Suerte compartida

 
El juego de la quiniela, verdadera pasión popular, toma su nombre, según parece, de la "quinterna" conque antiguamente se definía el acierto de cinco números en la lotería de cartones. Académicamente, se acepta como juego que consiste, en el Río de la Plata, en apostar a la última o últimas cifras del número premiado con la lotería.
Esta forma de apuesta reconoció una época de ilegalidad, previa a su oficialización por parte del Estado. Incluso, cuando el afán fiscalista se asoció al azar ciudadano, transitó en la clandestinidad, por bastante tiempo, en forma paralela al juego reconocido. Esta situación de ilegalidad no era inconveniente alguno para que el pueblo le mostrara su preferencia en detrimento de la forma santa. Primero, porque en esta forma de apuesta podía jugar en cantidades ínfimas; se le pagaba premios en forma mayor y se admitían ventajas o suertes extras no incluidas en la versión oficializada. Por último -bien podría ser lo primero- porque el recolector de apuestas insistía en levantar juego clandestino como consecuencia de que por él recibía mejor comisión.
Por otra parte, aunque legalmente no cabía la posibilidad de un reclamo, el banquero o capitalista cuidaba muy bien su imagen pagando los aciertos religiosamente. Y hasta ocurría que ante un reclamo confuso y por el inconveniente de que el mismo tomara conocimiento público, la duda se interpretaba en favor del apostador. El margen de ganancia daba hasta para esas muestras de desmedida generosidad.
La quiniela daba lugar al quinielero un especimen casi desaparecido de la fauna urbana. Por lo menos en su versión antigua. El quinielero era quien recogía, los días de juego, las apuestas que en sus domicilios efectuaban, principalmente, las amas de casa. Pero era también meticuloso informante el que, como forma de aumentar el interés de su mercancía, daba cuenta de los aciertos del vecindario. A veces el relato cobraba visos trágicos cuando el vocero comentaba las vicisitudes de un seguidor de números que por alguna causa fortuita había dejado sus apuestas acostumbradas. Ese temor provocaba que muy pocos o nadie desertaran del juego.
Esta especie de pregonero real sumaba, además de otras características: Era hombre que informaba sobre el santoral y sus correspondencias numéricas; proveía de cábalas o "palpites" a los indecisos en función de resultados futbolísticos; matrículas de automóviles accidentados; aniversarios de hechos significativos y toda suerte de suceso factible de ser convertido en cifras y, cual si fuera aventajado psicoanalista, interpretaba los sueños del vecindario todo, obviamente, bajo la óptica de una relación numérica propia para convertirse en apuesta.
Como todo lo que medra en la ilegalidad la quiniela clandestina debía pagar tributo, bajo distintas modalidades, para poder sobrevivir y desarrollarse. En razón de que el control más directo e inmediato era el de la policía el capitalista procuraba atemperar su vigilancia y lograr, ya que no un reconocimiento, por lo menos cierta tolerancia complaciente. Se buscaba el soborno bajo formas disimuladas de manera que el funcionario omiso en el cumplimiento de su deber no se mostrara directamente en infracción. La prebenda le llegaba lateralmente y, casi siempre, por medio de interpósita persona.
Un comisario de Canelones -"de cuyo nombre no quiero ni acordarme"- había encontrado la forma de disimular las coimas. Todas las jugadas, apostaba al número "que salía". Por estas circunstancias, en las tardecitas y de manos de un subordinado recibía el importe del "acierto".
En una oportunidad se encontraron en una reunión social el capitalista de quinielas y el comisario. El capitalista, en un aparte, socarronamente y como al descuido le dijo al funcionario: "Lo felicito amigo, veo que en todas las jugadas acierta con veinte pesos a la cabeza, el número de la grande".
"¿Cómo veinte pesos? -Dijo el Comisario- yo vengo cobrando el premio por diez".
"Debe haber un error -replicó el capitalista- el Cabo que va en su nombre cobra por veinte pesos".
El policía no dijo nada más. Cuando llegó a la Comisaría hizo comparecer de inmediato al funcionario portador de los "aciertos" al tiempo que, fusta en ristre, le decía.
"Decime una cosa, insurrecto: ¿Cuánto le juego yo al número que sale?"
"Diez pesos por jugada, Comisario..."
"¿Cómo es entonces que el quinielero dice que me paga premio por un valor de veinte pesos a la cabeza?"
"Es que -contestó tranquilamente el Cabo- como usted venía teniendo tantos aciertos, Comisario, yo, por mi cuenta, le seguía en la jugada con otros diez pesitos..."

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