Oscar Wilde

por Víctor Pérez Petit

Bajo un cielo color azul de Prusia, intenso, frío, tal un esmalte —el cielo detonante del Oriente de los cromos—, se tiende la blanca terraza del palacio de Herodes Antipas. Allá en lo alto, como un lampadario de plata, pende la luna; pero su luz enferma no logra apagar el frío temblor de las estrellas. Algunas larvas humanas (un doncel sirio, un capadocio, un nubio, un saduceo, el verdugo y varios soldados) se erotizan bajo los astros en medio de la espectral claridad de osario de la terraza, al pie de la escalinata que conduce a la sala del festín o en torno de la cisterna desecada que sirve de prisión al profeta, toda ella circuida de musgo verde. Algunas palmeras bíblicas alzan sus troncos escamosos coronados de. enormes hojas, como fantásticos plumeros de esmeralda. Aquí, fuera, es el misterio de la noche inmóvil; allá, dentro, en palacio, aúlla la orgía.

De pronto, en medio de la sofocación de la noche hierosolimítana[1], un doble estertor crispa el silencio: es el suspiro de un alma atormentada por el amor y es el gemido de un alma herida por un presagio. —"¡Qué bella está la princesa Salomé esta noche!", murmura aquélla; y ésta- "¡Qué cara tan extraña tiene hoy la luna!". Y en esas dos sencillas frases, que cruzan la terraza como dos sierpes perezosas, se condensa toda la tragedia. Es, en efecto, la belleza de Salomé —un lirio reflejado en un espejo—, que subyuga y avasalla las voluntades masculinas, la que arrancará un juramento al Tetrarca, y con ese juramento, la vida de Joanán; y es la tristeza milenaria de la luna, sobre los campos dormidos de Jerusalén, la que vestirá con el último cendal de cenizas a la hija de Herodías cuando muera brutalmente aplastada bajo los escudos de los soldados.

El refinadísimo poeta que concibió esta tragedia inaudita, sobre el esquelético entramado de un texto bíblico, padece, como pocos intérpretes de la naturaleza, la sugestión del paisaje. Desde las primeras frases de su poema dramático, lo que podría denominarse "el encantamiento de la luna”, adquiere la virtuosidad de un leimotiv, Dijérase que el sudario blanco que el astro de la noche va arrastrando al través de la inmensidad, nos envuelve en una onda de melancolía. No es sólo el paje quien advierte la palidez de la luna, tal que un presagio de muerte; también el poderoso Tetrarca, que llegará más tarde encelado por incestuosos deseos, notará su extraño aspecto que la asemeja a una mujer histérica, completamente desnuda. En la calma augusta de la noche, transparentemente azul, sobre la tierra opaca de arcillas rojas y piedras requemadas por los vientos del desierto, la luna pone su enorme sueño hipnótico. Y es lo mismo que si una inmensa calavera nos estuviera mirando a los ojos desde el fondo de la eternidad. Un terror sagrado nos invade y es con nosotros la poesía del espanto.

En este momento, lo mismo que una perla que se soltara de un collar, sale del festín, rueda por la escalinata y cae en la terraza Salomé, la deslumbradora princesa. Es una belleza juvenil que fascina con los carbunclos de sus ojos, con la llamarada de su sonrisa, con los movimientos perezosos, felinamente gráciles de su cuerpo. Viene huyendo de los zarpazos de la lujuria, de los hipos de la ebriedad, de los manoseos del instinto desatado. Allá, en la sala del festín, en medio de las disputas que traban los judíos sobre su religión, de las historias heroicas que refieren los griegos, de las voluptuosidades que evocan los romanos —algarabía de risas, de besos, de disputas y maldiciones—, dos ojos de brasa, dos ojos de deseo, la han estado mirando toda la noche. Es el Tetrarca: el marido de su madre Herodías: el que hizo perécer estrangulado a su propio hermano Felipe en el fondo de la cisterna para arrebatarle el trono y la mujer: el grande, el orgulloso, el que todo lo puede. Encendido por un arrebato sensual a la vista de la carne de su hijastra, tibias morbideces de lirios apenas celadas por los velos flotantes, quiere hacerla suya robándola a su madre, lo mismo que hizo suya a ésta, quitándosela a su hermano*

—¿Habéis abandonado el festín, princesa? —interroga el doncel sirio, que ama desaladamente a Salomé, y se ha acercado premuroso para servirla.

Y Salomé, fría como un ídolo, replica:

—¡Qué aire tan fresco y placentero! Por lo menos aquí se respira. Allá dentro hay judíos de Jerusalén, que casi llegan a las manos disputando sobre sus ridiculas ceremonias. Hay además gente bárbara, bebiendo sin tasa y derramando el vino por el suelo: griegos de Esmirna, de ojos pintados, las mejillas llenas de afeites y el cabello ensortijado; egipcios taimados y silenciosos, con uñas de jade y obscuros mantos; hay, en fin, romanos brutales, groseros e insoportables. ¡Cómo detesto a los romanos! Son gente baja que se dan humos de señorones.

