El teatro de Florencio Sánchez
Víctor Pérez Petit

Se ha dicho frecuentemente, un poco en todos los tonos, pero siempre con la seguridad que se da a lo que no admite discusión, que Florencio Sánchez es el fundador del teatro nacional. Los que así se pronuncian, entienden sin duda rendir el más alto homenaje de admiración al gran dramaturgo; y aun cuando no ignoran, seguramente, que muchos otros ingenios han escrito para el teatro antes que aquél nos diera sus robustas creaciones, no vacilan en borrar así, de una plumada, toda una tradición literaria que, si no ofrece obras de la categoría y originalidad, de Barranca Abajo o La Gringa, por ejemplo, no es tan despreciable o torpe como para anularla por completo y condenarla a despiadado olvido. Si refiriéndonos al género novelístico nos es permitido asegurar que antes de Eduardo Acevedo Díaz no cuenta la historia literaria del Uruguay con autores que realizaran obra perdurable, — porque es evidente que los pocos literatos que abordaron el género lo hicieron sin mayores arrestos, remedando a los malos novelistas extranjeros y dando ejemplo de una ramplonería desesperante, — al hablar de nuestro teatro para sentar igual absoluta en favor de Florencio Sánchez, se comete la más palmaria de las injusticias y se desnaturaliza por completo la verdad. Yo no creo que para celebrar la grandeza de Sánchez sea necesario denigrar a sus predecesores. No me parece digno tampoco cimentar su pedestal sobre una hecatombe de cadáveres. Florencio Sánchez — ya lo veremos luego — es grande de toda grandeza por sí mismo, sin necesidad de rebajar y anular a nadie; es grande y admirable porque escribió una serie de dramas vigorosos, palpítamela de realidad, profundamente sentidos, animados siempre por un pensamiento libre, y no porque los otros no hayan entendido el teatro como él lo entendió.  

 

Y si acaso se pretende significar, al presentárnoslo como el fundador del teatro nacional, que es el primero en el proceso evolutivo de nuestra dramaturgia porque ninguno fue como él tan revolucionario al acomodar sus creaciones a la ideología moderna, a los gustos y preferencias dominantes en su época, no se atiende debidamente a que, con semejante criterio, siempre nos será dado negar a los escritores del pasado para enaltecer a nuestros contemporáneos, y que por tal modo, temprano o más tarde, al alborear otras normas teatrales, arrojaremos también al desván de los trastos viejos toda esa obra de Sánchez que hoy admiramos y aplaudimos. Ya en este primer tercio del siglo XX, el teatro realista, el de tesis, el simbólico y el mismo teatro delicuescente han venido muy a menos; tanto, que forman legión las personas que se muestran indiferentes a todo el repertorio moderno francés, en el que sin embargo, son cumbres los nombres ilustres de Paul Hervieu, Maurice Donnay, Henri Bataille, François de Curel, Porto Riche, y a todo el repertorio italiano en el que descuellan Giuseppe Giacosa, Enrico Butti, Marco Praga, Roberto Braceo, Giovanni Verga, porque, educado su gusto en las nuevas ideas y corrientes literarias, su sensibilidad no responde sino a obras concebidas y trabajadas como las de Pagnol, Gantillon, Pollerin, Lenormand, y aun las de Eugenio 0'Neill, Crommelynck y Rosso di San Secondo. Cada época, cada foco cultural, a las veces también cada minúsculo villorio, tiene su ideología propia, su propia sensibilidad, y no es cosa nueva, sino harta sabida, que los modernos suelen menospreciar a los clásicos y los vivos a los muertos. Así, hoy, con ser tan grandes Shakespeare y Calderón, pongamos por caso, no los toleramos ante la luz de las candilejas y sólo se placen con su lectura los estudiosos y los eruditos: para hacer posible y aceptable la representación de sus mejores obras, fuerza lee es a los empresarios poner el libro en manos de un experto moderno que lo «arregle» (así le dicen a la labor de suprimir monólogos, cortar los parlamentos, dar unidad a los cuadros, remozar el vocabulario, reducir las crudezas, afinar el conjunto... vamos, «desarreglar» la creación original). Y porque nuestras ideas han cambiado y nuestros gustos han padecido un vuelco, hoy, en la escena. Moliere nos hace sonreír, Goldoni se nos antoja ingenuo, Sudermann un pobre burgués, D'Annunzio un preciosista empalagoso, y los mismísimos Sófocles, Eurípides y Aristófanes unos niños de teta, inexperientes y aburridores. ¿No resulta así evidente la temeridad y la zoncera de juzgar las obras y autores del pasado con nuestro criterio actual y diputar como dignos de elogio y consideración únicamente los que nacen a nuestro lado, en nuestros tiempos, bajo la égida de nuestras mismas ideas? ¿No se advierte, ahora, la tremenda injusticia que se comete al anular con una sola palabra iconoclasta a todos los predecesores, — a todos quellos que con su busca, sus tanteos, sus esfuerzos, sus errores y torpezas si a mano viene, sus ingenuidades y tonterías si se quiere, prepararon la eclosión maravillosa de este arte actual, de que tanto nos vanagloriamos?  

 

Las ideas, al igual de los hombrea, no surgen a luz por generación espontánea; cada una es fruto necesario de una idea anterior y promesa segura de la idea futura. En la cadena de la vida, no es dable imaginar un eslabón suelto, que la realidad ostensible y formal de la misma está en que el último es la consecuencia obligada de los anteriores. Si no hubieran nacido antes que nosotros los que nos enseñaron el alfabeto y la gramática no nos sería dado escribir hoy estas enormidades que solemos escribir.

 

La historia del teatro en el Uruguay, antes de la aparición de Florencio Sánchez, no es tan magra o desmedrada como se pretende decir. Cierto que su cuna fue humildísima, y que en esa pobre cuna — como en todas las cunas, por lo demás — se oyeron balbuceos. Pero, en este punto, digámonos también, que no aparecen mejor dotados los infantes de otras literaturas. Nadie nace a la vida hecho hombre barbado y es condición del aprender a caminar dar tropezones y aun el irse de bruces. Si convertimos nuestros ojos a las grandes literaturas de fin del siglo XVIII y comienzos del XIX en Francia y en España, no son por cierto los ingenios que florecieron en la época de Napoleón y durante los reinados de Carlos II y Carlos III, los que pueden humillar a estos buenos antecesores nuestros, sujetos, más que por los hierros del coloniaje, por los de la cultura ultramarina que nos llegaba en lentos bajeles entre un capitán y un misionero y sobradas gentes de rompe y rasga. ¿Qué autores dramáticos privaban en ese entonces en Francia, — en esa misma Francia que lució en el siglo de oro de sus letras ante el asombro del mundo, los genios deslumbradores de Corneille, de Racine, de Molière? Un señor que se llamaba Bouilly, el autor de El Abate de l´Epée; un Pigault - Lebrun, el autor de La huérfana de Bruselas; un Lancival, un Jouy, un Arnault, un Picard, un Etienne, un Ronchón de Chabannes, etc.,—nombres, como veis, poco menos que ignorados de las más minuciosas historias literarias. ¿Qué obras eran las que, entre los años 1773 y 1844, arrebataban al público parisién y se celebraban tales que obras maestras? Los encalambrinados melodramas de Gilberto de Pixérécourt, El perro de Montargis, El Monasterio abandonado o La maldición paterna, Latude, Víctor o el Niño del bosque, Calina o el hijo del misterio (aquélla, con 900 representaciones; esta última, con 1.000). ¿Que artífices españoles, en esos mismos tiempos, reemplazaban a los preclaros de los siglos de oro, a Lope de Vega y Tirso, a Calderón y Moreto? Ni siquiera los que con su talento procuraban salvar la tradición o amoldarse a las corrientes francesas, en aquel siglo de decadencia y miseria literaria, es decir, los Cadahalso, los Jovellanos, los Meléndez Valdés, los Alvarez Cienfuegos, los Ignacio López de Ayala o loa dos Moratín; los autores y las obras que arrebataban al publico español y conquistaban todos los escenarios eran éstos que probablemente ustedes no han oído nombrar nunca o que han olvidado con justísimo acierto: don Mexía de la Cerda, autor de Doña Inés de Castro; don José Cañizares, autor de El anillo de Gijes, obra de magia, llena de trucos y sorpresas; Alté y Gurena, el de El Conde Cominges, enredo de lances amorosos y estocadas; José Concha, el de El honor más combatido o las crueldades de Nerón, cuyo título basta; Comella, Fermín del Rey, Sotomayor, Lacalle, etc., etc. Como se advierte, no eran estos modelos franceses y españolea — ajenos totalmente a la buena literatura, — los más recomendables y adecuados para educar el gusto de los escritores de por acá. ¿Qué podían aprender nuestros buenos criollos de las obras que se representaban en los escenarios de Buenos Aires y Montevideo, tales que Sancho Ortiz de las Roelas, Los comuneros de Castilla, El diablo predicador, El Conde Saldaña o Bernardo del Carpio de Alvaro Cubillo, No hay vida como la honra de Montalbán, o El pastelero de Madrigal de Jerónimo de Cuellar? A zurcir un absurdo argumento, efectista y ramplón, con hiladas de octosílabos ripiosos, nada más. Cierto es que ya, entonces, algunos espíritus despiertos se irritaban contra toda esa dramática ridícula y vulgarota: la repetición de Doña Inés de Castro y la de Sancho Ortiz de las Roelas, provocaba protestas y silbatinas en el patio, obligando a los desastrados cómicos que llevaban a escena tales engendros — incensarios de la tiranía — a terminar el espectáculo recitando una cuarteta de este jaez;

 

De esta historia lamentable

La fábula es terminada;

Pueblos libréis!... de un tirano

Ved la imagen descifrada.

