Metidas de pata memorables
Julio César Parissi

Un tropezón no es caída, pero nos duele el golpe. De la misma manera, hay errores que cometemos por torpeza, por inexperiencia o por atropellados que no son para cortarse las venas, pero cada vez que los recordamos nos llenan de vergüenza.

El asunto no es tanto el avergonzarnos por recordar las cosas que hicimos mal, los errores cometidos, los juicios imprecisos o las acciones equivocadas. El problema grave, lo que verdaderamente nos da vergüenza, es que de todas esas fallas hayan quedado testigos. Es como aquella frase canallesca que dice: “Vergüenza es robar y que te vean”. El hecho de tener testigos significa que cada tanto alguien nos recordará el error. Si el testigo es un amigo nos lo recordará cada tanto; si el testigo es nuestra mujer, nos lo recordará todos los días de nuestra existencia hasta que el divorcio nos separe.

Usted que lee esto estará recordando alguna metida de pata que le quedó impresa en el cerebro como un tatuaje. Yo tengo mis recuerdos bochornosos, de los cuales algunos puedo contar porque la vergüenza ha ido cediendo a la resignación de ser un torpe sin remedio. El problema no es acordarme de alguno, sino desbrozar la memoria del bosque de metidas de patas que conservo en mi cabeza.

Casos de confusiones de identidades tengo montones, pero el más grave fue con un excelente y destacado profesional al que nombraré como Gutiérrez y no diré a qué se dedica porque es demasiado conocido. Lo encontré en la calle, me miró y lo miré. Íbamos a seguir de largo pero los dos, al mismo tiempo, nos detuvimos y retrocedimos. “¿Fulano?”, me preguntó. “Sí, ¿cómo te va?”, respondí sin nombrarlo porque, a diferencia de él, si bien creía que sabía quién era, no estaba seguro cien por cien. Nos pusimos a charlar y las cosas que me preguntaba no coincidían del todo con mi idea de su nombre. Pero, como los temas eran algo difusos, seguí charlando. Casi al final me di cuenta que este Gutiérrez era otro Gutiérrez y no el que había creído al principio, sino alguien mucho más conocido para mí, y la manera como pasé frente a él lo desconcertó a tal punto de hacerle preguntar mi nombre. Es por estos hechos que a veces tengo miedo de cruzarme en la calle con uno de mis hijos y no reconocerlo. 

Tengo el caso de otro viejo amigo, al que llamaré también Gutiérrez para no avergonzarlo, ya que nunca se enteró, supongo, de mi gaffe. Sucedió cuando yo estaba trabajando en una sala de redacción de un periódico. En cierto momento se me acercó una señora cuarentona, desconocida para mí, y me dijo: “¿Usted es Fulano?”. “Sí”, le respondí. “¿Se acuerda de Gutiérrez?”, me preguntó sin preámbulos. Claro que me acordaba. Gutiérrez, compañero de juventud, un tipazo siempre de buen humor. “¡Sí, que me acuerdo!”, exclamé. Enseguida la miré de arriba a abajo y pregunté: “¿Usted es la mamá?”. “No, soy la esposa”. Hacía más de veinte años que yo no veía a Gutiérrez, y me había quedado con aquella imagen de muchachito, sin darme cuenta que todos crecen y envejecen, incluso Gutiérrez. Me quise tirar por la ventana pero, por suerte, estaba trabada.

Julio César Parissi
De "
El Club de los Ghost Writers"

Ir a índice de Humor

Ir a índice de Parissi, Julio César

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio