Los que se niegan a envejecer
Julio César Parissi

Cuando alguien pasa los cuarenta años se da cuenta que es joven para ser viejo y ya es muy viejo para ser joven. En ese momento algunos aceptan la realidad y algunos la niegan. Estos últimos son candidatos a la atención médica: si son mujeres las atienden los cirujanos plásticos, y si son hombres, los atienden los traumatólogos después de un partido de fútbol. Esta negación a la edad es, al fin, un miedo normal. Uno se da cuenta que empieza el camino del declive y busca cualquier manera de zafar.

Se supone que el insomnio se debe a que el  avance de la vejez hace que el hombre necesite menos horas de sueño. Pero, en el fondo, la gente no se desvela por eso sino porque no quiere seguir desperdiciando el tiempo sin hacer nada.

Las mujeres son las que llevan la carga más pesada en esto del envejecimiento. Un hombre canoso, con arrugas en la frente y patas de gallo puede ser catalogado por las mujeres como un tipo seductor, interesante, sugestivo o sexy. Una mujer en las mismas condiciones sólo tiene varias palabras para designarla: jovata, vejestorio o loro. Es por eso que las mujeres, a determinada edad, no pueden dejar de recurrir a las cirugías para lograr un rejuvenecimiento. Y a algunas se les va la mano: son aquellas en que las propias hijas tienen que ir al cirujano para no parecer mayor que su madre.

En materia de gente de edad hay dos categorías de personas. Una, las que se niegan a envejecer, y la otra, los que nos mantenemos jóvenes (y no me discuta porque me enojo). Por eso, ¿cuáles son las cosas que nos indican que envejecimos? Hay una larga lista, pero sólo nombraré algunas:

—Cuando nos encontramos con un antiguo amigo y notamos que su cara ha envejecido tanto como la nuestra cuando la vemos todas las mañanas en el espejo del baño.

—Si usted fue un vago toda la vida y a determinada edad le da por levantarse a las cinco de la mañana a darle de comer al cardenal y los canarios, no es que se volvió trabajador o amante de la naturaleza: se volvió viejo.

—Cuando, en lugar de intercambiar teléfonos con sus amigas, comienza a pasarse recetas médicas.

—Cuando cambie el levantamiento de pesas y el fútbol por las bochas. Y cuando una chica pase por la cancha de bochas y le diga: “¡Abuelo, qué vitalidad!”.

—Cuando ve pasar a una mujer horrible y usted le dice un piropo por el sólo hecho que esa mujer horrible tiene dieciocho años.

—Cuando no combinen las várices con la minifalda. O el top con las estrías de la barriga. A eso podemos llamarle desencuentro generacional en la moda.

—Cuando piense en volver a casarse y alguien le diga: “Hermano, ya no estás para esos trotes...”. Y que ese alguien sea su nieto, el más chico, el que ya está en la facultad.

—Cuando en lugar de pensar que hará el año que viene, vive pensando qué fue lo que hizo el año pasado.

En el fondo, no querer envejecer esconde el miedo a la guadaña, y disculpe que sea tan fúnebre, pero es así. Tenerle miedo a la ñata es una tontería ya que, como le decía un personaje a otro en un cuento que leí hace tiempo: “No se me asuste, compadre, que la muerte es un ratito, nomás”. Pese a lo cual, la gente sigue teniéndole miedo. Y no encuentra nada mejor que maquillarse, en el caso de las mujeres, o vestirse como jovencitos, en el caso de los hombres. Sí, lo hacen para parecer más jóvenes, dirá usted. Nada de eso.

Lo hacen con la intención de que la parca no los reconozca cuando venga a buscarlos.

Julio César Parissi
De "
El Club de los Ghost Writers"

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