 

Otras veces, periódicos como El Observador Mercantil, que veía la luz en Montevideo allá por el año 1828, (el cual, no obstante su título era el que consagraba más espacio a la poesía y la dramática), se rebelaba indignado contra tales producciones, y haciendo crítica muy bien fundada acerca de aquel disparate intitulado El diablo predicador, que los actores españoles Joaquín Culebras y Juan Diez porfiaban en montar en escena, escribía: «¿por qué los empresarios no arrojan esa obra al fuego y se atreven aun a representarla, insultando la moral, el buen gusto, el decoro y últimamente a la civilización del país?» Pero, estos reclamos y críticas constituían la excepción, y el público en general, y con él, autores y cómicos, seguían embelesados con El diablo predicador, El anillo de Gijes y La Charpa más vengativa y guapo Baltasaret que venían representándose desde su estreno en Montevideo en 1811.

 

Las primeras obras de nuestro teatro fueron loas, monólogos, melodramas hechos al gusto de la época y según los moldes importados de la caduca literatura predominante entonces en la metrópoli. Así aparece, como pieza primigenia en nuestros anales, el intitulado drama en 2 actos y en verso del presbítero Don Juan Francisco Martínez, La lealtad más acendrada y Buenos Aires vengada, cuya representación fue dispuesta por el Cabildo de Montevideo para solemnizar el heroísmo con que combatieron sus habitantes, a órdenes de Liniers, en el rescate de la ciudad hermana, cautiva de los ingleses en 1806. En esta obra, ampulosa, declamatoria, de corte clásico, actúan como personajes una Ninfa representando a Montevideo y otra a la ciudad de Buenos Aires; aparecen otros simbolizando al «ilustre» Cabildo, al Comercio y a los Hacendados; y no faltan, naturalmente, ni el dios Marte, protector de España, y el dios Neptuno, protector de Inglaterra. La escena representa una «vistosa» selva, y en medio de la selva, aunque parezca mentira, se alza un Trono. La obra está escrita en octosílabos, salvo algunos pasajes de aparato en que el numen del poeta echa mano del endecasílabo para sacar al retortero toda la mitología y los héroes griegos y romanos: Júpiter, Juno, Vulcano, Hércules, Aquiles, César, Viriato, Scipión, etc. Y de trecho en trecho, para subrayar la postración de una Ninfa o dar más entono a la heroica voz de la otra, el libreto exige una música lúgubre o una música marcial, manidos efectos que debían serlo de mucha emotividad para el sencillo corazón de nuestros remotos antecesores.

 

A esta obra inicial, de humilde concepción, que quiere ser donosa con su clásica vestimenta, subsigue, en riguroso orden cronológico, Idamia o la reunión inesperada, comedia en 5 actos de Luis Ambrosio Morante, estrenada en Montevideo en 1803. Morante era un viejo actor, peruano de nacionalidad, que anduvo rodando toda su vida por los escenarios de las dos capitales del Plata y que tradujo numerosas obras del repertorio extranjero y nos dio varias otras de su propio peculio. Todas esas obras (las propias, Idamia, El hijo del Sud, Cornelia Bosorquia, y las traducidas, Turcaret, La clemencia de Tito, El comerciante de Smirna de Champfort, El visir y el zapatero de Damasco de Figault - Lebrun), respondían a loe cánones en uso y sólo merecen ser recordadas como documentos ilustrativos.

 

Después de Morante, hay que mencionar a Bartolomé Hidalgo, nuestro primer poeta criollo, — el ingenio que tuvo el valor de mezclar a la austera prosa española los vocablos y locuciones agrestes del terruño nativo. Es autor de un «Unipersonal» o monólogo intitulado Sentimientos de un patriota, con que, allá por el ano 1816, se traduce el espíritu de independencia y el repudio de la dominación colonial.

 

Hacia el año 1828, se representa un sainete criollo con el título de El brasilero fanfarrón y la batalla de Ituzaingó, cuyo autor, con muy buen acuerdo — pues la obreja es detestable y no cifra su empeño sino en hacer burla de loa soldados que se habían adueñado de nuestro territorio — se oculta en el anonimato, firmando su obra como de «Un autor uruguayo». Tras este engendro, aparece Fillán de Manuel Araucho, monologo que los curiosos pueden hallar en el volumen de poesías Un paso en el Pindó. Luego, nos encontramos con la tragedia Argia, del argentino Juan Cruz Varela, inspirada en la Antígona de Alfieri, que, aunque datada en 1824, sólo se dio a conocer a nuestro público en el mes de enero del año 1831 por la celebrada actriz Matilde Diez. Al año siguiente, Joaquín Culebras, incorporado a nuestro medio y respondiendo al espíritu de la nueva nacionalidad, nos ofrece su loa intitulada La contienda de los Dioses por el Estado Oriental, que aparece publicada anónimamente por la imprenta de la Caridad, y en la que, siguiendo los moldes clásicos, dialogan Jove, Marle, Astrea, la Paz, la Fortuna. Sigue a esta loa, en 1835, lo obra en 3 actos y en verso de Carlos G. Villademoros, denominada Los Treinta y Tres, de asunto patriótico, en la que intervienen personajes históricos, Juan Antonio Lavalleja, Manuel Oribe, Pablo Zufriateguy, Trápani, Laguna, etc., — obra de escasísimo interés, pues que todo en ella se reduce a breves incidencias comentadas en largas tiradas de versos endecasílabos, como ser el encuentro de Gómez, que va perseguido por una guerrilla brasileña, con Lavalleja; el desembarco de los cruzados en la playa de la Agraciada, donde prestan su célebre juramento; y unos tiros en el último acto, con los que el espectador se entera que las fuerzas de Laguna han fraternizado con los libertadores. También el vate argentino José Mármol, refugiado en Montevideo allá por el año 1842, durante la tiranía de Rosas, estrenó aquí su drama en 5 actos y en verso El Poeta, con éxito un tanto precario: es obra de escaso interés teatral y sobradamente prosaica. Y con la obra de un autor que se cela tras el pseudónimo de «Un joven oriental», intitulada La victoria de Cagancha, representada en 1843 (en cuyo espectáculo, según nos refiero el periódico de la época El Constitucional, le fue ofrecido un ramo de flores a la esposa del Presidente de la República, doña Bernardina Fragoso de Rivera, en medio de grandes ovaciones), puede cerrarse esta primera etapa de nuestro teatro, que, como se advierte, no tiene mayor relieve y significación.