Salomé reclina su fatiga en el seno de la noche blanda. El aroma suave que viene de los campos dilata su pecho. Serenamente, contempla la luna, su hermana.

—Da gozo contemplar la luna —murmura en un suspiro—. La luna es fría como la nieve y casta como una virgen. Tiene toda la belleza de una virgen... y es virgen sin duda alguna. Es una diosa inmaculada; jamás se ha entregado a los hombres, como otras diosas.

Dijérase que el alma de Salomé está hablando de sí misma. En el elogio que teje a la luna, se presiente la exaltación de su espíritu incontaminado. Ella también es virgen; jamás su cuerpo será mancillado por el beodo áureo. Pero, ¿no se advierte, acaso, en sus palabras, el timbre lejano de una nostalgia? La noche cálida, los aromas nocturnos, el sortilegio lunar, ¿no ponen una recóndita vibración en sus carnes de mujer impoluta? Salomé no lo discierne bien; mas una voluptuosidad silenciosa hace circular aceleradamente el río de su sangre.

De pronto, un clamor hórrido se alza de la entraña de la tierra. —"¿Quién lanza esas voces?”, interroga la princesa; y un soldado que ha visto al hombre del desierto vestido con una piel de camello sujeta por un cinturón de cuero, responde: —"Es el profeta, princesa”. Súbitamente, una curiosidad muerde el corazón de Salomé. ¡Ha oído hablar tanto de Joanán! ¿No es ése el hombre, el único hombre que da temor al Tetrarca? ¿No es el mismo que injuria con los más atroces dicterios a su madre Herodías? En la voluntariosa princesa muy pronto la curiosidad se transforma en capricho: ahora desea conocer a Joanán, quiere verle, hablarle, saber quién es, y lo que quiere, y lo que busca. En vano un esclavo, mensajero del Tetrarca, la asedia repitiéndole que su señor la insta para que vuelva a la mesa del festín; Salomé no escucha más que la voz de su deseo.

—Quiero ver al profeta. Sacadle de ahí.

—Por favor, princesa, no nos pidáis eso —contestan los soldados.

—'¿He de esperar a que os plazca? —arguye Salomé, irritada con la contradicción.

—Princesa, por vos daríamos la vida; pero las órdenes del Tetrarca son terminantes; nadie debe ver al profeta.

Salomé se aproxima entonces al doncel sirio, y con una voz de terciopelo, con esa voz de la mujer que estremece la médula espinal del hombre, comienza a sobornarle con las falsas monedas de su amor:

—Tú lo harás por mí, Narraboth. . . ¿verdad que lo harás? Siempre he sido amable para contigo. ¿Verdad que querrás complacerme? Sólo deseo verle. ¡He oído decir tantas cosas de ese profeta! El Tetrarca me habla de él a menudo. Sospecho que le tiene miedo; más aún, estoy segura de ello. Y a ti, Narraboth, ¿también te da miedo?

—No, princesa; yo no temo a nadie. Pero el Tetrarca nos ha prohibido a todos severamente que levantemos la tapa de ese pozo.

—Mas tú lo harás por darme gusto, Narraboth. . . y mañana, al pasar en mi litera por la puerta de los vendedores de ídolos, dejaré caer una flor para ti, una florecita verde.

—No puedo, princesa, no puedo —murmura el pobre enamorado, vencido ya, en medio de un deslumbramiento.

—Sí, lo harás por mí, Narraboth; bien sabes que has de hacerlo. Y mañana, al pasar en mi litera por la puerta de los compradores de ídolos, te lanzaré una mirada a través de mi velo de muselina. Sí, te miraré, Narraboth; y acaso te envíe también una sonrisa ... ¡Ah, mírame, Narraboth, mírame ahora!...

Ya sabes que has de complacerme...

El soldado está vencido. Con voz concisa y áspera, ordena:

—Que salga el profeta. La princesa Salomé quiere verle.

Entonces se precisa el primer cuadro de esta sombría tragedia que ha llenado, durante siglos, con la fuerza de una obsesión, el espíritu de los creadores artísticos. Joanán es sacado de la cisterna, y avanza clamando sus maldiciones, que hacen estremecer la noche.

—¿Dónde está la que se ha entregado al capitán de los asirios, que llevan el tahalí en el flanco y cubren su cabeza con telas multicolores? ¿Dónde está la que se ha abandonado en brazos de los jóvenes egipcios, que cubren su cuerpo de lino y pedrerías, los que van armados de broquel de oro y yelmo de argento, los que son de fornidos miembros? Hacedla alzar del lecho impúdico, del lecho incestuoso, para que oiga la palabra del que prepara la vía del Señor y pueda arrepentirse de sus pecados. ..

