Rosaura y el viento
Gladys Parodi

Las nubes, ventrudas, plomizas, embestían  el aire pesado, avanzando sin pausa. Parecían descender hacia la tierra con la  intención de  devorarlo todo. Soplaba un viento muy frío, arremolinado, que envolvía a Rosaura en los vuelos de su pollera negra. Nadie a su alrededor, nadie caminando por el borde del mar. Miró hacia atrás, hacia el horizonte  y tuvo miedo. Trepó hasta la rambla y  corrió despavorida. Huía de  aquellas nubes  que se aproximaban inexorables. “¡Es absurdo!” se dijo y sin embargo un miedo que no podía controlar  la obligaba a alejarse  cada vez más rápido. Ya sin aliento cruzó la calle y se refugió en el zaguán de un edificio deshabitado y casi en ruinas. De la puerta quedaba sólo una hoja, de modo que se ocultó detrás sujetándola con fuerza contra su cuerpo. El viento que empujaba  a aquellas nubes la persiguió hasta su escondite,  pero pasó a su lado , sin verla. Se deslizó furioso, tal vez por haber perdido su rastro, atravesó el pasillo de entrada y ella lo oyó aullar al trepar por la escalera, abrir puertas y ventanas del piso alto, cacheteando  paredes  y balcones. Tembló.

- Huyo, ¿de qué y por qué? ¿de qué tengo miedo? Lo sabía, ¡claro que lo sabía! Miedo de encontrarlo, de sentir sus manos invisibles recorriéndome entera, de no ser capaz de rechazarlo después de lo que me confesó.

Otra vez el viento que vuelve, que se desliza por las escaleras y recorre la casa husmeando en cada rincón. Rosaura oye su respiración sibilante y sujeta la puerta con más fuerza todavía. La voz del viento, hecha de silbidos y de  roncas asperezas, esa voz que la envolvió en su embrujo, ahora se ha transformado en una ráfaga helada que pregunta:”¿dónde estás, Rosaura? Es inútil que te escondas; yo te encontraré de todos modos y volveremos a ser uno, no lo podrás evitar.” 

Sí, me enamoré del viento. Recuerdo que aquella tarde cuando alborotó mis cabellos me estremecí de placer y cuando se deslizó por mis brazos y piernas deseé que no interrumpiera sus caricias; después, cuando levantó soplos de arena que envolvieron mi cuello, me recorrió un deleite desconocido y cuando puso gotas de sal en mis labios supe que me besaba con una pasión que  sellaba mi boca contra la suya. “Esto es  una locura”, pensé, y sin embargo  ya desde entonces comprendí que no podría renunciar a él. ¿Por qué me dijiste que no debía creer en tu fidelidad? Enredaste tus dedos en los rulos de mi nuca y me susurraste  al oído que en los momentos de calma yo siempre ocuparía tu pensamiento, que volverías a abrazarme, a besarme, a poseerme allí donde me encontrara,  pero que no podrías evitar, en tus eternos itinerarios imprevistos, que otras mujeres te tentaran  y que a ellas también les harías el amor.

Afuera, las espesas nubes grises lo cubren todo derramando una oscuridad  de noche anticipada. Llueve intensamente. Rosaura atisba por una rendija y ve cómo el mar se encrespa ,  las olas se desgranan  saltando sobre el malecón y el agua empapa la calle.

En su escondite ella palpita de frío cuando lo oye llegar. Ya no es aquél que aullaba al trepar por las escaleras, aquel que abría puertas y ventanas. Silencioso y sabio, el viento se detiene en el zaguán y allí la encuentra. Impaciente, desliza su brazo de aire macizo, separándola de la pared en la que se apoya, empuja suavemente el batiente de la puerta y la encierra en una cinta de sal.  Ella  olvida sus miedos y se arrebuja en su  ternura. Se dice que es inútil  tratar de huir,  nada la hará renunciar a él. 

Gladys Parodi

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