Abre la segunda etapa — en que a mi juicio ha de ser subdividida la historia de nuestro teatro, si atendemos a los nuevos rumbos que le imprimen el sentimiento de la nacionalidad y las pasiones políticas, — El Charrúa, drama en 5 actos y en verso del coronel don Pedro P. Bermúdez. Es una obra de aliento, muy fácilmente versificada, un tanto difusa en su arquitectura, poemática o romántica, de acuerdo a las nuevas corrientes literarias que ya en aquella fecha nos llegaban de Francia. Intervienen en el drama Juan Ortiz de Zarate, el capitán Carvallo, los caciques charrúas Zapicán, Abayubá, Urambiá, Magaluna, y la joven india Lirompeya, por cuyo amor suspiran el capitán español y el indio Abayubá. Pero esta obra, llena de buenas intenciones, vale más por su versificación que por su dramaticidad, bastante lenta. Sigue a Bermúdez, don Francisco Xavier de Acha, autor de un juguete cómico, Bromas caseras y de los dramas Una víctima de Rosas, La fusión (escrita para celebrar la paz del año 1851) y Como empieza acaba, estrenada en el Teatro de San Felipe en 1877. Esta última obra, de un romanticismo rabioso, de una trama verdaderamente novelesca, gustó sobremanera en su época; pero fuerza es decirnos que aquélla era la época en que privaba la cursilería de Camprodón. El poeta Heraclio C. Fajardo, compone La Indígena, melodrama tomado de la Atala de Chateaubriand; y en 1856, escribe su drama Camila O'Gorman, dividido en 6 cuadros, explotando el célebre episodio de la época de Rosas. Obra de un exacerbado romanticismo también, encierra incidencias dramáticas como no podían menos de serlo dado el asunto. No falta el héroe simpático, que lo es Lázaro, ni el traidor de miradas oblicuas e intenciones perversas, llamado Ganón: lo que falta, tal vez, es un poco de verdad histórica, ya que parece cosa averiguada que Manuelita, la hija del tirano argentino, no intercedió para evitar que Camila y el sacerdote apóstata fueran fusilados. Subsiguen otros autores y otras obras ignorados u olvidados por los que escriben historias literarias y fabrican antologías entre nosotros, por ejemplo: Manuel Méndez Injundia, que compuso una pieza dramática en un acto en 1852, intitulada Tras os Montes: Alejandro Magariños Cervantes, más conocido como poeta y novelista, que hizo representar en el Teatro Principal de la Victoria, de Buenos Aires, el 3 de octubre de 1856, su drama en 5 actos y en verso Amor y Patria; M. R. Tristany, autor del drama histórico en 4 actos Un corazón español, estrenado en el Teatro Solís el 26 de octubre de 1858; José A. Tavolara, que escribió la comedia en 3 actos Cosas de todos los días, llevada a la escena en el Solís también, el 30 de setiembre de 1858; Antonio Díaz (hijo), que hizo representar El capitán Albornoz, 3 actos, en el Teatro de San Felipe y Santiago el 8 de noviembre de 1860; y Julio C. Buero, que en el año 1864 nos dio un acto en verso rotulado El que no está hecho a bragas. No es posible dejar de mencionar aquí al doctor don José Pedro Ramírez, ilustre jurisconsulto y político de nota, que en sus años mozos, allá por 1859, escribió una obra en 3 actos Espinas de la orfandad; y a Fermín Ferreira y Artigas, poeta y bohemio empedernido, que estrenó en 1860 en el Teatro Solís una pieza en un acto denominada Donde las dan, las toman. También el doctor don José Cándido Bustamante, otro varón consular como el doctor Ramírez, tuvo en su juventud amenos tratos con las musas: compuso el juguete cómico en un acto y en verso Un celoso como hay muchos; y reincidió luego entrenando en el Teatro de San Felipe, en el año 1876, un drama en 4 actos y en prosa, titulado La mujer abandonada. Todas estas obras aparecen llenas de defectos técnicos, reveladores de inexperiencia; pero se recomiendan por su buena escritura. Es también en esa época que aparece Eduardo Guillermo Gordon, un verdadero enamorado del teatro, al que consagró varios años de su vida. Entre sus numerosas producciones, pueden mencionarse: Desengaños de la vida, 3 actos; Amor, Esperanza y Fe, 3 actos; Deudas sagradas, 3 actos; La Patria, 1 acto; La fe del alma, 3 actos, su mejor éxito, estrenada en el San Felipe en 1866, y El lujo de la miseria, 3 actos, estrenada en el mismo teatro diez años más tarde, es decir, en 1876. Posteriormente a Gordon, surge como dramaturgo Washington P. Bermúdez, con su obra Artigas, que muchos años después de escrita, en el de 1898, los Podestá estrenaron en Montevideo. Es una obra criolla, en 4 actos, cada uno de ellos dividido en cuadros, escrita en versos sonoros y fluidos, bien desarrollada, en la que ciertas dicciones criollas encajan con verdadera fortuna en la elocución netamente española. En una historia seria de nuestra literatura, esta obra del inspirado poeta del Anatema ha de figurar dignamente. Omitirla u olvidarla, importa la más odiosa de las injusticias. Y aquí cerraremos la segunda etapa de nuestra dramaturgia recordando los nombres de cuatro triunfadores, que, aun cuando a la fecha se nos antojen anticuados, acusan en su producción valores que no es permitido desconocer. Son ellos, Estanislao Pérez Nieto, el autor de Apariencias y realidades, 3 actos en verso, estrenados en el Teatro Cibils en 1877; Rafael Fragueiro, el admirable e injustamente olvidado poeta heiniano de Recuerdos Viejos, que siendo un niño aun escribió su tragedia Lucrecia Romana; Ricardo Passano, actor y poeta, de cuya abundante producción señalamos como su más sonado triunfo La serenata de Schubert; y Orosmán Moratorio, padre, que consagró las mejores horas de su existencia al teatro, legándonos abultado repertorio, del cual entresacamos los siguientes títulos: Cora, En el año 2.000, La carraspera y la tos, María, Cadenas rotas, El baile de ña Toribia, Un trozo de Aída, Culpa y Castigo, Juan Soldao, La flor del pago, Por la Patria, Pollera y chiripá.

Ya en este punto, comienza la tercera etapa en que considero debe ser dividida la historia de nuestro teatro; y ya aquí también se descubre de modo indudable la temeraria injusticia de los que pretenden anular la labor fecunda y hermosa de los dramaturgos nacionales que precedieron a Florencio Sánchez. Basta mencionar los nombres esclarecidos de Alfredo Duhau, Andrés A. Demarchi, Mateo Magariños Solsona, Nicolás Granada y Samuel Blixen para destruir la afirmación que acusamos al comenzar este rápido bosquejo. Obras de tan fina estructura como Un duelo v Honorio Blanchard, de Alfredo Duhau; obras de la enjundia y dramaticidad de Quien planta en tierra ajena, de Magariños Solsona; obras de la significación delicado esteticismo de El enemigo y Dea Morfina, de Andrés A. Demarchi; obras de la modernidad y elegante estructura de Un cuento del tío Marcelo, Frente a la muerte, Otoño, Invierno y Ajena, de Samuel Blixen; obras, en fin, de aguda observación, perfecta naturalidad y fino gracejo como La Estatua, Al campo, Las flores del muerto, La gaviota y El trofeo, de Nicolás Granada, son suficientes por si mismas a evidenciar que el teatro nacional era una realidad que existía antes del día 13 de agosto de 1903, fecha en que el gran Florencio estrenó su primer obra M'hijo el Dotor.

Y habría aún que recordar, para ser estrictamente exactos, que antes de la aparición de Sánchez, se cumplió en nuestras letras una cuarta etapa con los denominados «dramas criollos», en los que se ilustraron los nombres de Elías Regules, Orosmán Moratorio, Francisco Pisano, Benjamín Fernández y Medina, Abdón Aróstegui, Enrique De María, Javier de Viana, el Viejo Pancho, Eduardo Fació Hébequer, etc. Y habría que agregar — puesto que con la denominación de «teatro nacional» se abarca no sólo al teatro uruguayo, sino también al argentino, — habría que agregar, repito, que allende el Plata, allá en Buenos Aires, antes que Florencio Sánchez, escribieron entre muchos otros, David Peña, Martín Coronado, Martiniano Leguizamón, Roberto Payró, José León Pagano, Gregorio de Laferrére, Enrique García Velloso, etc., etc. Obras de la categoría y teatralidad de Canción trágica, Sobre las ruinas, Calandria, La piedra del escándalo, Jesús Nazareno, Caín, Jettatore, Almas que luchan, Nirvana, etc., certifican que el teatro argentino tenía ya, antes de 1903, sólida y perfecta cimentación.

Ahora, si se quiere decir que nuestro gran Florencio culminó la obra de sus predecesores y llevó la escena nacional a un extremo de realización artística, entre nosotros no alcanzado todavía hasta que él nos ofreció sus cuatro grandes obras maestras La Gringa, Barranca abajo, En familia y Los muertos, dígase así, en buena hora, y se dirá una verdad incontrovertible. Por el rápido bosquejo que acabo de hacer del desarrollo de nuestro teatro, se habrá visto que nuestros escritores rindieron tributo, primero, a los modelos clásicos importados por los conquistadores; luego, a la influencia melodramática de los franceses; más tarde al lirismo poético que propiciaba el sentimiento de la independencia recientemente conquistada; por último, a las corrientes indomeñables del romanticismo que, desde 1830 en adelante, rigieron las letras, transformaron las costumbres y los hombres y hasta el curso de las mismas ideas. Para escribir sus dramas y comedias, nuestros literatos no observaban la vida ni atendían a la realidad; respondiendo a su disciplina puramente libresca, trataban los asuntos recogidos de los patrones europeos o los ideaban según los cánones preestablecidos. Cuidaban con particular delectación del verso, pues que eran, antes que nada, poetas, sacrificando a su sonoridad y a sus metáforas el interés del argumento, la lógica escénica, y, lo que más importa, la acción dramática, elemento básico, sin el cual no existe teatro. Y sí, por raro caso, convertían sus ojos alrededor para recoger de la realidad circundante un tipo o un suceso, de seguida, con su falsa concepción del arte, influenciados por el escritor extranjero preferido — éste, por Víctor Hugo; el otro, por Alfieri; algunos, por Sardou o Dumas; los más avanzados, por Ibsen, Sudermann o Braceo, — transformaban la comedia de costumbres o el drama de caracteres en una pieza literaria, sin emoción, sin vida, sin efectiva teatralidad. Pues bien; Florencio Sánchez, muchacho de pocas lecturas, de paupérrimo bagaje literario, pero rudamente aleccionado por la vida, muy observador y bien apegado al medio en que adiestró su corazón y su inteligencia, llega a su hora para romper con todos aquellos viejos moldes y decir lo que le brota espontáneamente del alma. No repite a nadie; no sigue éste o aquel modelo; no ha aprendido la técnica teatral; no procura hacer literatura, ni siquiera se inquieta de escribir correctamente: animado por su fuego interior, respondiendo a muy íntimas convicciones, sincero y llano, vidente y genial, nos da, nos ofrece con la dadivosidad de un potentado y la ingenuidad de un niño, los frutos maduros de su observación, la verdad que ha incubado su espíritu, el ensueño que ha germinado en su pensamiento. Es el dramaturgo nato.

