"Cordon Bleu"

 
El "Doctor Gualberto" había venido de Rivera. Era portador de esa simpatía y gracejo propios del hombre de frontera. Matizaba su buen decir con expresiones poco frecuentes y algunas salpicaduras en "portuñol" lo que confería a su conversación un toque sumamente ameno e interesante.
Cuando dejaba la diaria jornada de médico, se integraba a las peñas del Club Social constituyéndose en centro de atención de la rueda. Sus amigos disfrutaban de la expresión galana, de su rico anecdotario y de ese siempre bien dispuesto humor, espontáneo y chispeante.
En esas mesas, que invariablemente presidía, siempre había "quórum".
Pero donde lograba el punto de mayor atracción, donde sus charlas se convertían en conferencias y opiniones en sentencias era cuando, con propiedad y conocimientos únicos, incursionaba en el tema de la gastronomía.
Era un verdadero maestro.
Sabía cuánto se puede saber de este arte del buen comer, tan viejo como el hombre mismo.
Sus comidas -pues, además, era eximio cocinero- no desentonarían en la propia mesa de Lúculo
Era algo realmente disfrutable oírle analizar y comentar todo el proceso de elaboración de cada manjar y la razón de sus actitudes. Recuerdo con qué habilidad procedía a extraer de los calamares su bolsa de tinta y con qué destreza llevaba a cabo el proceso de eliminar al mismo decápodo -como gustaba llamarle- esa delgada espina cartilaginosa que atraviesa la parte superior de su cuerpo.
Con ejemplar realismo señalaba que el pulpo -esta vez octópodo- cocinándose en una olla de agua hirviendo, transformaba su apariencia, escuálida y escurrida, en una expresión corpórea, no exenta de gracia y elegancia.
"Parece -decía el Doctor Gualberto-- un caballero español agitando sus brazos. Como si estuviera dispuesto a jugarse por su dama".
Cual creyente con su biblia, había hecho de la "Fisiología del gusto" o Meditaciones de Gastronomía Trascendente" de Anthehelme Brillat-Savarín,su libro de cabecera. Y del viejo magistrado galo había tomado un selecto cúmulo de citas que tenía siempre dispuestas. 
"Dime lo que comes y te diré quién eres". "El destino de las naciones depende de la manera como se alimentan". "Invitar a alguien a comer significa encargarnos de su felicidad durante el tiempo que permanezca bajo nuestro techo". "Se aprende a ser cocinero, pero a preparar asados no se aprende, se nace".
Sobre este último aspecto, el Doctor Gualberto era partidario, como Camba, de salar la carne en la mesa, una vez cocida. Sostenía que, al echar la sal con anterioridad, sus cristales al romperse por efecto del fuego, provocan la presencia de agua y una zona permeable por donde se produce el drenaje del jugo de la carne dando lugar a que pierda sabor y calidad alimenticia.
Era, asimismo, refinado deleite oírle hablar de los viejos maestros de la cocina francesa, en su calificado entender, Marín, Menón, Careme, Grimod de la Reymiere y el propio Brillat-Savarin, habían aportado a la humanidad tanto como en la ciencia pudieron hacerlo, Pasteur, Lavoisier los esposos Curie, y tantos "sabios que en el mundo han sido".
Podría haber recibido, legítimamente, el merecido honor, como en Francia en épocas de los Caballeros de la Orden del Santo Espíritu, de esa cruz sujeta por cinta azul que distinguía como "Cordon Bleu" a los adelantados, a todos los buenos cocineros, a los que habían logrado destacarse en esta importante disciplina del arte.
Cabe una pequeña disgresión: Nuestro personaje, como todos los hombres de este oficio, era un cocinero extremadamente caro. Intransigente en utilizar similares o sucedáneos. Presto a contar con los mejores elementos, costaran lo que costaran.
No obstante ese detalle, eran sumamente solicitados sus servicios cada vez que algún grupo de amigos quería disfrutar de una comida especial, digna de los Dioses.
La historia nos ubica en una sencilla operación de apendicitis que hubo de practicársele al Don Antonio viejo farmacéutico de la zona. La intervención que se llevó a cabo en el Sanatorio Canelones no generó honorarios puesto que los médicos entendieron, como cortesía profesional, que así debía de procederse.
Agradecido, el farmacéutico confió al Doctor Gualberto que a su costo cocinara una Paella a la Valenciana para agasajar a sus amigos. Asumió el médico-cocinero la responsabilidad con la condición de que pudiera actuar libremente.
Dicen en Valencia que la paella, manjar exigido por todos los públicos, puede hacerse con los ingredientes más seleccionados, como con los elementos más modestos. Casi resulta innecesario decir que el prestigio del cocinero no aceptó esta última posibilidad.
Hicieron la paella con lo mejor. Pollos y cerdos bien cebados, de primera calidad. Azafrán, aceite de oliva y pimentón de origen español. Langostinos, pulpos, berberechos, almejas y demás mariscos de Chile, complaciendo la preferencia del cocinero por los pescados del Pacífico. Caracoles, también importados. Lo único nacional del cocido debe haber resultado el arroz. Todo ello generosamente regado con vinos de renombradas cosechas y marcas.
El anfitrión hizo caudal en la necesidad de incursionar en algunos entremeses, mientras iban llegando los invitados. Como optó por unos finos bocadillos de caviar ruso -que rechaza rotundamente el vino- y no fue posible obtener un vodka digno, se transó en un champagne "brut" francés, que se aproximaba bastante.
Se contó también, con algunos "croutons" de Roquefort, pues, recordó el maestro: "una comida sin queso es como una bella mujer sin ojo".
"Bavaroises", "charlotes", "crepes" y otras exquisiteces, para los postres, conformaron el total del agasajo.
Como fin de fiesta, un "Ananá flambé au kirstch" puso nota pintoresca y elegante.
Cuando Don Antonio vio el detalle de los gastos que demandó el ágape, comentó resignadamente:
"Creo que si me opero en el "Sanatorio Uruguay" me sale más barato..."

Ir a índice de narrativa

Ir a índice de Cuentos Francisco

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio