos el pie, tanto para lo uno como para lo otro. Pensé que si me afirmaba allí iba a aumentar la estría. Un minuto antes de la vacilación -continuó-, la memoria hizo una laguna. La memoria navega, hace agua. No sirvió; quedó atrapada en el subterráneo. -Según sus antecedentes -interrumpió, enérgico, el funcionario- jamás había padecido amnesia. -No -afirmó el hombre-. Es un recurso literario. Fue una grieta inesperada. Ascendiendo, la línea se dirigía hacía el techo. Podía seguirla con esfuerzo, ya que no veía bien a esa distancia. Sólo una abstracción nos permitía saber, cuando nos sumergimos, si la corriente nos desliza hacia el origen o hacia la desembocadura del río, si empieza o termina. -Un momento antes del accidente -recapituló el funcionario-, usted, ¿subía o bajaba? -Fue sólo una pequeña vacilación. ¿Hacia arriba? ¿Hacia abajo? En el pie suspendido en el aire, a punto de apoyarlo, y de pronto, no saber. No hay ningún dramatismo en ello, sino una especie de turbación. Apoyarlo, se convertía en un acto decisivo. Lo sostuve en el aire unos minutos. Era una posición incómoda pero menos comprometida. -¿Qué clase de vacilación? -preguntó de pronto el funcionario, iracundo. Estaba fastidiado, o había cambiado de táctica. La grieta tenía ramificaciones. Nadie es perfecto. No se sabía si esas ramificaciones conducían a alguna parte. -Por las dudas, no actué -confesó el hombre-. Me pareció oportuno esperar. Esperar a que el pie pudiera volver a desempeñarse sin turbaciones, a que la pierna no hiciera preguntas inconfesables. -¿Qué clase de vacilación? -volvió a preguntar el funcionario, con irritación. -De la deritativas. Clase G. Configuradas como peligrosas. No es necesario consultar el catálogo, señor -respondió, vencido, el hombre-. Una vacilación con ramificaciones. De las que vienen con familia. A partir de la cual, ya no se trataba de saber si se baja o sube la escalera: eso no importa, carece de cualquier sentido. Entonces, los hombres que vienen detrás -se suba o se baje siempre hay una multitud anterior o posterior- se golpean entre sí, involuntariamente, hay gente que grita, todos preguntan qué pasa, aúllan las sirenas, las paredes vibran y se agrietan, niños lloran, damas pierden los botones y paraguas, los inspectores se reúnen y los funcionarios investigan la irregularidad-. La mancha se estiraba como un pez. -¿Puede darme un cigarrillo?. |
cuento de Cristina
Peri Rossi
El País Cultural
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Cristina Peri Rossi en Letras Uruguay
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