El terrible vengador agita sobre la cabeza de la hija el látigo de víboras con que azota las abominaciones de Herodías. Es un hombre joven aún cuyas carnes blancas se denuncian por los desgarrones de su sumaria vestimenta. Una fe profunda enciende sus apóstrofes; la ira sagrada está en sus ojos acusadores.

Y Salomé, que le contempla absorta, advierte que sus ojos "parecen negros agujeros abiertos por el chamusco de blandones en un tapiz de Tiro”. Y es magnífico a la vez. La princesa se siente, a pesar suyo, atraída por el continente del rudo vociferador. Es como una atracción del abismo. "Parece una figurilla ebúrnea” —murmura para sí, mientras un fuego interior y desconocido la va soliviantando. "Estoy segura, agrega luego, de que es casto, tan casto como la luna: semeja un rayo de luna. Sus carnes deben ser muy frías como el marfil. . .

El áspid del deseo se ha enroscado al corazón de Salomé. En su aislamiento de virgen, el profeta aparece como una interrogación de llamas. Tiene la atracción del misterio; la fuerza imán de lo incontrastable. Ella, que se rebelaba en una náusea de todo el cuerpo ante el abrazo protervo del beodo Tetrarca, experimenta ahora la infinita ansiedad de besar aquella boca. Ignorando el beso masculino, presiente el ardor solar de su miel. El latido de sus venas suena la hora de la virgen que se entrega. Y entonces, con delirante impudor, en un arrebato de fiebre mística, entona ese himno-venéreo, de estrofas candentes, de imágenes salomónicas, al cuerpo de Joanán —la página más hermosa de todo el poema:

—!Joanán! Me he prendado de tu cuerpo, de tus carnes níveas como los lirios de una pradera que jamás ha sido ajada por la hoz del segador. Tu cuerpo es albo como la nieve de las cumbres, como la nieve que se escurre de las montañas de Judea al lecho de los valles. Las rosas que brotan en el vergel de la reina de Arabia no son tan blancas como tu cuerpo. Ni toda la flor de los balsámicos jardines de Arabia, ni las huellas de la aurora en el oscuro follaje, ni el disco de la luna sumergida en el seno del mar..., nada, nada en el mundo tiene la blancura de tu cuerpo. ¡Deja, déjame palparlo!

El profeta» iracundo, retrocede como si un reptil emponzoñado se alzara ante su paso:

—¡Atrás, hija de Babilonia! La mujer es en el mundo fuente de todo mal. No digas más. No quiero escucharte. No escucho más que la palabra de Dios.

El rechazo latiguea el orgullo de la princesa. Pero no es su orgullo, sino su deseo amoroso insatisfecho, quien clama entonces:

—Tu cuerpo es inmundo. Es como el cuerpo de un leproso, como una pared de yeso donde babean las víboras y anidan los escorpiones; como sepulcro blanqueado por fuera y todo podredumbre por dentro. ¡Es horrible tu cuerpo, Joanán! (Transición). —Me he prendado de tu cabellera, Joanán. Tu cabellera pende como racimo de uvas; asemeja la uva negra de los viñedos de Edom, el país de los edomitas. Tu cabello es bruno como los cedros del Líbano, los enormes cedros que cobijan a leones y bandoleros, ocultándolos a la luz del sol. Las noches de plena oscuridad, aquellas noches en que no luce la luna y las estrellas parecen esconderse miedosas, no son tan foscas como tu cabello. Ni lo es tanto el silencio que reina en la selva. Nada, nada en el mundo tiene la negrura de tu cabellera. ¡Deja, déjame palparla!

El profeta retrocede aún, asqueado de la mujer que se le ofrece:

—¡Atrás, hija de Sodoma! ¡No me toques! ¡No mancilles la morada del Señor!

Lo mismo que antes, Salomé se rebela contra el rechazo; pero, como antes también, tras una brusca transición, entona su estrofa de amor, esta vez consagrada a la boca maldiciente, cual si un presentimiento del trágico desenlace la animara en ese instante:

—Tu cabellera es infecta. Está cubierta de polvo y cieno. Diríase que te han puesto en la frente una corona de espinas, o que un hato de sierpes negras culebrea en torno a tu cuello No me agrada tu cuello. No me agrada tu cabellera. (Transición. Con pasión extrema); Me he prendado de tu boca, Joanán. Tu boca es como tira de escarlata sobre una torre ebúrnea; como granada que una cuchilla de marfil ha rajado por la mitad. La flor del granado que crece en los jardines de Tiro, más encendida que una rosa, no lo es tanto como tus labios. Los vibrantes toques de los clarines que anuncian la llegada del rey, y ponen en fuga al enemigo, no vibran como la voz en tu boca. Tu boca es más ardiente que los gies que pisan la uva en el lagar; más colorada que las patitas de las tórtolas que anidan en los templos y están bajo el cuidado de los sacerdotes; más roja que el que torna de la selva después de matar leones y luchar con tigres dorados. Tu boca es como el tronco de coral que el pescador saca de la profundidad del mar y guarda para el potentado; es como el bermellón que los moabitas extraen de sus minas y los reyes hacen suyo. Es como el arco del rey de Persia pintado de bermellón y adornado con cuerpos de coral. (Fuera de si): ¡Nada hay en el mundo tan ardiente como tu boca!. .. ¡Deja, déjame besarla!

