La amistad es cosa de hombres
Julio César Parissi

Siempre sostuve que la mujer es más valiente que el hombre, y eso no me quita ni un poco de masculinidad. Para darse cuenta de que esto que digo es verdad, basta con acordarse del reiterado ejemplo: si la maternidad fuera cosa de hombres el planeta se quedaba sin raza humana en una generación. En lo que a mí respecta, le doy toda la razón a esa frase. En mi caso particular, si yo tuviera que hacerme cargo de la procreación como lo hacen las mujeres se terminaban los nacimientos desde hoy mismo.

Pero como digo una cosa digo otra, y si bien la valentía es de las mujeres, la amistad es cosa de hombres. Nunca las relaciones entre mujeres pueden superar a las que hay entre los hombres, ni en intensidad ni en sinceridad. Es por eso que si uno habla de amistad verdadera, de amistad visceral, tiene que ceñirse al ámbito masculino. La amistad entre mujeres es una mala copia de la nuestra que no llega a rozarnos las suelas de los zapatos.

Los reuniones para tomar copas, los partidos de fútbol o las actividades del club cuando son realizadas de verdad, con intensidad, con pasión y entrega, están siempre signadas por los hombres. Todos sabemos que el impedimento para que la mujer no tenga una sincera amistad pasa por el egoísmo. No le gusta compartir nada y en eso incluyen también —y preferentemente— a su marido. En cambio, los hombres somos más generosos y no tenemos problemas que nos compartan, llegado el caso, las amigas de nuestra mujer.

En un magnífico libro sobre la vida de los gauchos argentinos —el «Martín Fierro»— ya se advierte acerca de la falsedad de los sentimientos femeninos porque en una de sus páginas dice que “no hay que creer ni en llanto de la mujer ni en la renguera del perro”. Aunque eso es una verdadera exageración del escritor: convengamos que hay perros que son rengos de verdad.

La amistad de las mujeres es tan consistente como lo puede ser el aire. Si no, fíjense a dónde van a parar los besos que las mujeres dicen darse en ambas mejillas.

El hombre es más grosero pero más sincero en su amistad. La mujer puede decirle a otra que es divina o amorosa, que está vestida como un figurín de «Vogue», y sin embargo odiarla a muerte. En cambio, al amigo que uno más quiere, a un hermano del alma, cuando lo vemos luego de un largo tiempo por ahí le decimos:

—¡Qué haces, tanto tiempo, pedazo de bruto...!

Y el otro nos responde:

—Pero, la puta madre que te parió, ¡qué alegría de verte!

Porque, convengamos, entre los hombres hasta los insultos son amistosos. En cambio, cada vez que dos mujeres se insultan, lo hacen tratando de despellejarse con las palabras.

También son de guardar rencor hacia aquella amiga que no la invitó a una fiesta. Cualquier cosa que las deje de lado, consideran que es un desaire inaguantable. Que ella no pueda estar donde van a estar reunidas sus amigas y no poder, en consecuencia, enterarse de los últimos chismes y, lo que es peor, quizá ser la protagonista de esos chismes, la saca de las casillas. En cambio el hombre, en la misma situación de no ser invitado a una velada, guarda agradecimiento al quien lo olvidó porque al no invitarlo es seguro que le evitaron una noche de aburrimiento.

Por cualquier lado que se le mire, la amistad es cosa de hombres, porque la disfrutamos más de que la pueden disfrutar las mujeres. El placer de la confidencia se hizo para nosotros. El secreto revelado y guardado mientras se saborea un par de copas es patrimonio nuestro. El aguante que se le hace a aquel que viene con mal de amores, desesperado y al borde del suicidio, también es patrimonio masculino. Incluso, aunque el goce de una noche de amor con una espléndida mujer con el cuerpo más torneado y provocativo del mundo puede llegar a ser sublime, nunca se le compara al goce que sentimos cuando les contamos esa noche de placer a nuestros amigos del café. De verdad, no hay orgasmo que se compare.

¡No me diga que no, viejo!

Julio César Parissi
De "
Las Mujeres Son Un Mal Necesario"

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