"No tomo más"

 
Nuestro país no ha vivido, felizmente, grandes calamidades públicas. Como contrapartida no estamos preparados para enfrentarlas. Se da en estos casos una situación similar a la que nos toca vivir cuando enfermamos. Es bien sabido que el virus crea el anticuerpo, el mal genera defensas que seguirán actuando en el organismo en la eventualidad de nuevos ataques, de forma que una ulterior reiteración de la enfermedad nos encuentra en mejorares condiciones para enfrentarla.
Recuerdo que el 19 de mayo de 1985 fui testigo en Lima, Perú, de un fuerte temblor de tierra. El fenómeno, que se produjo próximo a la una y media de la tarde, encontró a la gente almorzando. En el lugar en que me hallaba estaban congregadas unas doscientas personas. Cuando el trueno descomunal dio cuenta de la presencia del temblor, los asistentes buscaron ubicación bajo las vigas del edificio, por considerarlas más seguras. Lo hicieron sin gritos ni histerismos. Casi en orden. cuando pasaron los diez segundos que duró el desastre, volvieron a sus sitios y continuaron con su interrumpido almuerzo. Apenas cinco o seis minutos de comentario posterior enfrascado, fundamentalmente, en calcular si se habían logrado 5 ó 6 grados en la escala Richter y nada más. Era un pueblo familiarizado con este tipo de calamidades.
La última gran catástrofe que recordamos en el país fue las inundaciones de 1959 y, por tratarse de un fenómeno inusual, afectó profundamente a toda la sociedad uruguaya. El continuo y prolongado caer de las lluvias y, como consecuencia la crecida incesante de las corrientes de agua provocaron casi inmediatamente que muchos ciudadanos debieran abandonar sus viviendas anegadas. Algunos encontraron paliativo a sus problemas en el propio medio en que residían y otros no tuvieron más remedio que alejarse procurando una solución locativa para sí y sus desconsoladas familias. Todo el país fue refugio para los coterráneos en desgracia.
El azote climático destruyó cultivos, arrasó con todo tipo de bienes y trajo un panorama de "fango, desocupación y miseria" como angustiosamente proclamaban los títulos de la prensa de entonces.
La presencia de ese diluvio no nos encontró, lógicamente, preparados para contrarrestar sus efectos. Es cierto que se pusieron en juego, inmediatamente, actitudes nobles, solidarias, orientadas en socorrer a los más afectados, pero todo ello obedeció a gestos espontáneos, sin método ni orden.
Como saldo, también, alguna que otra anécdota jugosa, de esas que surgen a nivel popular incluso después de los momentos más críticos e infortunados. Respuesta que el pueblo da con un agudo y ponderable sentido de autocrítica, confiándose más allá de eventuales calamidades al eterno transcurrir de una existencia en que alternan, naturalmente, buenos y malos momentos.
Cuando comenzaron las lluvias se encontraba instalado en el predio ubicado frente al Estadio, un circo de mediana categoría. La empresa, que nunca llegó a debutar, contaba entre sus atracciones, algunos animales. El ascenso paulatino e inflexible de las aguas provocó la preocupación del propietario del espectáculo quien comenzó a buscar en las partes altas de Canelones un lugar más adecuado y seguro para los irracionales. Fue así que muchas familias alternaron con monos, perros, loros y otros especímenes.
Todos menos los elefantes que no lograban ubicación, por razones obvias de analizar, en casa de los vecinos del pueblo.
Luego de ingentes gestiones el empresario pudo acomodar su pareja de paquidermos en un amplio galpón techado, a cubierto de la intemperie. Las tratativas fueron tan apresuradas que el dueño del local no tuvo tiempo material de avisar a quien guardaba en él, diariamente, su automóvil.
Resta decir que este ciudadano, adepto al deporte de las copas, se acostaba todas las noches, bastante cargado, no menos de las cuatro de la madrugada. Y que, como consecuencia de su abono etílico, no estaba al tanto de las inundaciones. Acaso, no se había enterado de que hacía más de dos meses que venía lloviendo, casi a diario.
Cuando en deplorable estado abrió el portón del galpón y puso luz larga para acomodar el rodado, se encontró con dos elefantes que agitaban rítmicamente sus trampas contra el automóvil.
El infortunado, creyendo que estaba alucinado y afectado por esa psicosis tóxica del "Delirium Tremens" cruzó los brazos sobre el volante y bajó la cabeza mientras repetía presa de profunda desazón:
"¡ No tomo más !... ¡ No tomo más !"

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