Pie forzado

 
La vida de una comunidad discurre, muchas veces, bajo aspectos particulares que el tiempo incorpora y que constituyen cambios sustanciales sobre usos y costumbres anteriores.
Alguien ha sostenido, paradojalmente, que no hay nada más permanente que el cambio mismo. Y no hay exageración en ello.
Unos de los aspectos que muestran esta realidad está dado por el comportamiento del grupo social frente a su quehacer cultural.
Un análisis global del asunto nos llevaría a un enorme caudal de consideraciones ajenas a nuestra intención y posibilidades. Establezcamos sí, en el enfoque que nos merece tan vasta problemática, un aspecto fundamental: el Canelones de hoy no es participativo. Es más crítico que constructivo y, en la disyuntiva de una elección que se ha impuesto, prefiere la ubicación de espectador a la de actor.
Se podría decir que este no es un mal exclusivo de nuestro pueblo. Que el total del país y acaso el mundo todo, asisten a idénticos problemas. Que el origen debe buscarse en la realidad socio-económica del individuo, en el avance y popularización de los medios masivos de comunicación y en mil cosas más. Pero hay una realidad incontrovertible: con las expresiones que confirman nuestro aseverar, hemos dejado de ser artistas. Cada vez alentamos menos ilusiones, nos mostramos menos sensibles y, lo que es peor, nos comportamos como jueces severos e implacables contra aquellos que se arriesgan a romper una lanza, en favor de su espíritu y sentimientos, proyectándose en la esperanza de una nueva obra.
Quizás deba ubicarse en estos aspectos la razón de una conducta periodística que asumimos con la intención del tábano socrático. Pero no nos apartemos de la senda. Avalaremos el razonamiento con ejemplos reales siempre bajo la constante de una anécdota de desenlace humorístico, meridiano por el cual nos hemos dispuesto transitar cuando nos entregamos a la tarea de redactar artículos costumbristas.
Una de las tantas peñas que conoció la ciudad, allá por la década del treinta, a nivel estrictamente popular, estuvo emplazada en la peluquería que "Lucho Ferraro" tenía agregada al bar y hospedaje de los hermanos Venancio y "Carita" Zunino sobre la esquina de las calles Rodó y Saravia.
Lugar de obligada reunión como lo constituían las peluquerías de hombres en aquellos años, servía para que se juntaran, en franca camaradería, los vecinos de Canelones mucho de los cuales alentaba inquietudes artísticas.
Allí los habitués mostraban sus habilidades. Payadores, humoristas -bueno es recordar que de esa esquina surgió Luis Guarnerio- músicos, cantores populares y otras disciplinas componían el amplio espectro de las preferencias. Frecuentemente, el popular asado, o el pretexto de una mateada alternada con algún trago de caña, componían el ambiente adecuado donde todos y cada uno exhibían sus destrezas en una especie de examen previo que los iniciados realizaban antes de enfrentar el juicio "del respetable" o de "hacer lo que me gusta" con que los consagrados recreaban piezas generalmente alejadas del gusto popular.
La oportunidad, víspera de carnaval, había convocado en la noche, junto a los representantes lugareños, la visita de algunos valores foráneos: Aramís Arellano, versificador notable, dueño de una gran simpatía y un verdadero maestro en el difícil arte de la payada y un muy buen cómico, cuyo nombre real no conocí, habiendo perdido su rastro en la noche de los tiempos, que disfrazaba su identidad bajo el curioso mote de "Patrafulata". La plantilla local la componían, entre otros, Hermenegildo Celhay y Américo Damián, dos excelentes cultores de la música popular cuya inveterada bohemia sirvió para alejarles de un nivel de éxito que seguramente, merecían por sus condiciones.
Como terciando, sentado en la rueda y un poco en la ambigua posición de público y artista, pero dueño de la deliberada intención de marcar su presencia, "Pepe" asistía silenciosamente a aquella fiesta. Nuestro hombre, titular de un tambo en las afueras de Canelones, hacía compatible su ruda tarea con la de muy buen recitador criollo. Tantas eran sus cualidades y tan bien lo hacía que el público le había condecorado con el seudónimo de "Ochoa" asociándole al más grande exponente del género que conociera el Río de la Plata.
Tenía Pepe alma de artista. Pero no era un caso aislado. El, como muchos de los jóvenes de Canelones, tenía espacio y voluntad para, cuando dejaban la dura lucha por el diario vivir, volcarse generosa y desinteresadamente en la actividad artística de su preferencia.
Era uno de los tantos, tal vez cientos de artistas de aquel Canelones.
La mano venía difícil para que Pepe mostrara sus habilidades. Quizás porque resultaba el único exponente del rubro o porque el ambiente estaba predispuesto para chistes y canciones.
Constituía su caballito de batalla una inspirada composición que hablaba de la lealtad de un perro. Viendo que debajo de la mesa estaba el suyo se le ocurrió azuzarle para que, al hacerse sentir, diera base a su interpretación.
Le pegó con una bota y el perro aullando desconsoladamente salió de su ubicación al tiempo que Pepe comenzaba:

" ¿Quién fue el curioso que me dio este perro?
Nadie.
Estos bichos, como el hombre sonso,
cuando los halagan, se dan ellos mesmos..."

El impacto del animal fue tan violento que salió renqueando con una pata en el aire.
Atilio, empleado de Lucho, que miraba la escena desde un costado, arrimado a la puerta, exclamó resignadamente:
"Pobre perro. Buscando el pie le quebraron una pata..."

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