Gente de circo

 
Yo no se si en los registros del Banco de Previsión Social existen estadísticas sobre las distintas ocupaciones laborales que han desempeñado sus jubilados, pero, estoy seguro, de que si ellas se ubican, los guarismos menores, casi insignificantes, deben de pertenecer a la farándula circense. Me atrevo a esta afirmación no sólo por lo complejo que resulta seguramente documentar tan trashumante actividad sino porque es dable comprobar que el hombre de circo no puede desvincularse nunca del espectáculo y necesita de esa fuente emotiva hasta los últimos días de su existencia.
Quizás no exageremos si decimos que la gente de circo no se retira, muere en la arena.
¿Cuál es la razón de este hecho?
Este especial grupo del que hacer del país reconoce aspectos muy particulares. En primer lugar, el hombre no sólo trabaja sino que vive en el circo. Su casa está allí mismo y marcha junto al espectáculo. Luego, no debe darse el caso, en ninguna otra profesión, de que diariamente se le juzgue y valore. Trapecistas, ecuyeres, domadores, payasos, necesitan como del alimento, el testimonio del público. Súmese a ello el trato con lo imprevisto; el colorido del ambiente y la vigencia permanente de un clima informal, alegre y festivo y acaso lograremos comprender esa identidad total del hombre con su oficio.
Don Juan Pintado no era por cierto la excepción de la regla.
Comenzando su carrera como modesto peoncito fue ascendiendo en el escalafón, como gimnasta, en número de responsabilidad compartida, trapecista solista en el esplendor de su juventud y payaso cuando los primeros síntomas del reuma disminuyeron sus reflejos y destrezas. Como compensación, a la sazón ya era propietario de la empresa.
Esta última tarea de payaso fue la que desempeñaba cuando ya, con setenta y pico de años, se sucedió la historia que relatamos.
Todas las noches, cuando los compases de "Carmen" inundaban la carpa indicando el comienzo de la función, Don Juan, con enormes zapatones; un pantalón a cuadros, sujeto por anchos tiradores; un gorro con pompón de lana y una cara pintarrajeada que terminaba en una pelota roja a la manera de nariz, montado en un simpático burrito daba una vuelta por el picadero recibiendo el afectuoso aplauso de niños y mayores.
Y ya estaba cumplido.
Era la razón de su vida. El cordón umbilical que le unía al mundo de la fantasía. A ese mundo de lona, luces y aserrín que tanto necesitaba, que le mantenía actualizado y, lo que es mejor, le proyectaba hacia un mañana siempre esperanzado.
Como consecuencia de su simpática figura y por el hecho de ser la cabalgadura oficial del patrón, el pollino era el animal más mimado del circo y el que recibía todas las atenciones que, en forma de golosinas, le dispensaban los componentes de la andariega familia.
Aquella noche de su debut en Canelones el burrito pastaba, jugueteando junto a la carpa.
Para colmo de ventura unos amables muchachones le habían traído una bolsita de apetitosos orejones de durazno que él había ingerido rápida y glotonamente. Claro que no sabía y acaso, su borrico entender no le hubiera dado importancia, que tan exquisita golosina provenía de uno de los clásicos "pucheritos" en que se maceraban orejones en caña de La Habana y que en la época constituían licor preferido para la gente de mostrador.
Cuando Don Juan lo montó en pelo, el burro estaba "mamado hasta las patas..."
Fuera de todo control lo primero que hizo fue emprender alocada carrera clavándole de cabeza en la arena.
Luego se fue contra el alambrista que preparaba su número; volteó al caramelero, para rematar dejando con las piernas grotescamente sacudiéndose en el aire a la voluminosa boletera, plaza que ocupaba una en otrora hermosa trapecista, vencida por los años y la celulitis, hasta que un peón logró detenerle.
Al término de la insólita función, un espectador, con algunas cañas menos que el borrico pero igualmente con los humos propios de las libaciones previas al espectáculo, comentó:
"Quiero ver lo que hacen estos si se les muere el burro."
¡ Es el único que salva la plata !

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