Yo creo que nadie hablará mejor de Florencio Sánchez que su propia obra. Ni el más sesudo crítico ni el más acendrado admirador nos pintarán las cardinales de su espíritu como nos las revelan sus mismas creaciones. Toda esa obra varonil y hermosa, encumbrada y bravía, honestamente pensada, sentida soberbiamente; toda esa obra que vibra tal que un corazón, cruzada de sollozos, entenebrecida de miserias, vibrante de protestas y rebeldías, nos dice lo que era su autor, las directrices de su pensamiento, el ideal que albergó su conciencia, sus amores, sus gustos, sus repugnancias, sus odios. Sí, sus odios también; porque, no obstante la bondad de su carácter, Sánchez odió con toda la fuerza de su alma los prejuicios sociales, la ley atrabiliaria, la moral acomodaticia. En cambio, amó con transportes de soñador al hombre libre, sano y fuerte; amó a los humildes, a los miserables, a los desheredados, porque, en el fondo, se sintió su hermano y supo hacer suyos su pequeñez y su dolor. Nacido de una humilde familia criolla; criado en un medio de estrecheces pecuniarias; teniendo ante los ojos constantemente, en sus correrías por el mundo, el espectáculo de las luchas, fracasos y torpezas de esas obscuras larvas que se ajetrean en el suburbio ciudadano, experimentó desde muy joven el sentimiento de su solidaridad con ellas. No ambicionó nunca mezclarse al mundo dorado. No sintió el atractivo de las comodidades y el lujo. Desgarbado, inelegante, todo en ángulos, roqueño, vestía como cualquier trabajador en traje dominguero. Sus revueltas crenchas de indio, sus pantalones rodilludos y deshilachados, hasta el hábito aquel que poseía de guardar el pañuelo en el puño de la camisa, revelaban su esquivez hacia las modas de salón y su repudio de los maniquíes elegantes. Frecuentaba los bars, tugurios y fondas de los barrios marineros; reía con los «canillitas» vendedores de periódicos y se abrazaba con los cocheros de plaza; no tenía a menos alternar con picaros, truhanes, mendigos y hasta con rateros. Era tal que un Gorki criollo. Y, como Gorki también (el Gorki revolucionario que admiramos, durante nuestros años mozos, en sus primeros libros), proclama las ideas ácratas que ha cosechado frecuentando los autores puestos en auge por la «Biblioteca Sempere»: Kropotkine, Prudhon, Grave, Bakounine, Reclus, etc. Estas preferencias espirituales, que responden racialmente al imperativo de su propia naturaleza y a las solicitaciones del medio en que se crió, le conducen como de la mano a tratar en sus obras, de preferencia y con particular deleite, asuntos en los que están mezclados las pobres gentes, los derrotados de la vida. El maloliente tugurio, el sórdido cafetín, el conventillo cosmopolita, el cubil de la meretriz, todos los sitios que apestan a dolor y miseria, manchados por la humedad, sin sol, sin aire, sin el encanto de la gracia o el aroma de la pulcritud, tienen en nuestro dramaturgo bohemio el pintor más prolijo y justo, más premioso y enamorado. Todos los tipos del hampa, con sus lacras y sus vicios; todas las humildes gentes, con su pobreza y desesperanza, confundidos en los turbios círculos dantescos de la vida cruel, encuentran en Florencio Sánchez un observador concienzudo que sabe poner encima de sus harapos una sonrisa de piedad y sobre sus llagas purulentas el bálsamo de su amor. Por eso, le veremos tratar con un sentimiento profundo de comprensión a Lisandro, el borracho envilecido de Los Muertos; a Jorge, el triste padre de En familia, derrotado por el juego, haragán, sin conciencia, abúlico, que llega hasta a robar a su propio hijo; a la pobre costurerita de La pobre gente que agota su salud junto a la máquina de coser bajo la luz de una lámpara de kerosén; al desamparado Canillita, el pobre niño que rueda solo por las calles y los antros sombríos con la luz azul del diamante de su alma; a la opaca mujerzuela de La Tigra hundida en su ciénaga, sobre la cual titila el sentimiento de la maternidad como un lejano perfume desconocido; — y por eso, en contraposición, le vemos decaer en su pintura y mostrársenos menos humano, cuando aborda medios sociales más elevados y pretende burilar tipos cultos y refinados; el Ernesto de El Pasado, mocito culto cuyo noviazgo se rompe por una pretérita historia de amor de su madre con el señor Arce, padre de la novia; el señor Díaz, de Nuestros hijos, teórico de la máxima «la maternidad nunca es un delito»; el Roberto de Los derechos de la salud, predicador laico de ideas avancistas a quien la felicidad, las comodidades y una complexión robusta convierten en un egoísta dorado, etc., etc.

Entre tanto, Florencio Sánchez que había actuado, siendo casi un niño, en la revolución de 1897 como soldado del partido «blanco», al que perteneciera más que por convicción por tradiciones de familia, ve culminar aquella su gesta romántica con un terrible desengaño: sus jefes, los prohombres en los que había encarnado toda su ideología de adolescente, suscriben la paz, pactando con el adversario. Entonces, irritado, lleno de dolor, mordido por el más cruel de los desengaños, clama contra el caudillaje cerril, reniega de la política casera que sólo mira al medro personal y convierte sus ojos y su voluntad al anarquismo científico, que no busca los bienes materiales, sino que se nutre de ideas. Justamente, por aquellos mismos años, se había fundado en Montevideo el denominado «Centro Internacional de Estudios Sociales», en el que llevaban la batuta algunas agitadores españoles e italianos expulsados de Buenos Aires. Las ideas libertarias predicadas por los oradores y folletos del «Centro» (que entonces parecían extraordinarias en nuestro pacato ambiente aldeano), hallaron fácil arraigo en la contextura temperamental de nuestro dramaturgo, y fácil cosa es descubrirlas en las obras en que un prurito de tesis fluye de toda la acción del drama, como, por ejemplo, en M'hijo el Dotar, Nuestros hijos, Los derechos de la salud.

Sánchez fue un apóstol y un rebelde. Un apóstol para los míseros, a los que pintó en cuadros de un realismo perfecto poniendo al desnudo las llagas y pústulas que los corroen, — no para envilecerlos, naturalmente, sino para despertar nuestra conciencia, para hacernos aquilatar las tremendas injusticias de la vida, los enormes errores de la ley, que una sociedad más buena y más humana debe corregir. Y fue un rebelde, porque ante los defensores de esas mismas injusticias de la ley y de la vida, supo siempre encontrar en lo más recóndito de su ser, la palabra justa que condena y que redime. Atendiendo a esta génesis creacionista, los dramas de Sánchez pueden ser clasificados en dos categorías bien delimitadas: los del apóstol y los del rebelde; los dramas «costumbristas» y los dramas de «tesis». Entre los primeros, están La Gringa, Barranca Abajo, En familia, Los Muertos, El Pasado, Moneda falsa; entre los segundos, están Nuestros hijos, Los derechos de la salud y un poco también su obra primigenia M'hijo el Dotor.

Todos estos dramas son valientes de pensamiento y ricos en documentación; todos por su naturalidad, recia arquitectura y emotividad, descubren la garra del artífice que los ha compuesto; todos, en su hora, levantaron en peso la platea de los teatros en que fueron estrenados; — pero si a mí se me exigiera, entre todos ellos, un juicio de preferencias, no vacilaría un momento en escoger La Gringa, — inmediatamente después Barranca abajo; y en seguida, pocos tramos más lejos, no muchos por cierto, En familia y Los Muertos.

Los dramas costumbristas de Sánchez son rotundos y definitivos. Son trozos de vida palpitantes transportados a la escena. Son cuadros de color, perfectos. Todos aúllan un grito humano, doloroso y acongojante, que nos traspasa el corazón. Tienen, fundamentalmente, los dos resortes básicos de la dramaturgia: interés y pasión. Actos breves, crudos, tajantes, casi esquemáticos: no contienen sino lo esencial. Parecen esos croquis o manchas de color con que el pintor sorprende la realidad en sus paseos y excursiones y en los que pone, a veces, más que en sus telas definitivas y bien trabajadas, el alma de un paisaje acordada a su propia alma. Aquel gran intuitivo, que no frecuentó más que la escuela primaria, que se ensayó en el arte de escribir zurciendo crónicas policiales en «La Razón», cuando dirigía este periódico montevideano el doctor Carlos María Ramírez, que no atesoraba mayor acopio de lecturas que las que podían ofrecerle un libro prestado o una revista cogida en la redacción, sabía más, pero muchísimo más, que muchos críticos y literatos atiborrados de reglas retoricas. Poseía el «Don» del teatro. Así como otros, ante un espectáculo de la naturaleza sienten su poesía y se manifiestan como poetas, traduciéndolo en imágenes y acordados ritmos; así como otros también ante un suceso de la vida real ven su fábula y enredo y lo encauzan, mediante descripciones, dialogados y comentarios, en las páginas de una novela, así a su turno, Florencio Sánchez, dramaturgo nato, veía esos mismos espectáculos y cuadros escénicamente, — quiere decirse, en movimiento, sonoros de palabras, erizados de gestos, animados, encendidos, vivos.

