Vino blanco de primera

 

"El vino acorta la vida,
pero un día sin vino,
es eterno" 
(Ruben Darío)

No tengo vergüenza ni prurito en confesarlo: soy uno de los tantos ciudadanos a los que gusta el vino. Lisa y llanamente, me gusta, lo que me aleja de beber por pretextos convencionales, "estados depresivos", "malos trances", "penas que ahogar" y toda esa suerte de argumentaciones novelescas instituidas para hacer aceptable una actitud tan normal como la de prodigarle una satisfacción al cuerpo y al espíritu.
Quizás si se me obligara a explicar, mas o menos razonablemente, las causas de mis vinícolas preferencias diría que estimo las facultades del licor de llegar plenamente a los sentidos. Hay en el vino una valoración gustativa; existe por cierto una particular manifestación olorosa junto a una expresión cromática singularmente grata. Si a ello sumamos como llega al tacto la forma armoniosa y sugestiva de una copa y la dulce canción que surge del tintinear de un brindis, concluiremos en que, el beber vino, es una autentica fiesta sensorial.
Además, gustar el vino supone una actitud muy especial. Beberlo delicada y armoniosamente, por supuesto. No consideramos aceptable ese deglutir sin tasa ni medida, cantidades industriales de producto. Aunque le respetamos, creemos que Omar Al Kayhan ha exagerado la nota cuando aconsejaba: 
"Llenad la copa vacía, y vaciad la copa llena.
Nunca la dejes llena. Nunca la dejes vacía".
El vino, como la generalidad de los placeres humanos, se asocia con una actitud equilibrada, que no excluye, naturalmente, un elemental sentido de ponderación.
Hay otra cosa que me gusta del vino: es una bebida asociada al entendimiento y al afecto de los hombres. A la tolerancia y al respeto. Al honor y al buen proceder.
Un gran poeta uruguayo que solía visitar Canelones, con mucha asiduidad, Emilio Carlos Taccone, decía respecto al vino, una de las cosas mas sublimes que se han escrito:
"Viva el vino en la mesa, de los ritos mundanos; 
que hermana a los amigos y amiga a los hermanos..."
Nada puede expresarse mas certeramente. El vino es capaz de conferir al estado superior de la amistad la fuerza entrañable de un lazo fraterno, y regalarle a los hermanos de la sangre, el vínculo sublime que es dable entre los amigos auténticos.
Aunque admitamos la presencia de alguna travesura empresarial impuesta por razones tan poderosas como los cuantiosos intereses que se mueven tras la milenaria industria vitivinícola no concebimos el vino sin la presencia real, augusta y soberana, del fruto de la vid.
Como condición "sine qua non". Uva, sol y trabajo noble.
Convengamos entonces en que es algo muy pero muy serio, lo del vino.
La vid con la que se elabora es la primer planta cuyo cultivo menciona el Génesis después del diluvio. Y no hay pueblo que se precie ni historia que se valore que no mencione las bondades de ese elixir vital. 
Entre nosotros, los adeptos al vino forman nutrida y entusiasta grey, la que comprende, sin distinción, todos los estratos sociales. 
El culto y elegante Herrera y Reissig, habla "de las prismáticas transparencias de uvas que rutilan en las fauces borrachas de las cubas".
Desde el otro extremo, el inmortal Alonso y Trelles -"El Viejo Pancho"-, sostiene: "pal´ dolor no hay medecina, como un peludo de vino..."
Todos los niveles sociales, económicos y culturales, rinden su homenaje al "fruto de Dios".
El inefable lord inglés, Oscar Wilde, llegó a decir, a propósito de la pureza del licor, "el vino es tan delicado que una gota de agua lo desmaya".
Mas que un desmayo constituiría muerte horrorosa beber cierto vino blanco que conocieron nuestros lugareños en la segunda década del siglo. 
Entre los papeles amarillentos de un viejo vecino de Canelones, encontramos un ejemplar del "Almanaque: El Astrónomo de los Andes" edición correspondiente al año 1918, que distribuía entre sus favorecedores la "Farmacia Bazzino".
La publicación comprende las informaciones del estilo -santoral incluido- algunos cuentos y profusas noticias sobre las especialidades farmacéuticas del mercado.
Cuál no sería nuestra sorpresa al encontrar entre milagrosos recomponentes capilares y reconstituyente tónicos de aceite de hígado de bacalao la mención a un producto químico para hacer cien litros de vino blanco ¡¡Sin una pizca de uva!!.
El producto en cuestión que se llamaba "Ciervo" establecía sus originales características: "Dosis para cien litros: Vino Blanco: Modo de prepararlo: Se pone el contenido de la caja en un recipiente. Se añade 92 litros de agua; 6 kilos de azúcar y 2 litros de vinagre blanco y se macera por cuatro días, agitando a menudo. Se cuela o se deja asentar. Terminada esta operación, puede embotellarse, asegurando el tapón con cuerda y teniendo después las botellas acostadas".
Confesamos con indignación, que se nos vinieron al suelo, estrepitosamente, todos nuestros conceptos sobre la nobleza del vino, su vigencia inmemorial y el honor de su elaboración.
Acudió a la memoria la sentencia de Ruiz de Alarcón: 
"Mienten todos los gallinas, los bellacos y bellacas, 
que osaren decir que el vino, debe dar tributo al agua".
Cuando se confiesa, precisamente, un tributo al agua del orden del 92%, se supera todo lo humanamente previsible.
No concebimos a ningún lugareño que halla bebido semejante mejunje.
Y si lo hizo, estén seguros que no era solo a las botellas a las que tendrían que haber asegurado con cuerda.

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