Planillas, gatos y salchichones

 
Nuestro paisano ha tenido siempre un profundo respeto por el pago regular y permanente de una deuda que ha estimado sagrada: la Contribución Inmobiliaria. Como si la considerara expresión documentada de un sentimiento de arraigo, de identidad con el paisaje, de emotiva vinculación terruñera, el pago de la "planilla" como comúnmente se denomina, pasa a constituirse en prioridad de prioridades y en épocas apretadas puede llegar a sacrificar cualquier compromiso para atender la erogación de esa deuda solemne e impostergable.
La burocracia de antaño sabía explotar ese sentimiento imprimiendo las planillas en coloridos formularios, de estilizada escritura y aparatosas filigranas, lo que daba al recibo algo de pergamino, de diploma, que el hombre atesoraba en tubos de latón, junto a la escritura del campo, en lugar seguro de la cumbrera del rancho al amparo de polvos, humedades y roedores.
Tales circunstancias hacían de la Administración de Rentas, como pomposamente se llamaba a la oficina encargada del cobro del impuesto, una especie de santuario cívico adonde todo buen criollo bajaba una vez al año a cumplir el sagrado ritual de su obligación ciudadana.
En épocas en que la industria japonesa no había invadido el mercado con las máquinas electrónicas el cálculo de la planilla se efectuaba "tracción a sangre" demandando largos períodos de tiempo y obligando, casi siempre, a dejar la planilla vieja y volver a los tres o cuatro días, para pagar y llevarse la nueva.
Ese proceso provocaba que nuestros paisanos, siempre atentos y generosos, volvieran a retirar la planilla portando la expresión de su reconocimiento, consistente, por lo general, en una "pata" de chorizos o un salchichón casero.
La tarea de planillero era muy codiciada dentro del escalafón administrativo y posición de frecuentes reclamos y disputas.
Cuando las planillas eran más de una -lo que hablaba de cierto poderío económico del titular- al paisano solía despedírsele con: "no te molestés en venir a buscarlas, cuando estén prontas te las alcanzamos..."
Los empleados de la Administración de Rentas que sabían que esto provocaría una copiosa ingestión de pan y salchichón casero, con vino de la misma condición, tenían cuidadosamente censada su jurisdicción. Existía un verdadero cronograma de comilonas que se cumplía puntualmente en el correr del año con natural beneplácito de las partes en juego sin que se estimara, como hoy diría un seudomoralista, que se trataba de coimas en especies.
Don Miguel Cabrera, de laborioso linaje canario, vecino del pago de "La Cadena", era reconocido por la forma en que faenaba sus cerdos y los productos que obtenía.
Todo esto hacía que Hugo y Humberto, los funcionarios de la Administración de Rentas le visitaran, con verdadero placer, todos los años y, en muchas oportunidades, con el pretexto de un complemento o declaración ampliatoria, las visitas se repitieran tres o cuatro veces.
Aquel año esas visitas habían superado los límites normales. Don Miguel, temeroso de que sus provisiones se le agotaran rápidamente impidiéndole atender al tan selecto como poblado círculo de sus amistades, entró en un discreto racionamiento de las facturas. Por ello no fue del todo grata la presencia de los empleados de la Administración cuando, por quinta vez en el transcurso del año, en esta oportunidad con la excusa de llenar un formulario de la "Lucha contra la Langosta", se le hicieran presentes en el rancho con el deliberado propósito de instalarse.
Amarguearon en la cocina y cuando se hizo la noche, Don Miguel, con una cordialidad que no le hacía perder sus naturales precauciones por preservar las facturas, exclamó mirando al techo, donde enlazados en unas cañas tacuaras colgaban los apetitosos manjares sobrevivientes:
"Lástima que no tengo con qué llegar, para poder convidarlos con algo..."
"No se preocupe", exclamó Hugo proyectando hacia lo alto un gato que voluptuosamente ronroneaba al calorcito de la cocina a leña.
El barcino se acomodó en el aire, se prendió de las tacuaras y bajó ruidosamente con dos salchichones y una bondiola.
Resignadamente, vencido por la astucia de sus visitantes, Don Miguel pausadamente se acercó a la puerta gritándole a su compañera:
"Eduviges, traete una jarra de clarete, querés..."

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