En su cerebración, no existía nada de pictórico, nada de descriptivo: transportaba el cuadro al teatro desprovisto de los elementos narrativos propios de la novela, y de todos los elementos líricos, propios de la poesía. Del asunto, — argumento o trabazón de sucesos, — recogía únicamente lo que era acción, acción premiosa, movimentada, conducente al fin perseguido y no a otra cosa; y de lo que era adorno, palabrerío, tomaba lo esencial y característico, nada más. Sabía lo que interesa al espectador y lo que le fatiga o aburre; lo que es dialogado necesario e ineludible y lo que es inútil literatura. Conocía los caminos por los que se llega al corazón del público y los que nos le apartan por no responder a la ley sociológica de la simpatía de que nos habla Guyau. Y sabía, sobre todo, hacer hablar a sus personajes: colocaba en sus bocas la frase habitual, las palabras apropiadas a su condición, los giros típicos de la gramática del pueblo, — que si no son culteranos, pintan y definen ideas y sentimientos con una justeza y colorido sorprendentes. Y, con todo esto, jamás fue chocarrero ni vulgarote; nunca descendió al compadrazgo, a pesar de haber retratado con tanta exactitud los tipos del suburbio. «Sánchez no tiene estilo» — escribió uno de sus detractores. Yo creo, por lo contrario, que Sánchez es el más personal de nuestros dramaturgos; el que puede vanagloriarse de poseer un estilo propio. Una página suya es inconfundible. Tiene el estilo apropiado a los seres y cuadros que nos presenta, tamizado de modo imperceptible por su talento o su instintivo buen gusto. En ese lenguaje de las obras de Sánchez está el padrón del lenguaje de teatro, vale decir, se establece la armonía perfecta entre el común decir de la conversación diaria y la parte de literatura que consiente dicho género literario. Los que no poseen la justa medida, incurren en el insoportable «lunfardismo» de los sainetes maleantes o en la cursilería rebuscada de las pseudo-comedias de salón.

Por esto mismo que digo, considero que valen más las obras costumbristas de Sánchez que las dos últimas de tesis que escribió. En estas últimas se descubre el deliberado propósito de acomodar los acontecimientos del entramado dramático a la idea que se procura demostrar; y se ve también el esfuerzo del dialogado, que suena a peroración universitaria, que se exorna con una retórica frondosa e irreal. Son dramas bien construidos, interesantes, emotivos, no cabe duda, — porque Sánchez, seguro de sí mismo y de su arte, a todo asunto que tocaba lo encendía con el soplo de su pasión; — pero, ni las agrias rebeldías de Mecha y de su padre en Nuestros hijos, ni las dolientes protestas de Luisa y los largos discursos de Roberto en Los derechos de la salud, nos conmueven más ni nos llegan tan hondo, como el mudo dolor del viejo Zoilo ante el derrumbe de su hogar, en Barranca Abajo, o como esa lucha silenciosa, pero no menos tenaz y formidable — lucha verdaderamente épica — entre la rutina y el progreso, entre el criollo irreductible y el inmigrante trabajador, que constituye el estupendo símbolo de La Gringa.

Es que Sánchez, por su mismo temperamento, era lo que en aquella época de la eclosión de su obra se denominaba un «naturalista». Agudo observador, antes que imaginativo, no era muy ducho en inventar una fábula para asunto de su drama; prefería cogerla y copiarla del natural. Hurgaba mejor en la psiquis de un tipo social que no en la entraña de los problemas morales que les hacía sustentar. Cada vez que intentó la suerte, vio malogrado su empeño, porque no le asistían las virtudes generatrices y comunicativas de un Ibsen, por ejemplo, para construir una moral e imponerla, ni la dialéctica un si es no es sofística, pero bien equilibrada, de un Dumas hijo, para encarnar en un personaje una tesis. Cualquiera puede advertir de seguida la inferioridad de Mercedes Díaz — la heroína de Nuestros hijos — ante la enorme figura de Nora — la protagonista de Casa de muñeca. Cualquiera también, sin ser un experto crítico, descubre que el doctorcito insuflado de Universidad, aquel pobre Julio que se alza contra su padre el viejo gaucho Olegario y seduce a la inocente Jesusa en M'hijo el dotor, proclamando su superioridad y desentendiéndose de sus deberes — sin hacerse cargo que el hombre verdaderamente superior, para serlo, no necesita empequeñecer y humillar a los demás, — es una figura un tanto hueca y descolorida ante la vigorosa contextura (no muy convincente en su ideología, por lo demás), del Claudio Ruper de La femme de Claude, — o aun, ante el protagonista de Le père Lebonnard, con quien más fácilmente puede ser comparado, puesto que es en este drama de Jean Aicard que se inspiró, evidentemente, Florencio Sánchez para componer su obra Nuestros hijos, sustentando la tesis contraria a la planteada en aquel drama del celebrado autor de Roí de Camargue. Sánchez, en efecto, no poseía las facultades de invención novelística de los románticos, ni era muy experto tampoco en esas experiencias psíquicas tan caras a Paul Bourget y sus secuaces, que descubren la razón eficiente de un carácter, de un hábito, de una pasión. En cambio, era un verdadero observador, un enamorado de la realidad, un apóstol de la justicia. Con la fidelidad de la lente de la cámara fotográfica, recogía los rasgos que dan personalidad y relieve a un sujeto; todos los detalles que caracterizan y pintan un cuadro o una escena. Guiado, entonces, así, por su observación y por su hondo respeto de la verdad, fue insensiblemente hacia el naturalismo literario, en auge por la prédica y el ejemplo de Emilio Zola, y dio suelta a todas las concepciones de su mente. Sus dramas campesinos (M'hijo el dotor, La Gringa, Barranca abajo), sus dramas ciudadanos (Los Muertos, En familia, Marta Gruñí, Moneda falsa), sus obras más ligeras, sainetes, comedias y zarzuelas (Canillita, El Conventillo, Mano santa, La pobre gente, La Tigra, Los Curdas), evidencian con su fidelísima pintura de ambiente y su exacta reproducción de los tipos, aquellas cualidades del espíritu de nuestro dramaturgo. En vez, El pasado, Nuestros hijos, Los derechos de la salud, procurando reproducir figuras y ambientes sociales que el autor no había frecuentado y que sólo conocía al través de vagas lecturas e impresiones de segunda mano, no viven ni alientan sino por la luz, bastante convencional, de la tesis que se trata de sustentar o defender.

Y al lado de esas características, y acaso como su derivación lógica o su consecuencia obligada, cabe señalar la nota pesimista, — verdadero «Deus ex-machina» del teatro de Sánchez. El misterioso «ananké» que se cierne sobre la vida del pobre viejo Zoilo, gravita sobre Lisandro, sobre Cantalicio, sobre todos los seres de El Pasado (Rosario, la madre culpable y dolorida, Ernesto, la víctima de los prejuicios, José Antonio, el repudiado por haberse casado con una criada); pesa ¡sobre todas las criaturas de En familia (Jorge, el padre vicioso y sin conciencia, Eduardo, el hijo haragán, Tomasito, el muchacho ratero, Laura y Emilia, las cabecitas huecas). Y más que pesar, gravita sobre el pobre señor Díaz, que lleva clavada en el alma la infidelidad de su esposa, y sobre la triste Luisa, minada por la tisis, que ha de soportar en su postrer instante el cruelísimo espectáculo del triunfo de la salud y del amor al sorprender, a las primeras luces del día, reposando juntos, a Roberto y a Renata, su esposo y su hermana. Toda la tristeza y amargura de la vida están omnipresentes en el teatro de Sánchez. Las palabras terribles del Eclesiastés, aquella sombría enseñanza filosófica que deriva del versículo: «Vanitas vanitatum et omnia vanitas», rodando los siglos, pasó al través del espíritu atormentado de Leopardi, se hizo carne de doctrina en los libros de Schopenhauer, llegó al alma contemporánea para iluminar con espectrales blandones toda la literatura romántica, dándonos el mal de Werther, la tristeza de Lara, la desesperanza de Rolla, el desencanto afligente de Rene. Y cuando, a su turno, el naturalismo literario se impuso a las letras, aquel inmenso clamor de desesperanza que había venido cruzando las edades para proclamar la miseria de la vida y la suprema vanidad de las cosas, encontró acordes más profundos y exactos, en los cuadros miserandos de la realidad que nos ponían ante los ojos Dostoyevski y Gorki; en las vidas lamentables de esos seres maculados por el alcohol, por el hambre, por la enfermedad, la prostitución o la miseria, — tales que el Coupeau de L´Assommoir, la Germinie Lacerteux de los Goncourt, el turbio y derrotado Don Pier Caruso de Roberto Bracco, aquella conmovedora Boule-de-Suif de Maupassant, el Osvaldo de Los Aparecidos, el incestuoso y bárbaro Nikita del lúgubre drama de Tolstoi La potencia de las tinieblas, el desdichado Juan José de Joaquín Dicenta, la corrompida Pina de La Lupa de Giovanni Verga, el atormentado Claudio Larcher de Physiologie de Vamour moderne, etc., etc. Toda esta cohorte de piltrafas humanas entenebrecidos con tintas rembranescas, llegaron, por las artes de la observación y el análisis empleados por novelistas y dramaturgos de la escuela naturalista, a descubrirnos las horrendas llagas de la crápula, la incurable miseria de los derrotados de la existencia; y fue entonces, como nunca, el imperio del pesimismo en la literatura, el triunfo de la famosa máxima nacida un día, hace siglos, a orillas del Ganges: «El mal, es la vida.»