Cada vez con mayor enojo, el profeta aparta aquella fiebre que le asalta. Su mano tensa arroja aquel deseo que, cual una abeja de oro, revolotea buscando la flor de sus labios.

—¡Jamás, hija de Babilonia! ¡Hija de Sodoma, jamás!

¿Quién encauza el torrente desbordado?, ¿quién detiene el alud de la montaña?, ¿quién sujeta la fiera hambrienta que salta sobre su presa? En el corazón de Salomé arden por primera vez los carbones del amor; en sus venas Vírgenes ruge la sangre como la lava de un volcán. —"¡Déjame besar tu boca, Joanán!”, insiste dolientemente, con el ruego de los sedientos; —"¡déjame besarla!”, repite luego con la ira de los señores hechos a ver siempre acatada su voluntad. Pero Joanán es puro; Joanán no sabe de otro amor que el de aquel "recién nacido que sujetará los leones por la melena”, y sordo a la tentación de la carne y a la súplica de aquellos brazos que se tienden hacia él en una fiebre de deleites, ruge implacable: "¡No quiero verte más! ¡Eres maldita, Salomé!”.

Por los ojos adustos de la princesa pasa una sombra. Di jé rase el negro aletazo del buitre del despecho que ahora se anida en su alma. Bruscamente, una espantable decisión se hace en su espíritu. "¡Yo besaré tu boca, Joanán!” anuncia fatídicamente, y su voto se cumplirá.

El Tetrarca, ebrio de vino y de concupiscencia, sale a la terraza seguido por Herodías, de sus cortesanos y de los mensajeros del César. Atraído por la belleza de la doncella que desertó el festín, hace disponer las mesas de jade para continuar las libaciones insta a Salomé para que baile. Salomé se resiste. Su instinto femenino le advierte que tiene la venganza en su mano. Entonces Herodes, que no oculta el desborde de sus deseos ni aun ante su mujer, la madre de la princesa, suplica: "danza, Salomé, en honor mío y te concederé cuanto me pidas”. Y hecho el juramento, Salomé danza.

¡Ah! ¡Con qué ardor, con qué alegría salvaje, con qué ansia irrefrenable danza la princesa la danza de los siete velos! Sus gestos ritman en el aire las súplicas del amor; pero también ritman el presagio de la muerte. Con aquellos pasos brinda su cuerpo, mas al brindarlo es a trueque de la vida de un hombre. El ánfora de su busto oscila, va y viene, se vierte, se endereza, haciendo temer que va a derramar el licor de la vida y el pecado, y, sin embargo, sólo está lleno de cenizas. La danza del deseo se convierte en la danza funeraria.

—"Ven, Salomé, ven a recibir el premio ofrecido’' —clama exultante Heredes—; "te daré lo que me pidas. Habla, di lo que quieras. ..

—"Quiero en un azafate de plata la cabeza de Joanán".

Ante el horrendo silbo de la víbora que bajo sus pies se ha erguido, centelleante de pedrerías, el tetrarca despierta de su ebriedad, despavorido, ¡Todo, todo, antes que ese horrendo crimen que traería la ruina sobre su palacio! Y, temblando, febrilmente, débil como un niño frente al monstruo hirsuto de la voluntad femenina, abre sus arcas, desfonda su palacio, disloca sus dominios. Para recuperar su palabra empeñada, ofrece a Salomé sus perlas y topacios, sus ópalos y berilos, sus calcedonias y rubíes, sus zafiros y selenitas, sus esmeraldas y sardónicas; ofrécela sus pavos reales, sus hermosos pavos blancos que pasean por las calles de arrayanes y mirtos bajo la custodia de un esclavo; ofrécela aún sus vasos de ámbar, sus sandalias de vidrio, sus collares del Eufrates, sus mantos de Seres; ofrécela todavía la mitad de sus dominios y hasta el velo del Tabernáculo! Pero Salomé sólo tiene un deseo, rojo como la boca del Profeta:

—"Quiero la cabeza de Joanán”.

Y Herodes, aplastado, cede. El verdugo desciende a la cisterna y troncha con su espada la cabeza del Profeta. En una bandeja de argento se la traen a la enfebrecida hembra.