Florencio Sánchez, hombre de su tiempo al cabo, rindió también parias a esa filosofía desesperanzada. Todo su teatro es un teatro sombrío, doloroso, amargo; un teatro cruzado de rayos vengadores; un teatro que nos representa el duelo trágico de la mísera larva humana con el formidable e invencible destino. Si alguna figura, dulce y apacible, cruza el fangal de la lidia incruenta, de inmediato asume la etérea representación de un fantasma entre el turbión de seres adoloridos y sangrantes: así la amorosa madre de M'hijo el Dolor, el soñador Quijote de En familia, la sacrificada Luisa de Los derechos de la salud.

Pero éstas son las excepciones. Lo común, lo general es lo otro. Puesto a reproducir la vida, Sánchez penetra en su sentido y se desentiende de toda la parte de felicidad que entraña. Esa en su obra, es cruel y lamentable. Todas las fuerzas y acechanzas de la naturaleza están contra el hombre: el hambre, el frío, la miseria, las enfermedades, los desengaños, el dolor. Para subsistir, el hombre ha de lidiar su lucha de cada día; para lograr una hora de reposo, ha de penar sobre el surco días enteros. Pero, lo terrible, lo abominable es que el mísero gladiador no ha de enfrentarse tan sólo a los rigores de la naturaleza; la suprema razón de su subsistir radica en su lucha con los otros hombres, sus hermanos. Así transcurren sus años sobre la tierra, flageladas las carnes, entenebrecida la conciencia, muerto el corazón. Cuando al cabo arriba a la meta, se sienta al borde del camino: se cree triunfador, y está vencido. Una pálida mujer de ojos hueros y manto de noche, que ha estado aguardándole, impasible y muda, en aquella prevista encrucijada, coloca su mano de piedra sobre su hombro. Y el hombre, que creyó haber alcanzado la meta del camino, sólo es ya un montón de polvo más en medio del camino. Luchas, ensueños, conquistas, rivalidades, gloria, fortuna, todo ha sido una abominable mentira: la única verdad es ese supremo dolor de la desaparición total, que trunca el espectáculo feérico de la luz y sepulta un alma en el abismo de la tiniebla eterna. Y esa es la filosofía que trasciende de ese teatro acongojante. Dijérase que el dramaturgo no pone en marcha la columna de sus ideas sino ante los espectros del Dolor o de la Injusticia social. Barranca abajo nos denuncia que se destruye más fácilmente el hogar de un hombre que el nido de un pájaro cuando la familia se disgrega respondiendo a venales o torpes miserias del corazón. En familia nos presenta el cuadro de otro hogar deshecho por los vicios y torpezas de sus miembros. Los Muertos nos coloca ante los ojos el lamentable espectáculo de la degradación de un ser humano por el alcohol. Nuestros hijos constituye una airada protesta contra la moral que infama a la mujer que no supo encadenar su instinto. El Pasado es otro alegato contra el prejuicio social que hace responsables a los hijos de las culpas de sus padres. Los derechos de la salud es el triunfo del egoísmo sobre el amor, de la fuerza sobre la debilidad, de la realidad sobre el ensueño. Y todo esto será verdad, así, en la vida; pero ¿es que la vida no tiene también otro sentido que el trágico ni brinda otros frutos que los amargos del dolor? ¿No existe en su ancho campo un glorioso amanecer para las almas exultantes y varoniles? ¿No brinda cármenes floridos como otros tantos reposorios para los que saben de las virtudes del trabajo, de la energía y del ensueño? ¿No guarda una hora triunfal para el que ha sabido cultivar el árbol de la propia personalidad a fin de manifestarse en madura cosecha de opimos frutos? En la vida no existen únicamente seres perversos o egoístas; también los hay buenos y puros. En la vida no existen tan sólo malas mujeres; también las hay honestas y nobles, capaces de un sacrificio y de un renunciamiento. Y en la vida, a veces, florece el rosal de una esperanza, suprema razón de ser de esa pobre hormiguilla que es el hombre en medio de la creación. ¿No fueron soñadores y locos — torres de barro coronadas por la cabellera en llamas de un fanal — Cristóbal Colón y Galileo, Pasteur y Franklin, Giordano Bruno y Servet, Ricardo Wagner y Víctor Hugo? En la vida suele arder la lámpara de una profunda amistad, inextinguible al través de la noche eterna; en la vida puede alzarse el mármol venusto de una novia, que aclara la senda que recorremos; en la vida, para los reconcentrados y meditativos, siempre se halla un libro que nos aísla de la vulgaridad circundante y nos enriquece el espíritu con los tesoros acumulados por los que fueron antes que nosotros sobre la tierra. Y hay, también, en el altar del alma, la imagen santa de una madre, ante la que, si padecemos, nos consolamos; si somos indignos o miserables, nos erguimos purificados; si estamos muertos, volvemos a resucitar a la luz de la conciencia. Y hay, en fin, para los corazones blancos de los creyentes y místicos, la alegría de esperar en Dios.

Pero, no se muda el alma como se muda el traje. Los que nacieron asistidos por el hada buena de la felicidad, llevarán siempre entre los labios el gajo en flor de una sonrisa; los que vinieron al mundo atravesado el pecho por una espina, tendrán constantemente en los ojos la mortecina luz de una luna enferma. Florencio Sánchez, fruto del dolor, crecido entre el dolor, aleccionado por el dolor, nutrió su corazón con la amargura del eléboro. Su pre-conciencia, convencida ab-initio que el dolor priva sobre la felicidad en la vida, no pudo iluminarse con la alegría de una sonrisa: el rictus con que se asomó a los labios tuvo el espasmo de un sollozo. Entonces, en medio de su noche creadora, todo su teatro fue un ululante clamor.

No obstante, en medio de esa profunda tiniebla del dolor humano, brilla un claro y milagroso rayo de sol. Entre esas obras terribles y acusadoras, hay una obra serena, límpida, caldeada de optimismo, nunciatoria de un porvenir mejor, de una conquista nueva: La Gringa.

La Gringa es un oasis espiritual en medio de esa tremenda pampa que nos reproduce la vida del hombre sobre la tierra. En una hora de gracia, en un minuto genial de inspiración, Sánchez ha vislumbrado, en medio de las tinieblas que le cercaban, una ruta de sol, — el verdadero camino de Damasco de los afligidos viandantes. Entonces, con un aletazo formidable de cóndor, escala las alturas inaccesibles, y, desde allí, tal que un profeta o un visionario, dice su palabra reveladora, su gran palabra de redención.

La Gringa es la contienda entre el pasado y el porvenir, entre la rutina y el progreso, o, si se quiere, porque es lo más ostensible en el drama, entre la barbarie y la civilización, — representada aquélla por el viejo Cantalicio, criollo apegado a su terruño, a sus tradiciones, a sus ñoñas ideas; y representada ésta por Nicola, un inmigrante piamontés, rudo y trabajador, que lleva en el pecho la ola de voluntad de los conquistadores y entre sus brazos fuertes el porvenir del mundo. El viejo Cantalicio, bueno, noblote, sencillo, odia con un odio inveterado al «gringo», es decir, al extranjero que ha venido a meterle arado a los campos vírgenes, «tan lindos con su verde gramilla»; a derribar los ombúes, «ese gran árbol tan mansito y tan criollo»; a poblar de haciendas refinadas los potreros y galpones, — en una palabra, a hacerse dueño de una tierra ajena. El italiano Nicola, por su lado, no odia ni tiene malquerencia a nadie: es un pobre hombre, sencillo y rudo también, a quien la necesidad o el ansia de nuevos horizontes han echado de su tierra y que se ha venido solo, solo con sus dos brazos de labrador, a asentar su hogar en esta otra desconocida. Así, mientras el criollo, entregado a sus viejas costumbres, va declinando insensiblemente, su rival crece y crece merced a su actividad y su constancia. El uno toma mate, juega a la taba, se apasiona por las riñas de gallos, defiende su «marca» en las carreras del «pago»; el otro no sabe más que trabajar. Cantalicio, tallado a la antigua, ha tenido abierta de par en par la puerta de su casa, en los buenos días de su prosperidad, al primer recién llegado. Para comer un asado, sacrificaba una vaca; para mantener su ocio y el de los allegados y puesteros que vivían a su alrededor, fue consumiendo su fortuna. Tiene el orgullo de su raza y de su estirpe. Habla lo mismo que un señor feudal: —«Toda esa pampa de aquel lao del pueblo cerca del chañarito — le dice a un paisano — ha sido nuestra, de los González, de los viejos González. Cordobeses del tiempo 'e la independencia, mi amigo!... Y un día un pedazo, otro día otro, se lo han ido agarrando esos «naciones» pa meter el arao... Una pena, amigazo; romper esos campos en que venía así la gramilla, que era un gusto...» — Nicola, entre tanto, no juega ni bebe en el boliche rural, asentado en una revuelta del camino para apeadero de haraganes y viciosos; él sólo sabe trabajar y economizar las monedas conquistadas con su sudor. Su mujer, sus hijas, se levantan a las dos de la madrugada; al salir el sol, toda la peonada está en sus puestos de labor; él está un poco en todos lados, vigila, dirige, arrima el hombro. No conoce los días de fiesta; los domingos, solamente, descansa entre los suyos, hablando naturalmente de sus proyectos y trabajos. Como en sus largos años de continuado esfuerzo ha reunido un buen montón de plata, es ahora acreedor del criollo ocioso y divertido. Cantalicio ha concluido por hipotecar su campo y ya ni siquiera puede abonar los intereses. Un día se llega hasta la chacra de don Nicola para decirle que no le puede pagar.

—Entregúeme el campito y se gana los intereses, — propone don Nicola. — De todos modos si usted no me puede pagar hoy, menos podrá hacerlo mañana cuando aumente su deuda.

—Y si a mí se me antoja no pagarle ni entregarle el campo, ni hoy ni nunca? — replica airado Cantalicio.

—Ah! no! Con la hipoteca non se scherza, caro amico, — arguye bonachonamente el italiano.

—¿Que no? ¡Ya vas a ver! -— contesta el criollo. — Conozco un procurador que te va a meter cada esquerzo!... ¿De modo que no me espera?

—No me conviene.

—¿Ultima palabra? Bueno. Proteste, demande y haga lo que quiera. Yo no pago ni entrego el campo. Está dicho.

Naturalmente, el obcecado Cantalicio pierde el pleito y es obligado a entregar el campo. Después vendrá el lamentarse contra la justicia que protege al extranjero invasor y desampara al hijo del terruño, sin otro título mejor que el de haber nacido en él. La contienda entre la energía de la creación y la abulia del ocioso, entre la virtud del ahorro y el mal del despilfarro y la imprevisión, ha sido fallada. Triunfa el hombre nuevo y se hunde en la sombra el hombre viejo, apegado a su tradición y a sus vicios.

La Gringa, a raíz de su estreno en Buenos Aires, fue combatida un poco acremente por algún espíritu cicatero que no vio en su simbolismo educador sino la parte de crítica acerba que puede mover nuestra sentimentalidad aldeana. Se acusó la obra de antipatriótica; se la denominó antiargentina. Para demostrarlo, se adujo que en ella se rebajaba al criollo, al elemento nativo, para endiosar en cambio al extranjero, al «gringo». No se vio, o no quiso verse, que al lado del viejo Cantalicio (encarnación del gaucho de tiempos pretéritos, de la rutina, de un régimen social agonizante), está su hijo Próspero, hijo del terruño también, tan buen criollo como su padre, (encarnación, a su vez, de los tiempos nuevos, de ese otro tipo étnico creado por nuestra campaña ya civilizada), hombre empeñoso y trabajador, honrado y noble; y que al lado de don Nicola, el inmigrante, italiano de pura cepa, que no piensa más que amontonar moneda sobre moneda por las artes de su propio esfuerzo y laboriosidad, está su hija Victoria, la «gringa», nacida también en el terruño, criolla por lo tanto a pesar de la sangre extranjera que lleva en sus venas, muchacha que no se preocupa del dinero puesto que acepta un novio pobre.

Estos retoños de los dos viejos rivales, se aman a hurtadillas y concluyen al cabo por unirse, sin cuidarse, él, Próspero, de los rencores y prejuicios de su padre, y ella, Victoria, de las exigencias interesadas del suyo, — que desearía verla casada con un hombre pudiente, el constructor que le edifica la casa, por ejemplo. Y de esos dos retoños, que se desentienden de las ideas extremas sustentadas por sus progenitores, que no se preocupan del pleito entre lo nativo y lo extraño, entre el pasado y el presente, entre lo «gaucho» y lo «gringo» en fin, es que surgirá la raza del porvenir, la verdadera estirpe nacional, los seres dominadores y fuertes capaces de hacer la grandeza de su tierra y de elaborar su propia felicidad, porque en sus venas correrá el fuego altivo del indio aborigen y la energía creacionista del inmigrante industrioso. El mismo Florencio Sánchez nos lo dice, en la escena final de su obra, por boca de uno de sus personajes: «Mire que linda pareja, — exclama Horacio, dirigiéndose a Cantalicio; — Hija de gringos puros... Hijo de criollos puros... De ahí va a salir la raza fuerte del porvenir...» ¿Es esta una declamación contra la argentinidad? ¿Es una defensa de la superioridad de lo extranjero? ¡No! Es la comprobación lisa y llana de que el pasado debe ceder plaza al presente; que la evolución social, condición del progreso de los pueblos, elimina aquel tipo histórico que fue el gaucho — necesario en la formación de la nacionalidad y en la conquista del desierto, pero innecesario ya, y hasta anacrónico, en este otro momento histórico que vivimos, en el que, cimentadas las instituciones y abiertos los inmensos campos a los hombres de trabajo, no priva el feudalismo de bota de potro, sino el ganadero, el labrador, el industrial, el ser humano realizador y fecundo.

Como pintura de ambiente La Gringa es una soberbia obra maestra. Llena de colorido, de alegría, de movimiento, recuerda, en su reproducción de motivos típicamente criollos, los que en sus telas pictóricas, con todos los recursos del dibujo y del color, lograron un Max Liebermann, por ejemplo, el animador de las escenas populares de Hamburgo, o un Ettore Tito, el luminoso poeta de las barcas y pescadores venecianos. Debido a su prodigioso arte de sugerencia, Florencio Sánchez nos hace ver siempre más, muchísimo más, de lo que expresa su escueto dialogado y sus breves acotaciones. Todo el acto primero de la obra, que se desarrolla en la chacra de don Nicola, en las primeras horas del día, es de una frescura cautivante. Sin que los personajes nos lo digan expresamente y sin necesidad de que el decorado y el juego de luces nos lo hagan sentir mayormente, experimentamos la poesía del momento. El autor consigna en su texto breves acotaciones para indicar corno van vestidos los personajes y nos da así, de inmediato, la sensación de la época del año en que se desarrolla el cuadro; pone luego en labios de su personaje unas rápidas frases, y de inmediato también nos es dado enterarnos de la hora y el momento. Así, por esa suma de notitas y brochazos sucesivos que remedan la manera de los pintores realistas mencionados antes, vamos construyendo por nosotros mismos todo el escenario. Vedlo: «VICTORIA (con traje tosco de invierno, gruesos botines y la cabeza envuelta en un rebozo aparece en la puerta primera izquierda y se detiene en mitad de la escena, indecisa, como pensando que olvida algo). — ¡Ah!... (Vuélvese rápidamente hacia los tarros de plantas y comienza a destaparlos). — ¡Qué helada! ¡qué helada!... (Se sopla los dedos ateridos).» Henos instruidos con tan simples rasgos de que nos hallamos en pleno invierno. Enseguida aparece Próspero y dice el texto: «PROSPERO (saliendo con una reja de arado en la mano. Lleva también ropa gruesa, la cara envuelta en un reboso y los pies retobados con tamangos de cuero de carnero). — ¡A buena hora pone la señal!. .. Ya van llegando los peones del bajo... Se le pegaron las sábanas, ¿eh? — VICTORIA. — ¡Mejor!... ¿Y a usted que le importa? — PROSPERO. — ¿A mí? Nada. ¡Si usted anduviera trabajando desde las dos de la madrugada y con esta helada!...» Con estos breves rasgos se va amasando el cuadro, que muy luego nos sorprenderá con su fidelísima pintura. Y esta pintura, más que la de un trozo de paisaje campesino, es la de una hora, de un momento vivido de la realidad. Podemos, sin mayor esfuerzo reconstruir todo el sugerente escenario. Es el amanecer de un día de invierno, en el que las figuras de los personajes, negros de noche aun, comienzan a moverse en medio de una neblina cenicienta. El frío muerde las carnes con sus dientes de vidrio; la humedad de los pastos trasciende al través del calzado; sobre los surcos negros de labranza, la helada ha olvidado su sueño lunar. Allá en lo alto, las últimas estrellas se deslíen en la claridad que avanza. Saliendo de la masa de tinieblas, los árboles, los ranchos, los hombres recobran su relieve característico y empiezan a existir. Aquí se diseña el brocal de un pozo; más allá la empalizada de un corral; luego, unos útiles de labranza adosados a la pared, junto a una puerta. Victoria, diligente y madrugadora, ceñida la cabeza y el busto por un rebozo de lana, va por agua. A su turno, Próspero, no menos madrugador, se le acerca para ayudarle a tirar del balde y robarle un beso. Entonces, redondo y enorme, como un doncel que se apoyara de codos sobre el arco del horizonte, se asoma el Sol. Los campos esplenden; la casa se sonrosa en el pretil de su azotea. Un árbol retoñado de pájaros se descarga de ellos como de frutos maduros que arroja al suelo. Despierta el gallinero; chirria la garrucha; por el campo que rodea las construcciones empiezan a diseminarse las blancas ovejas en una visión de evangelio. Desde el tambo, quebrando la quietud virginal de la mañana, se alza el mugido de una vaca, grave, melancólico, lento, en el que trasciende la dulzura del heno y la tibieza maternal del establo. Al fin, entran los hombres y todo el cuadro se anima, como esas imágenes inmóviles del cinematógrafo que de golpe recobran el movimiento bajo el manubrio del manipulador.