—"¡Ah! ¡No querías que besara tu boca, Joanán! Pues ahora la besaré. La morderé con mis dientes, como se muerde la fruta madura. .. ¡Ah! ¿Por qué no me miraste, Joanán? Cubrías tus ojos con la venda que lleva el que sólo quiere ver a Dios. Y cierto, has visto a Dios, pero a mí, a mí no me has visto nunca. SÍ me hubieses visto, me habrías amado... El misterio del amor es más profundo que el misterio de la muerte

Sádicamente tendida sobre los tapices, junto al azafate donde brilla la cabeza del Profeta como un lirio tronchado, Salomé besa los labios deseados. Y en un espasmo inaudito siente al fin, revelársele el arcano de la vida.

De pie en la escalinata, los celos despiertan al beodo. El tetrarca extiende su brazo:

—¡Matad esa mujer!

Los soldados se abalanzan sobre Salomé y la aplastan con sus escudos. Y en aquel turbión de armas y de hierros, sólo se advierte un único espasmo en la túnica femenina: el temblor del deseo, el temblor de la muerte!

***

Oscar Wilde es el tipo del esteta. Todo su arte está hecho de refinamiento y exquisitez. Frente al arte humano de los naturalistas, concebido en nuestras grandes capitales, su arte aparece como un tulipán de oro crecido en un fantástico invernadero. Él no podía descender jamás a la miseria de la vida para reproducirla en páginas exactas y documentadas, llenas de expresiones vulgares y de giros comunes. Su literatura es una perpetua visión de espejismos lejanos; una ensambladura de mosaicos fabulosos; toda una pompa indostánica de tapices orientales. Trabaja su prosa en milagros de orfebrería y la realza con los fuegos de las piedras preciosas. Huye de las emociones que son como el patrimonio de todos los hombres, y busca, en cambio, aquellas otras desconocidas o extraordinarias que sólo puede valorar un alma selecta. Las vías transitadas por todos los artífices que en la ciudad del arte concibieron un ensueño de belleza, le rechazan violentamente: en vez, atráenle por su misterio las sendas ignoradas, los vericuetos que extravían al pasajero, los rincones solitarios donde duermen la sorpresa, el terror o la maravilla. Como un sonámbulo, va su camino sin ver, sin tomar contacto con la realidad, sin oír las voces del mundo. Es que su mirada está vuelta hacia su interior y ve los paisajes como en un espejo, y ve los hombres como en una aparición. Así, agudizando su sensorio, purificando sus -gustos, elevando sus concepciones, ha llegado, como un Brummell espiritual, a preferir la "nuance” al colorido violento, las músicas en sordina a las orquestaciones clamorosas, la palabra que pinta o sugiere a las frondosidades retóricas de los grandes románticos. En una flor o en una mujer, percibe el perfume sutil que la caracteriza, el secreto del color que la distingue, la curva armoniosa que define su encanto. Tiene observaciones tan quintaesenciadas, que diríase emanan de una superior imaginación femenina: "No deposite usted su confianza —se lee en El retrato de Dorian Gray— en una mujer que lleve el malva, cualquiera que sea su edad, o en una mujer de treinta y cinco años a quien gustan las cintas rosas: eso quiere decir siempre que tienen una historia”. Cuando pinta un cuadro, ciudadano o campesino, su pintura evocadora recuerda el arte verbal-colorista de los hermanos Goncourt: "Ahora el cielo se opalizaba y los tejados de las casas relucían como plata. De una chimenea de enfrente se elevaba un hilo de humo delgadísimo: onduló como una cinta violeta en la atmósfera color nácar... A veces, nos trasmite impresiones tan rebuscadas y sutiles, que el mismo protagonista de A Rebours, en su "morbidezza” espiritual, no las idearía más perfectas: . .el incienso le pareció el olor de los místicos, y el ámbar gris el de los apasionados; la violeta evoca el recuerdo de los amores difuntos; el almizcle enloquece; y el champaña pervierte la imaginación". O bien, esta enumeración que revela la búsqueda de un esteta: “Durante todo un año, Dorian se dedicó con pasión a acumular los modelos más deliciosos que le fue posible descubrir en el arte textil y del bordado; se agenció las adorables muselinas de Delhi, finamente tejidas de palmas de oro y sembradas de alas iridiscentes de escarabajos; las gasas de Dekkan, cuya transparencia hace que se las llame “aire tejido, agua corriente o rocío de la noche"; extrañas telas historiadas de Java; tapices chinos amarillos sabiamente trabajados; libros encuadernados en raso leonado o en seda de un azul llamativo, llevando sobre sus tapas flores de lis, aves, figuras; encajes de punto de Hungría, brocados sicilianos y rígidos terciopelos españoles; bordados georgianos de puntas doradas y "foukousas” japonesas de tonos oro verde, llenos de pájaros de plumajes multicolores y fulgurantes”.

Por otro lado, Oscar Wilde es un íronista terrible, de frase acerada como un estileto florentino. Hiere con una agudeza verdaderamente femenina. Su burla, por lo mismo que es ingeniosa, ilumina la ridiculez con claridades de mediodía. En un acto o en una escena de la vida; en un rostro o en una vestimenta; en una costumbre o en una sentencia, discierne en seguida lo que es vulgar, lo que es cómico, lo que es absurdo, lo que es irremediablemente ridículo. Ved cómo clava sus alfilerazos: “No hay seguramente ni una sola persona en la Cámara de los Comunes digna de ser pintada, y eso que a muchos de nuestros honorables les está haciendo mucha falta un nuevo blanqueo”. Ved cómo se ríe de una dama: "Era una mujer singular, cuyas toilettes parecían concebidas en un acceso de rabia". Y esto otro: "La cerveza, la Biblia y las siete virtudes capitales han hecho de nuestra Inglaterra lo que hoy es”.

Y esto otro aún: "Desde entonces sus obras tuvieron esa curiosa mezcla de mala factura y de buenas intenciones que hace que un hombre merezca el apelativo de representante del Arte inglés”.

Su espíritu inquieto le inclina a la paradoja, a la observación sutil, a la definición inesperada: "Cada vez que se ama, es la primera vez que se ama en la vida”. —'‘Vivimos en una época en la que las cosas inútiles son las únicas necesarias”. —"Quien nos da la absolución es la confesión, no es el sacerdote”. —"Siempre hay algo ridículo en las emociones de las personas que se han dejado de querer”. —"Las buenas resoluciones no pueden intervenir sino inútilmente en contra de las leyes científicas... Se las puede comparar a cheques que girase un hombre contra un Banco en el cual no tuviere cuenta".

Espíritu tan sutil y periférico en materia de sensaciones, tan extravagante y amigo de lo raro en punto de gustos, tan negativo y contradictorio cuando de las ideas vulgares o comunes se trata, no podía coger un asunto legendario —y a mayor abundamiento tratado largamente por otros artífices, pintores, novelistas y poetas— para desenvolverlo lo mismo que sus antecesores lo hicieran: por fuerza tenía que alterar el asunto, modificar la esencia de los personajes y aun enmendarle la plana a la mismísima Clío.

De la real historia de Salomé, de su madre Herodías y del Tetrarca Heredes Antipas, no conocemos, por lo que a la muerte de Juan el Bautista se refiere, sino lo que sucintamente nos han dicho los evangelistas San Mateo y San Marcos, con una aclaración bastante atinada y lógica del historiador Flavio Josefo. San Mateo (XIV, 1-11), dice, en efecto: “En aquel tiempo Herodes el Tetrarca oyó la fama de Jesús y dijo a sus criados: "Este es Juan el Bautista; él ha resucitado de entre los muertos, y por eso virtudes obran en él**. Porque Herodes había prendido a Juan, y le había aprisionado y puesto en la cárcel, por causa de Herodías, muier de Feliüe su hermano. Porque Juan le decía: "No te es lícito tenerla”. Y quería matarle, mas tenía miedo de la multitud, porque le tenían como a profeta. Y celebrándose el día del nacimiento de Herodes, la hija de Herodías danzó en medio y agradó a Herodes. Y prometió con juramento de darle todo lo que pidiese. Y ella, instruida primero de su madre, dijo: "Dame aquí en un plato la cabeza de Juan el Bautista”. Entonces el rey se entristeció; mas por el juramento y por los que estaban juntamente a la mesa, mandó que se la diese. Y enviando, degolló a Juan en la cárcel, y fue traída su cabeza en un plato, y dada a la moza, ella la presentó a su madre”. San Marcos (VI, 16-28) refiere el episodio con las mismas particularidades, dejando constancia igualmente de que Salomé, después de haber danzado, salió de la sala del festín y consultó a su madre: —"¿Qué pediré?”"La cabeza del Bautista”, le contestó Herodias. Entonces ella entró prontamente al Rey, diciendo: "Quiero que ahora luego me des en un plato la cabeza de Juan el Bautista'’.

Como se ve, la idea de hacer matar al profeta, según los evangelistas, fue de la madre, no de la hija; y ella nació evidentemente en el ánimo de la orgullosa matrona debido a las duras palabras con que Juan vilipendiaba a la mujer que fue de Herodes Filipo y que ahora compartía incestuosamente el lecho del hermano de aquél, Herodes Antipas. Gustavo Flaubert en su Herodtas[2], sujetándose rigurosamente a estos datos históricos o tradicionales* nos cuenta también, con su prosa mágica y evocadora, el episodio como inspirado por la altiva y despechada reina. Pero, Oscar Wilde, concibiendo el drama a su capricho y según su original manera de ver, transforma a Salomé de mera ejecutora pasiva, en verdadera inspiradora del crimen. Como se ha visto por el resumen que hemos hecho de su obra, la danzarina es la verdadera protagonista: por un mero capricho de su mentalidad andrógina, desea besar los labios de Joanán, y al verse desairada, concibe el pensamiento de hacerle matar. Su madre, en el caso, no sabe nada de las intenciones de Salomé, y, en cierto pasaje del libro, se opone a que baile ante el Tetrarca, advirtiendo, con sus despiertos celos bien femeninos, que su esposo mira con ojos de lascivia a su hija. Más aún: Oscar Wilde, al final de su obra, hace perecer a Salomé, cuando es cosa establecida que ésta sobrevivió al trágico episodio.

Es que el autor inglés, en su constante afán de ser nuevo y de apartarse de las sendas trilladas, a la vez que respondía a sus preferencias espirituales de verdadero esteta, concibió la figura de Salomé como el de una virgen sádica» voluntariosa y terrible, capaz de mover por sí misma toda la acción de la tragedia sin necesidad de la sugestión de su madre ni de otra persona alguna. Sedújole, evidentemente, la creación del tipo de la erotómana y tuvo el valor, rayano eti la temeridad, de presentar al público —sobre todo, al público puritano de su país—, el caso mórbido de esa virgen, exacerbada por el deseo —por un deseo más cerebral que medular— que, inviolada, reacia aún al contacto del varón, alcanza no obstante el espasmo físico, por una representación imaginativa, besando los labios fríos de la cabeza decapitada del Bautista. Virgen y depravada, ignorante y sabia del goce venéreo, hipnotizada por su andromanía y consciente de su crueldad verdaderamente oriental, es su personalidad avasalladora la que resuelve el destino del profeta y su propio destino. Pudiendo satisfacer sus ansias sensuales con los varones que la asedian —el doncel sirio, un enamorado romántico, o el mismo Tetrarca, un lujurioso materialista—, a todos rechaza, porque su contextura de virgen sádica, como la de aquella muchacha de Villiers-le Bel que la tribádica madama de Furiel, una Gamíani del siglo XVIII, ganó para la “Secta Anandrina"[3], si aún se rebela al acto de la cópula, que desea y teme a la vez, en cambio la mueve desorbitadamente al placer solitario, recreándose con imaginaciones perversas.

¿Quién ha penetrado en el pensamiento íntimo, celosamente escondido, de la virgen enferma de deseo, cuyos sueños eróticos van más allá de lo normal con enfermiza delectación? ¿Quién sabe de esas cere-braciones mórbidas que azotan los sentidos y que en vez de buscar derivación lógica en el acto fisiológico, se transforman en alteraciones del carácter, en aberraciones de la conciencia, en impulsos de crueldad y de muerte? Sin embargo, con una adivinación genial, el autor de Salomé, queriendo crear un tipo específico de lujuria, nos ha ofrecido uno más novedoso e interesante* el de la virgen sádica; y lo que resulta más extraordinario, un tipo morboso que nos descubre el secreto de su tara. Esa mujer núbil que rehuye el abrazo del varón —y no por pudor, desde luego, pues ni el ambiente, ni las costumbres de la época, ni el ejemplo de su madre, pueden moverla a ser otra cosa de lo que está destinada a ser: una flor lasciva del gineceo— sueña con un beso inaudito, con el beso de unos labios helados por la muerte, frío e inmóvil, que acicatee su médula y le dé, en el goce, como un trasunto de eternidad. Vedla al final de la obra, cuando le entregan la bandeja de placa con la horrible cabeza ensangrentada del Bautista: tal que una fiera encelada a una faunesa delirante, se arroja sobre los tapices, junta sus labios de fiebre a los yertos del profeta, y en un pavoroso e imaginario ayuntamiento, comienza a vibrar, a agitarse, a removerse, bien prietos los muslos que guardan el lirio incontaminado, pero que un pensamiento único, como una brasa de pebetero, enloquece, hasta que sus ojos náufragos denuncian la consumación de lo que no ha sido. Es el espasmo de la andrógina, que una imantación de la luna ha enardecido en frío, salvajemente. Es Diana trasmutándose en Hécate para saber de los goces prohibidos sin marchitar su castidad. "La luna es fría como la nieve y casta como una virgen —dice Salomé, en el drama de Wilde, cuando huyendo del festín sale a la terraza—Es una diosa inmaculada; jamás se ha entregado a los hombres, como otras diosas”. La frase, puesta en labios de la protagonista, no es una simple ocurrencia de retórico; antes, por el contrario, se ve en ella el propósito del autor de dar toda su trascendencia al sentido simbólico que en la antigüedad tenía Selene.