No es menos real y coloreado el cuadro del acto segundo que nos representa la modesta fonda pueblerina donde se reúnen los trabajadores del lugar para distraer su ocio dominguero. Sobre la elemental geometría que trazan en el cuadro las líneas del mostrador y el ejército de botellas alineadas en la estantería, detonan en las paredes algunos reclamos de máquinas agrícolas y los retratos cromados de los reyes de Italia. En torno de las toscas mesas, grupos bulliciosos encienden su alegría con el sol embotellado en un frasco de barbera: los colonos enfundados en sus rígidos trajes de pana, juegan a la «murra»; otros, los criollos, más reposados, leen el diario, almuerzan o charlan simplemente. El cura del lugar, hombre sencillote y bueno, cuyas manos saben del breviario y la azada, y que en llegando la ocasión coge los pecados de los hombres para transformarlos en palomas, ha venido también en su único día de descanso para organizar con el médico y el dueño del comercio su habitual partida de naipes, una bulliciosa y vulgarísima partidita «a la escoba». Cantos de los itálicos que añoran la patria lejana; voces que discuten precios de granos y forrajes; alguna exclamación restallante de los que juegan; alguna risa que se va prendida a las faldas de la moza que sirve a los parroquianos, como una espina de cardo azul. Es un cuadro de la realidad que el dramaturgo ha mirado al través del cristal de su imaginación; sólo que, como ese cristal es un prisma, todas las figuras retratadas han quedado por el mismo modo encendidas con los fuegos multicolores del iris.

Y luego, todavía, el dibujo de los caracteres, hecho con toda sobriedad y justeza. El viejo Cantalicio, duro e impenetrable como de madera de ñandubay, responde a ese tipo ideal del criollo que el autor se ha placido en pintar: reproduce, en cierto modo, al Olegario de M'hijo el Dotor y al Zoilo de Barranca Abajo. Pero, con ser, al modo de éstos, un hombre apegado a su terruño, lleno de prejuicios y de sentimientos primitivos, alienta animado por el fuego interior de una voluntad que aquéllos no poseen. No se doblega ante el rigor de la suerte que se ceba en él (como cuando, en una espantada del caballo frente al auto que pasa, rueda al suelo, se rompe un brazo y tiene que acogerse al rancho del «gringo» que detesta), ni se inclina ante la felicidad que llega (como cuando por el casamiento de su hijo Próspero con Victoria, le es dada la certeza de que el campo de sus mayores, perdido para él, quedará en manos de su descendiente). «¿Se reconcilia usted con los «gringos»?, — le pregunta bonachonamente Horacio, el hermano de la muchacha, al final del drama. Y el criollo de piedra, irreductible, contesta: —«¿con los gringos»? ¡En la perra vida! Con la «gringuita» y gracias.»

No menos bien caracterizado se halla el italiano don Nicola. Con cuatro palabras conocemos sus ideas, sus gustos, sus sentimientos; penetramos en su corazón; hurgamos en su ánima. Ved la escena final del acto primero, en la que su mujer doña María viene a decirle que ha sorprendido a Próspero abrazando a la muchacha. El mozo, llanote y franco, no rehuye la verdad; antes bien, confiesa que ama a Victoria y que es su propósito casarse con ella. Don Nicola se irrita, pero se irrita por el atrevimiento del muchacho, no porque le juzgue, siendo pobre, poca cosa para su hija, que es rica; se irrita porque no le considera hombre de labor, preparado para la lucha de la vida. —«Aprenda a trabajar primero», — le contesta; y en ese contundente «aprenda a trabajar primero», está todo el individuo, está don Nicola de cuerpo entero. Este tipo, admirablemente compuesto, tiene aún otras facetas que denuncian su buen sentido y hasta sus debilidades. Uno de los peones de la chacra, irritado contra un animal mañero, lo ha castigado. Don Nicola que cuida su bien y no mide diferencias entre hombres y animales sino por la utilidad que prestan, interpela al mocetón ásperamente: —«Pero, ¿qué se ha creído usted? ¿que los animales no sienten?» — «Vea, don Nicola, — responde el otro; — le digo que esa yegua es muy mañera. Esta madrugada, cuando la até, casi me rompe un balancín a las patadas.»

—«Ma, por eso no se la castiga, — insiste Nicola; — ¿se ha pensado que las yeguas son hombres? ¿y que comprenden las cosas cuando les pegan?»

Victoria, la protagonista de la obra, es una muchacha sencillota y buena, sin complicaciones ni enrevesada psiquis. Es hermana de aquella encantadora e ingenua Jesusa de M'hijo el Dotor. Ama sin cálculos a Próspero, como Jesusa a Julio: ni por un momento le pasa por la cabeza la disparidad de situaciones. Ella es rica y su galán es pobre; pero ¿es que «eso» lo tienen en cuenta los que sólo responden al mandato del corazón? También Jesusa es una campesina humilde, mientras que Julio es un estirado doctorcito recién salido de la Universidad; — y tampoco este desnivel social es fuerte a hacer reflexionar a la muchacha. Estas criaturas primitivas y sanas aman con toda la fuerza de su instinto y hacen la dádiva de su cuerpo con un candor adorable. La ausencia de todo interés, la falta de cálculo y reflexión, trueca su gesto de amorosas rendidas al hombre que aman, en un acto superior de vida que, trasuntando el imperativo de la especie, asume un relieve casi religioso. La protagonista de La Gringa viene a ser en la obra el vínculo mediante el cual la raza extranjera del conquistador se funde en la raza nativa para crear el tipo social de los tiempos venideros; pero, lo grande de Victoria — y el hermosísimo acierto de Sánchez, — es que la inocente muchacha ni se da cuenta de ello. Por eso, sin dejar de ser humano el personaje, sin disminuir un ápice su realidad vivida, se alza ante nosotros con la sugestiva dignidad de un símbolo. Florencio Sánchez ha alcanzado la realización de una alta idea artística sin caer una sola vez en la declamación o la tesis, — recursos manidos de los dramaturgos que se arrojan a este orden de especulaciones.

Los demás personajes, hasta los meramente episódicos, aparecen perfilados con igual maestría. Una simple frase los retrata; un gesto, los subraya. La mano firme del dramaturgo, que no ignora que la palabra es la revelación de un carácter — como quien dice, la flor en que materializa el espíritu humano, — sabe recoger, entre el turbión de vocablos y de dichos en que se produce un sujeto, los característicos de un temperamento, los que son propios de una condición. Ni el escultor modelando con ágiles dedos la blanda arcilla, ni el pintor recurriendo a los colores de su paleta, logran más justa reproducción de sus figuras que Florencio Sánchez al trazar las suyas con la sola virtud de un sencillísimo dialogado.

No posee, acaso, La Gringa el vigor dramático y la fuerza emotiva de Barranca Abajo; no nos presenta tipos tan reciamente estudiados como los que mueven la acción interesantísima de En familia; no aborda el estudio de un mal social como el denunciado en Los Muertos, para hacernos ver el envilecimiento de la criatura humana por el alcohol; no nos brinda una tesis ni un adoctrinamiento como Nuestros hijos. Pero, dentro de su placidez campesina, de su sencilla arquitectura y de su fábula vulgar, común, de cosa de todos los días, La Gringa encierra un drama más agudo y penetrante, un cuadro más noble y bello, una lección más proficua y educadora que las obras antes mencionadas. Sin largos discursos ni sonadas declamaciones, dice todo lo que tiene que decir; sin grandes escenas de aparato, realiza una acción profunda que nos llega a la conciencia; sin exagerados colores, pinta caracteres inolvidables y costumbres de una realidad pasmosa. Es una obra perfecta en su técnica simplista; hermosa en los mil particulares de su copia del ambiente; buena en su trascendencia moral, que vale por todo un libro de alta sociología. Es una obra que, como todas las obras verdaderamente grandes, no conmoverá tal vez al «gros-public» en la medida que pueden lograrlo otras de rebuscado efectismo; pero cuya orientación ideológica no escapa a la comprensión de los espíritus cultos y selectos. Es una obra, en fin, como muy pocas se hallarán en la literatura universal. Aunque el preclaro ingenio que la produjo no hubiera escrito aquellas otras admirables que se han mencionado antes, ella sola bastaría para hacer perdurar en los tiempos el nombre de Florencio Sánchez.

Víctor Pérez Petit
Revista Nacional
Ministerio de Instrucción Pública
Año I - Diciembre de 1938 - Nº 12

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