Y si bien se mira, fácilmente se advertirá que la luna juega en la tragedia de Oscar Wilde un rol protagónico: mencionada una y otra vez por el paje —quien advierte que "parece una muerta que surge de la nimba y va en pos de otros muertos”— y por el mismo Tetrarca —que la ve desnuda como "una histérica que va rondando por esos mundos en busca de amantes"—, asume, respecto de Salomé, la significación de un signo cabalístico de virtud extra-terrena. — En efecto; Salomé está borracha de luna. La idea de pedir. la cabeza del profeta en una bandeja de plata, es la resultante de una inlunación sobre su sexo exacerbado. En cierto pasaje del drama, oyendo la disputa de un nazareno y de un saduceo a propósito de los milagros del nuevo Mesías, exclama la real consorte de Herodes: "Esta gente está loca. Han estado demasiado rato contemplando la luna”. Vese aquí cómo el autor concede extraordinaria eficacia al astro de la noche; cómo insinúa su intervención en los destinos humanos, respondiendo así a las creencias astrológicas de la antigüedad. Es harto sabido que la magia y la astrología alcanzaron absoluta preponderancia como ramas de la ciencia de la naturaleza, entre los egipcios, los griegos y los caldeos. Los sacerdotes de Egipto estudiaban la influencia de los astros sobre los destinos humanos. Los pastores de Caldea leían en las constelaciones como en un libro de signos abstrusos. Las mujeres de Tesalia, tales que pitonisas, predecían el porvenir sugestionadas por la luna. El imperio romano de la decadencia y hasta los primeros cristianos dieron fe a estas artes como a la evidencia misma; y por tal modo no nos debe sorprender aquel caso en que fueron actores nada menos que Marco Aurelio y su esposa Faustina. Enamoróse ésta, según se refiere, de la atlética hermosura de un gladiador, y tan honda y avasalladora fue en su pecho esta pasión, que, habiendo perdido por ella la tranquilidad de sus días y sus noches, concluyó acongojada por revelarla a su esposo. Nada pudo la palabra medida del austero filósofo que se celaba bajo la púrpura imperial; y entonces, como supremo recurso, se acudió a la hermenéutica de los caldeos. El consejo de los magos, si bien puede representársenos como mítico por el cariz trágico que asume, no es en realidad otra cosa que un vulgar y despiadado recurso para destruir aquella pasión, pues se reducía sencillamente a mandar descuartizar al gladiador para regar en seguida el cuerpo de Faustina con la sangre de la víctima.

Si la sangre vertida no apagó el fuego de la pasión culpable, es evidente que suprimido el sujeto que la engendrara tenía que concluir, por la imposibilidad de satisfacerla, el capricho de la mujer. Pero, vese en el episodio cuán grande predicamento tenía la hechicería en los pensamientos más elevados del mundo romano y qué poca cosa era una vida humana para los poderosos de la tierra. Buscando el reposo del ánimo, Marco Aurelio, en la vida real, hizo perecer al inocente gladiador; ¿qué mucho que Salomé, en el poema, para aplacar su ansia de amor, exigiera la cabeza del Bautista?

Los grandes artistas no traen a cuento mínimos particulares si no es con una finalidad prevista. Hacer un poco de poesía fácil porque sí, caprichosamente —eso queda para la turbamulta de las mediocridades—, para los menesterosos del ingenio. El verdadero creador no lanza a la vida sino lo que lleva en sí un destino.

Notas:

[1] Perteneciente o relativo a Jerusalén o a los jerosolimitanos

 

[2] Flaubert, Trois contes.

 

[3]  Pidansat de Mairobert, L‘Espíon anglais, "Confession d'une jeune filie.

FUNDACIÓN JUAN MARCH

Los desafíos estéticos y sociales de Oscar Wilde | Fernando Galván

De porte distinguido y estilo refinado, prolífico escritor, ensayista, crítico y dramaturgo de comedias de éxito, Oscar Wilde (1854-1900) conforma la imagen prototípica del dandi inglés. El catedrático Fernando Galván aborda las teorías estéticas del autor irlandés a partir de su biografía –años de formación, viajes a Estados Unidos y Francia, familia...– y el análisis de su obra, con especial atención a los ensayos sobre arte, la novela "El retrato de Dorian Gray" y la epístola que redactó durante la pena de cárcel por su homosexualidad, conocida como "De Profundis".

Primera conferencia del ciclo "Literatura universal, en español: Oscar Wilde" https://www.march.es/conferencias/det...

19 de enero de 2016 Fundación Juan March, Madrid

https://www.march.es/videos/?p0=9963&l=1

Audio completo: https://www.march.es/conferencias/ant...

 

Víctor Pérez Petit

Los modernistas - Tomo II
Biblioteca Artigas

Colección de clásicos uruguayos - Volumen 90
Ministerio de Instrucción Pública
Montevideo 1965

 

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